Posted On 27/09/2024 By In portada, Teología With 47 Views

El Triunfo del Amor. El infierno en Hans Urs von Balthasar | Alfonso Ropero

«A diferencia de otros momentos en la historia de la teología, en los que se ha dado por descontada la perdición de muchos hombres y mujeres sin que aparentemente una tal convicción crease problemas, hoy en día son ampliamente mayoritarias las opiniones que apuntan a esperanza salvífica universal»[1].

Por lo general los teólogos católicos se atienen a la doctrina oficial sobre el infierno, y son muy pocos los que se atreven a cuestionarla. Admitido el hecho de la existencia del infierno, el juicio y el castigo de los culpables, no cabe esperar la salvación universal, porque es cierto que, de hecho, algunos se condenarán. Supuesta la libertad humana, los hombres pueden rechazar a Dios, por tanto, el infierno es realmente posible. La esencia del pecado es el rechazo de la gracia, de modo que el infierno no es más que el estado final de quien ha rehusado definitivamente vivir su vida con y en Dios. «El infierno no es algo que se produce, que se crea, es algo que resulta»[2]. Dios no quiere enviar a nadie al infierno, es el ser humano quien lo elige para sí al rechazar a Dios. «Cristo no impone la perdición a nadie. En sí mismo, es pura salvación… La perdición aparece, así que alguien se aparta de él» (Karl Rahner). Tal es también la postura de la Iglesia anglicana[3].

En la tarea de repensar la doctrina del infierno desde dentro de la fe católica destaca Hans Urs von Balthasar con penetrantes reflexiones bíblicas y teológicas acerca de la naturaleza de la esperanza cristiana que pueden servir de ayuda a cristianos de todas las denominaciones a quienes preocupa el sentido de la salvación y destino final de sus semejantes.

Hans Urs von Balthasar (1905-1988) fue uno de los teólogos más grandes y más cultos del siglo XX, cuya obra ha sido traducida a muchos idiomas; pese a ello es poco conocido en nuestros medios. Realizó estudios de música, filología germánica y filosofía en Viena, Berlín y Zurich. En su formación teológica son decisivas las relaciones con Erich Przywara, Henri de Lubac y Karl Barth[4]. Persona de vasta cultura y teólogo creativo en el espíritu renovador de la primera mitad del siglo XX, siempre con un ojo puesto en la Escritura y otro en la cultura, se le considera uno de los grandes y más completos pensadores de la centuria. Su conocimiento de la cultura secular y la tradición eclesial es sobrecogedor. Por esta razón su pensamiento se desborda en teología y espiritualidad. Bien puede ser definido como un «teólogo total»[5]. Su obra es semejante a una inmensa catedral teológica cuya clave de bóveda es la «gloria de Dios». ¿Por qué?

«Porque primero se trata de hacer visible, sin más, la revelación de Dios. Y Dios —ciertamente, bajo los incógnitos de la naturaleza humana y de la Cruz— sólo puede ser realmente conocido en su señorío, en su magnificencia, en lo que Israel llama kabod y el Nuevo Testamento gloria. Esto significa que Dios no viene primariamente como un maestro para nosotros (“verdad”) ni como “redentor” conveniente y útil para nosotros («bien»), sino que viene para manifestarse e irradiarse a sí mismo en la gloria de su eterno amor trinitario, en ese “desinterés” que el verdadero amor tiene en común con la verdadera belleza. El mundo fue creado para la gloria de Dios, y por ella y hacia ella también será salvado. Y sólo a quien posee un sentido inicial para lo que es el amor “gratuito”, por haber recibido el rayo de luz de esa Gloria, puede hacérsele visible la presencia del amor divino en Jesucristo»[6].

En su obra como teólogo cristiano responde a algunos de los desafíos centrales de la fe en la modernidad: ¿Es posible hablar de certeza y verdad en el espacio de la fe? ¿Es posible la revelación de Dios? ¿Podemos alcanzar la revelación a través de la tradición? ¿En qué medida la verdad infinita de Dios y de su Logos puede ser apta para expresarse en el estrecho recipiente de la lógica humana, no solo vaga y aproximativamente, sino de forma adecuada? A clarificar estos y otros muchos interrogantes dedicó su vida con todos los recursos teológicos y filosóficos que tenía a su alcance. Por cierto, Balthasar consideraba que sin filosofía es imposible hacer teología.

«No hay teología bíblica sin una filosofía religiosa»[7]. «El que ama la revelación cristiana ama también la filosofía, con la que consolida la fe»[8].

Balthasar mismo es el ejemplo mayor de esa relación creativa y fecunda entre la fe y la razón, y por extensión, la cultura en general. Como en cierta ocasión escribió Wolfhart Pannenberg, desde el momento que confesamos con el Credo que Dios es el Creador del mundo, nada de cuanto en este existe nos es indiferente como creyentes, y menos como creyentes que hacen teología, cuya labor es integrar los desarrollos teológicos, con las categorías filosóficas, históricas y científicas de nuestros días.

«Con una vida itinerante, [Balthasar] logra la amalgama más elocuente del siglo XX entre un desarrollo racional-teológico con un apuesta por la experimentación amorosa y hasta silenciosa de Dios. Con la influencia y la especificación que le brinda su compañera de vida Adrienne Von Speyr, determina una propuesta que integra la experiencia histórica en la experimentación de lo trascendental y la argumentación lógica en la búsqueda de lo inefable»[9].

Hans Urs von Balthasar y Juan Pablo II durante el Simposio internacional sobre la misión eclesial de Adrienne von Speyr, Vaticano año 1985

 Por su grandes dotes teológicas y personas, von Balthasar fue muy estimado por todos los pontífices bajo los que realizó su labor teológica. En reconocimiento a su persona como punto de referencia para toda la teología católica, fue nombrado cardenal por el papa Juan Pablo II pocos días antes de su muerte, acaecida el 26 de junio de 1988. Benedicto XVI dice de Balthasar que «buscó por doquier las huellas de la presencia de Dios y de su verdad: en la filosofía, en la literatura, en las religiones, llegando siempre a romper los circuitos que a menudo mantienen a la razón prisionera de sí misma, y la abrió a los espacios de lo infinito»[10].Pese a este magisterio alabado y reconocido, hay una obra escrita por von Balthasar que suscitó agudas polémicas entre los teólogos conservadores. Me refiero a su libro sobre el tema del infierno: Was dürfen wir hoffen? Kleiner Diskurs über die Hölle y Apokatastasis (¿Qué podemos esperar? Breve discurso sobre el infierno y la apokatastasis, 1989).

Las críticas no le tardaron en llegar. Se me coloca entre los «católicos vulgares» —escribe—, que encubren el más allá con «nieblas rosadas» e «imaginaciones» con su «optimismo salvífico», que participan irresponsable y terriblemente en la operación de desmotivación, recurriendo al parloteo insustancial y descolorido del actual «estilo eclesiástico», que hacen «teología modernista» y que aconsejan una «desmedida confianza en la misericordia de Dios». Si se me rebaja por parte del ala izquierda a puro conservador sin remedio, por parte de la derecha me encuentro sobre un montón de basura[11].

«Tengo encima de mi mesa una serie de cartas injuriosas y conjuraciones que me piden volver a la verdadera fe»[12].

Estudioso atento de la Escritura, Balthasar conoce bastante bien los textos neotestamentarios donde se habla, y con bastante profusión, de la gehenna de fuego (Mt 5:22.29s.; 10:28; 23:33), de las «tinieblas exteriores» (Mt 8,12; 22,11ss.; 25, 30), del castigo eterno (Mt 25:46), del fuego inextinguible (Mc 9:42). Ahora bien, junto a estos textos también hay en el Nuevo Testamento una serie de expresiones que parecen tener a la vista una redención universal. Con toda la claridad deseable se dice que la voluntad salvífica de Dios se dirige a todos los hombres, por lo que la Iglesia debe orar por todos los hombres, sobre todo, sabiendo que Cristo se ha entregado como rescate por todos (1 Tm 2:1-6); que el Jesús joánico, que «tiene poder sobre toda carne» (17:1), levantado en la cruz, «atraerá a todos hacia sí» (12: 32); que la gracia de Cristo sobrepasa a toda la culpa de Adán (Rm 5:12-21); que «Dios nos encerró a todos en la desobediencia para tener de todos misericordia» (Rm 11, 32), etc.[13]

Balthasar se opone los teólogos de corte soberanista (calvinista en el campo protestante) que no contentos con dividir la voluntad salvífica de Dios en una «doble predestinación» al cielo o al infierno, previa a cualquier mérito o demérito de la persona que ocupó innumerables concilios provinciales medievales (Orange 2, Quiercy 1, Lyon, Valence, Quiercy 2, Langres, Savonniéres, Toucy). La alta escolástica ocultó el problema a base de una nube de distinciones; pero en el tiempo de la Reforma y del jansenismo volvió a rebrotar, y en las disputas católicas «de auxiliis» (sobre las maneras de actuar la gracia de Dios) fue definitivamente considerado como insoluble[14].

«Quien vea a la humanidad ya de antemano como una massa damnata, ¿cómo podrá creer en la eficaz verdad de la palabra de Cristo que dice que atraerá a todos hacia sí desde la cruz? Consecuentemente, lo único que resta es una especie de desesperado vértigo ante la cruz»[15].

Si se dice de Dios que «Dios, nuestro salvador, quiere que todos los hombres se salven y que lleguen al conocimiento de la verdad, pues sólo hay un Dios y un solo mediador entre Dios y los hombres, el hombre Jesucristo, que se entregó a sí mismo para redención de todos» (1 Tm 2:4-5), entonces ya tenemos la razón de que la Iglesia haga «peticiones, oraciones, súplicas y acción de gracias por todos los hombres» (1 Tm 2:1), lo que no se le podría exigir si no se le permitiera tener la esperanza de que sus oraciones tan pretenciosas tienen un sentido y son escuchadas. Pues si la Iglesia supiera que esta esperanza es demasiado pretenciosa, se le exigiría algo contradictorio. La misericordia de Dios llega a todos los pecadores, sean cristianos, judíos o paganos (Rm 11:32). «Porque se ha manifestado la gracia de Dios trayendo salvación a todos los hombres» (Tit 2:11). Dios ha reconciliado consigo mismo «todas las cosas así las del cielo como las de la tierra» (Col 1:20), pues Dios ha decidido «recapitular todas las cosas en Cristo, las del cielo y las de la tierra» (Ef 1, 10). Dios «no quiere que nadie se pierda, sino que todos vengan al arrepentimiento» (2 Pd 3:9).

«Podríamos hacer aquí algunas distinciones: entre una voluntad salvífica de Dios condicional y una absoluta, entre una redención objetiva de Cristo y su aceptación subjetiva. Pero hay dos textos que juntos hablan prescindiendo de estas distinciones. El primero es la serie textual paulina que se repita de forma lineal, según la cual todos los hombres, descendientes del primer Adán, han pecado y han caído en la muerte y en la condenación, mientras que por la muerte redentora del segundo Adán «la gracia de Dios sobreabundó». Nueve veces se repite la palabra «todos» y la sobreabundancia de la gracia queda aún más resaltada por el hecho de que se introdujo la ley para que abundase el pecado, pero la gracia «sobreabundó» por razón de este fuerte impedimento (Rm 5:12-21). El pasaje alcanza su punto culminante en el himno de victoria en el que este equilibrio, ya desaparecido y que determinaba el juicio con dos resultados hasta ahora, es sustituido por un «más aún», «por encima de todo»[16].

En el evangelio de Juan predomina la resonancia universal: «Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos a mí» (Jn 12:32). Este «todos» parece referirse en principio a aquellos que el Padre ha entregado al Hijo: «Todo lo que el Padre me da viene a mí, y al que viene a mí yo no lo echaré fuera, porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió. Y ésta es la voluntad del que me envió: que yo no pierda nada de lo que me ha dado» (6:37-39) Pero ¿se puede reducir este «todos» cuando sabemos que la oración sacerdotal subraya que el Padre ha entregado al Hijo «poder sobre toda carne»? (17:2). Es, por otra parte, cierto que a esta universalidad de la voluntad salvífica de Dios siempre está unida la respuesta humana de fe (3:16; 5:24; 6:40; 17:6), apareciendo así la crisis que recorre todo el evangelio joánico. Ahora bien, esta frase se manifiesta en el tema que recorre todos los escritos joánicos: el tema de la crisis. De la misma manera a lo que ocurre en Pablo, este tema no está tan sencillamente subordinado a las expresiones universales, que aparecen con otras palabras («Tened confianza, yo he vencido al mundo» 16, 33), pero lo cierto es que hay que ver ambos temas como una unidad: la del amor de Dios, que en la pasión de Cristo «los amó hasta el fin» (13:1).

Como ya hizo notar Karl Rahner:

«Tenemos que mantener juntas y con toda su fuerza aquellas frases que hablan sobre el poder de la voluntad universal de Dios por la salvación, sobre la redención de todos por Cristo, sobre la obligación de esperar la salvación de todos, y aquellas otras que lo hacen sobre la verdadera posibilidad de una perdición eterna»[17].

Orígenes es considerado el primero en negar un infierno eterno, por lo que fue condenado como hereje, mucho tiempo después de su muerte, por el emperador Justiniano. Pero las cosas no están tan claras. Unas veces habla de forma hipotética en la obra más significativa para este tema, siendo su principal pensamiento el de los griegos: que fin de las cosas debe corresponder a su primer inicio. Él quiere afrontar el tema «con discreción», incluso «con temor y precaución», «más con la intención de investigarlo y de comentarlo, que de definirlo de alguna manera y de fijarlo»[18]. Orígenes  rechazó haber eliminado los castigos del infierno[19]. Pero muchos pasajes de sus obras dejan entrever la esperanza para todos los hombres, casi siempre apoyándose en las palabras de la Sagrada Escritura. Tanto Henri de Lubac como H. Crouzel, consideran que la opinión de que Orígenes enseñase con su apocatástasis el perdón del diablo y de los condenados está tan extendida que nadie se atreve a preguntar lo que hay detrás. Sin embargo, un estudio exacto y suficiente de la cuestión nos mostraría que no está suficientemente fundada. Orígenes se guarda muy mucho de atreverse a dar una opinión. En ninguno de los textos de sus homilías se hace un estudio temático sobre el infierno eterno o sobre la salvación universal. Orígenes fue condenado, porque discípulos tardíos expandieron sin discreción su doctrina sobre la «reinstauración de todas las cosas». Otros de los más importantes Padres de la Iglesia no lo fueron, a pesar de que defendieron claramente la apocatástasis: así Clemente de Alejandría. Gregorio de Nisa, y Dídimo el ciego, también Jerónimo, antes de su querella con Rufino; otros lo hicieron más discretamente, predicándola como sanamente guardados y qué aspectos pueden ser discutidos.

¿Venganza e ira en Dios?

Al pensamiento tradicional le gusta argumentar que el pecado es un atentado contra la santidad de Dios, quien siendo a la vez justo, no puede dar por inocente al culpable (Nm 14:18, Nah 1:3) y por tanto ha de ejercitar su derecho a castigar al transgresor. La «ira de Dios» es el aspecto de la intransigencia divina con el mal. Ahora bien, según el mismo pensamiento tradicional, en el infierno no solo estarán los malvados, los asesinos, los violares, los perjuros, etc. (cf. Ap 21: 8).), sino todos aquellos que no han recibido a Cristo como su Señor y Salvador, aunque hayan llevado vidas ejemplares comparadas con el común de los cristianos. ¿A qué obedece en este caso el castigo? Al pecado innato heredado de Adán, al pecado original, responderán, que ninguna religión ni buena obra puede redimir sino la sangre de Cristo y la fe en él. Dejemos esto en el misterio de la voluntad divina. Hagamos otra pregunta, ¿qué sentido tiene el castigo en el infierno? No la rehabilitación del transgresor, toda vez que es supuestamente eterno. ¿A qué obedece, pues, al castigo por el castigo? ¿No es esto simple y pura venganza? En el Antiguo Testamento son comunes estas expresiones: «Regocijaos, naciones, con su pueblo, porque El vengará la sangre de sus siervos; traerá venganza sobre sus adversarios, y hará expiación por su tierra y su pueblo» (Dt 32:43). «El justo se alegrará cuando vea la venganza, se lavará los pies en la sangre de los impíos» (Sal 58:3). La venganza no corresponde a la imagen de Dios revelada por Jesucristo, quien murió pidiendo al Padre que no les tomara en cuenta su pecado (Lc 23:34).

Como hace notar von Balthasar, para la vieja ley del temor sí que podría ser adecuado hablar de la ira de un Dios vengador que se levanta contra los sediciosos e idólatras, pero desde Cristo sabemos que lo más serio que existe no es la justicia vindicativa de Dios, sino su amor. Por eso el alma cristiana, no el alma natural, que se delita en el castigo y en la venganza, no puede soportar la idea del castigo eterno. Como razonaba Teresa de Jesús:

«Cuando vemos a alguien, sobre todo si es un amigo, que se encuentra en dificultades o que sufre mucho, es natural que nos sintamos llenos de compasión por él; y si sus dolores son fuertes tanto más los sentimos nosotros. Ahora bien, ver un alma condenada eternamente al castigo de todos los castigos… ¿quién lo podría soportar?»

No hay nada más serio que el amor, precisamente porque él es «superación de todo derecho», afirma Balthasar.

«El amor de Dios a cada hombre es absoluto y inefable. ¿Quién podrá “por derecho” resistirle? Ningún santo se atrevería a decir: “yo, sí”. Nadie ha amado todavía a Dios con todo su corazón, con toda su alma, con todas sus fuerzas. Todos sin excepción tenemos que decir: “Señor, no soy digno”. Todos tendremos que entrar un día en su presencia, entonces “todo ojo lo verá y cuantos lo traspasaron y por él se lamentarán todas las tribus de la tierra. Sí, amén” (Ap 1:7). A él hay que entregarse para bien o para mal»[20].

 Ante los incontables textos condenatorios del Nuevo Testamento, que llegan incluso a ser más graves que las amenazas realmente terribles contra un Israel idólatra (Lv 26,14-43; Dt 28, 15-68), ya que las perspectivas de castigo se abren al más allá, nos podemos hacer una pregunta, que en definitiva nunca podremos contestar: Estas amenazas de Dios, que «se ha reconciliado con el mundo por Cristo», ¿se cumplirán tal y como nos las presenta? El desengaño de Jonás, al ver que Dios no cumple las amenazas de destrucción contra Nínive, preocupó muchísimo a los escolásticos. ¿Es necesario que se dé el «paso» desde la mera amenaza al «saber» que se realizará? Esto parece tanto más lógico cuanto que estamos convencidos de que Dios, con su gracia redentora, no quiere obligar a nadie a la salvación; no es él, sino el hombre el culpable cuando se opone al amor de Dios y se pierde (cf. Concilio de Quiercy. DS 621ss.).

Según el teólogo católico John R. Sachs los textos escatológicos de la Biblia no son relatos anticipados de lo que sucederá al fin del mundo.

«No pueden dar información sobre acciones futuras libres —de Dios o nuestras—, como si fuesen vistas o decretadas por Dios y, por tanto, de alguna forma ya existentes. ¿Cómo sería esto compatible con la libertad de Dios o con la del hombre? Mateo 25, por ejemplo, no permite concluir que ya está decidido que algunos se salvarán (ovejas) y otros se condenarán (cabras). Textos como este tienen una función parenética: hacer ver a los oyentes la urgencia crítica de la situación en que viven. Las parábolas de Jesús pretenden confrontar al oyente con la posibilidad de perderse, si no abraza el Evangelio. No predicen lo que sucederá de hecho, sino lo que puede pasar, si uno desdeña a Cristo. Son una clara advertencia: vigila que no te pase a ti. Los textos escatológicos de la Biblia, bien entendidos, hablan de la libertad del hombre y de su responsabilidad ante Dios, pero no prueban en absoluto que alguien vaya a ser, de hecho, condenado»[21].

Pero ¿qué ocurre con las frases de la segunda serie, en las que la obra redentora del mundo pecador, emprendida por Dios en Cristo, se manifiesta como la victoria total sobre los enemigos de Dios? No saldremos bien parados si no hacemos algún «distingo»: Dios tiene buena voluntad, pero permite que esta «fracase» ante la maldad de los hombres. «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Pues sólo hay un Dios y un Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Jesucristo, que se entregó a sí mismo como redención de todos» (1 Tm 2:4s.).

Para solucionar este dilema, piensa Balthasar, podríamos hablar de una voluntad de Dios «absoluta» y otra «condicionada», como hace Tomás de Aquino. Así podemos decir que Cristo es llamado «el salvador de todos los hombres, sobre todo de los creyentes» (1 Tm 4:10): ¿No se apercibe ya en esta formulación una limitación? Pero ¿qué decir de la palabra victoriosa de Jesús, con la que él predice el efecto de pasión: «Ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera, y yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12:31s.)? Bien; él procurará quizás atraerlos, pero no logrará mantenerlos.

«Cristo se ofreció una vez para soportar los pecados de todos» (Hb 9, 28). Quizás sea verdad, pero la cuestión es saber si todos quieren que se los quiten. «Dios nos encerró a todos en la desobediencia para tener de todos misericordia» (Rm 11, 32). Que él se compadezca de todos, puede ser que sí, pero no por eso podemos decir que todos admitan esta compasión, es decir, que permitan que se extienda a todos. Y si en toda esta cuestión afirmamos que llegará el momento en que «todo Israel se salvará» (Rm 11:26), con esta explicación generalizada no necesariamente incluimos a cada individuo. Las cartas de la cautividad parecen hablar con una generalización parecida cuando dicen de Dios que «ha reconciliado todas las cosas en el cielo y en la tierra» (Col 1:20). «Ha recapitulado todas las cosas en Cristo, las del cielo y las de la tierra» (Ef 1:10). Unas expresiones de este tipo de carácter más bien hímnico y «doxológico» no hay porqué interpretarlas literalmente. Lo mismo hay que decir, naturalmente, del himno de la carta a los Filipenses, en el cual «toda rodilla se dobla en el cielo y en la tierra y en las regiones subterráneas, y toda lengua confiesa que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre» (Flp 2:10s.). Y cuando Jesús ora al Padre diciendo: «Tú le has dado poder sobre toda carne, para que a todos los que Tú le diste les dé Él vida eterna» (Jn 17:2), lo mejor que podríamos hacer es diferenciar la primera expresión: «toda carne», que puede ser universal, de la segunda: «todos», que se refiere sólo a una porción de elegidos. Pero ¿podemos interpretar el impresionante pasaje de 2 Co 5:20s., limitándolo de esta manera?: «Dios, a quien no conoció el pecado, lo hizo pecado por nosotros para que en Él fuéramos justicia de Dios».

De aquí se desprende que no podemos negar en absoluto que la serie de amenazas de castigo pierdan su fuerza; pero si negamos que la serie de amenazas quite su fuerza a las expresiones de carácter universal, las cuales nos dan derecho a esperar a favor de todos los hombres, que es como decir que nosotros no nos vemos constreñidos a dar el paso desde las amenazas a la posición de un infierno lleno de nuestros semejantes, con lo que destruiríamos nuestra esperanza.

«Quien, como cristiano, no pueda ser feliz más que negándonos la generalización de la esperanza, para estar seguro de su infierno bien repleto de gente, a ese no queremos contradecirle. Esa fue la opinión de un gran número de importantes teólogos, sobre todo, los seguidores de san Agustín. Pero rogaríamos, como contrapartida, que se deje a la esperanza toda su vigencia y que la obra redentora de Dios llegue a su creación. La certeza no es fácil conseguirla, pero la esperanza se puede fundamentar»[22].

La obligación de esperar por todos

Las amenazas de un juicio y las terribles y horribles imágenes de la dureza de los castigos que amenazan a los pecadores, tal y como las encontramos en la Escritura y en la Tradición ponen ante el conocimiento de los leen o escuchan lo serio que es para Dios el pecado, que no puede dar por bueno, a la vez que apelan a la responsabilidad que toca a cada cual y no tomárselo como algo menor

Ahora bien, se pregunta Balthasar, esas amenazas de juicio y castigo ¿nos obligan tanto como aceptar más allá de mí mismo, que otro además de mí haya caído en el infierno o esté predestinado a ello? En principio, solo se puede defender la tesis siguiente: Quien cuenta con la posibilidad de que haya un solo condenado por toda la eternidad, fuera de uno mismo, ese no sabe lo que es el amor desinteresado.

«Sólo la salvación es la finalidad de la venida de Jesús al mundo, y en este sentido tiene razón von Balthasar al decir que la gloria de Dios convierte en agudo el problema de la condenación, aunque ante cada uno de nosotros queda abierta la posibilidad de rechazar la salvación que se nos ofrece […] En esta salvación se ha comprometido Dios en primera persona, de tal manera que su gloria puede quedar empañada en el caso de que algunos no la consigan. Precisamente por ello algunos de los teólogos punteros del siglo XX han insistido en la posibilidad de una “esperanza para todos”»[23].

La esperanza para todos no es sólo una posibilidad, sino que se hace también una exigencia, si se tiene presente que la esperanza cristiana se refiere a las grandes acciones salvadoras de Dios que abrazan a toda la creación y se refieren al destino de la humanidad entera, cuya plenitud esperamos.

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[1] L. F. Ladaria, «El cristianismo y la universalidad de la salvación», Estudios Eclesiásticos, 81/317 (2006), p. 363.

[2] Juan López Pedraz, El infierno o el coraje de la libertad, https://es.catholic.net/op/articulos/47249/cat/886/11-el-infierno-o-el-coraje-de-la-libertad.html#modal

[3] Véase A. Ropero, El Misterio de la Salvación, libertad y condenación. Visión anglicana del infierno, https://www.lupaprotestante.com/el-misterio-de-la-salvacion-libertad-y-condenacion-vision-anglicana-del-infierno-alfonso-ropero/

[4] Von Balthasar mantuvo un estrecho diálogo teológico con K. Barth, gracias al cual, Barth fue dulcificando su posición sobre la analogia entis, que él consideraba como obra del anticristo y el único motivo serio para no ser católico. Barth llegó a aceptar que la analogia fidei presupone necesariamente la analogia entis. Por su parte, Barth influyó sin duda en el cristocentrismo y en la theologia crucis de von Balthasar. Este apreció también la concepción barthiana de la predestinación, que superaba ampliamente la posición de Calvino. Véase Carlos Ignacio Casale Rolle, «El universalismo cristiano en Hans Urs von Balthasar a propósito de su encuentro con Karl Barth», Teocomunicação, 38/160 (2008), 177-199.

[5] Nurya Martínez-Gayol Fernández, «Hans Urs von Balthasar: El pensamiento que se desborda en Teología y Espiritualidad», Revista de Espiritualidad 71 (2012), 161-189.

[6] Von Balthasar, Gloria. Una estética teológica. La percepción de la forma. Ediciones Encuentro, Madrid 1985.

[7] Balthasar, «Intento de resumir mi pensamiento», Communio. Revista Católica Internacional 10 (1988), p. 285.

[8] Balthasar, Gloria 2, p.  271.

[9] Patricio Iván Pantaleo, “Historia, drama y teología.
Aproximaciones al pensamiento histórico en la obra de Hans Urs von Balthasar”, La Razón Histórica, 30 (2015), 97-104.

[10] Mensaje del papa Benedicto XVI a un congreso internacional sobre el teólogo Hans Urs von Balthasar, https://www.vatican.va/content/benedict-xvi/es/messages/pont-messages/2005/documents/hf_ben-xvi_mes_20051006_von-balthasar.html

[11] Balthasar, Tratado sobre el Infierno, p. 14. EDICEP, Valencia 1999.

[12] Id., p. 131

[13] Id., p. 15.

[14] Id., pp. 16-17.

[15] Id., p. 19.

[16] Id., pp. 30-31.

[17] Rahner, Sacramentum Mundi, 2. Art. «Infierno», pp. 737-738. Herder, Barcelona 1972.

[18] Orígenes, Tratado de los principios (Peri Archon), I, 6-12. CLIE, Barcelona 2002.

[19] Orígenes, Comentario al Evangelio de Juan, 19,3. Ciudad Nueva, Madrid 2020.

[20] Balthasar, Tratado sobre el Infierno, p. 141.

[21] John R. Sachs, «Escatología actual: la salvación actual y el problema del infierno», Selecciones de Teología 31 (1992).

[22] Balthasar, Tratado sobre el Infierno, p. 149.

[23] L. F. Ladaria, «El cristianismo y la universalidad», Estudios Eclesiásticos, 81/317 (2006), pp. 358-359.

 

Alfonso Ropero Berzosa

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