Posted On 13/12/2024 By In portada, Teología With 62 Views

El papel de la personalidad en la dinámica de la fe | Jaume Triginé

 

Vivimos la fe de acuerdo con nuestra realidad existencial. No puede ser de otra forma. Lo que significa que entendemos y experimentamos las creencias y la espiritualidad desde nuestra personalidad que, según la Psicología, no es otra cosa que la manera de ser y actuar propia. Somos biología y cultura. Predisposiciones innatas insertas en los genes y un entorno en sentido amplio: relaciones familiares; educación; contexto político, social y económico; valores predominantes; estatus…  Como, acertadamente, expresaba el filósofo José Ortega y Gasset: «Yo soy yo y mi circunstancia».

Podemos decir, pues, que hay tantas personalidades como personas. Pero, para no perderse en tanta diferencia, los psicólogos han ido creando diferentes tipologías de personalidad en base a unos patrones comunes compartidos.

Hipócrates, médico griego que vivió cuatro siglos antes de Cristo, de pensamiento muy avanzado a su tiempo, pues creía que las enfermedades las originaba la propia naturaleza, no los dioses, desarrollo la teoría de los cuatro humores (o fluidos corporales: sangre, bilis amarilla, bilis negra y flema) que le condujo a considerar la existencia de las siguientes tipologías: sanguíneos (predominio de la sangre); coléricos (predominio de la bilis amarilla); melancólicos (predominio de la bilis negra) y flemáticos (predominio de la flema).

Dando un gran salto en el tiempo, según el psicoanalista Carl Gustav Jung las personas empleamos cuatro procesos mentales que dan lugar a idéntico número de tipologías en su modelo: sensación (espontáneas, impulsivas…); intuición (innovadores, pioneros…); pensamiento (reflexivos, analíticos…) y sentimiento (sensibles, empáticos…).

Uno de los modelos más empleados en los últimos años ha sido el popularizado por el coach Thomas Erikson, basado en investigaciones anteriores que tienen en cuenta la dimensión social y operativa de la persona. Describe también cuatro tipos de personalidad: dominante (decidido, impaciente, orientado a resultados…); estimulante (optimista, empático, sociable…); estable (tranquilo, prudente, fiable…) y analítico (sistemático, metódico, reflexivo…).

Los psicólogos estamos familiarizados con el axioma: semejanzas acercan, diferencias separan, que explica por qué nos sentimos cómodos con determinadas personas, mientras que con otras somos, más bien, incompatibles. Esta dualidad de la conducta radica en el hecho que cuando nos relacionamos con personas con rasgos de personalidad parecidos a los nuestros es como si nos hallásemos frente a un espejo que nos devuelve la propia imagen. Las relaciones en estos casos son cómodas y todo fluye con naturalidad. Cosa bien distinta es cuando las actitudes, los valores, los planteamientos vitales de uno y otro son completamente divergentes. En este caso, nos puede costar entender y aceptar las diferencias. Los lenguajes, en lugar de acercar, separan; las relaciones se hacen difíciles y los contactos van distanciándose. Cada uno interpreta al otro desde los filtros que se derivan de su personalidad.

Una primera aplicación práctica es que todos actuamos de acuerdo con unos determinados patrones de conducta propios de nuestra tipología de personalidad, que no son mejores ni peores que los de los demás; son simplemente distintos. Ahora bien, a la hora de relacionarnos, solemos juzgar a los demás desde nuestra manera de ser. Al contrastar las diferencias, con facilidad nuestro juicio se decanta hacia la crítica negativa. Es necesario ser conscientes de este sesgo subjetivo a la hora de interactuar con los demás para evitar que las diferencias naturales no se conviertan en obstáculos insalvables para el mantenimiento de las relaciones. El correcto discernimiento de las diferencias de personalidad contribuye a respetar la manera de ser y actuar de los demás y a adaptarnos mejor al momento y a las circunstancias.

Una segunda consideración, como avanzábamos en el inicio de este escrito, es que la espiritualidad (en su sentido más personalista) o la religiosidad (en su manifestación más relacional) cada uno la vive y la expresa desde su tipología de personalidad y no afecta tanto al contenido de la fe (personalidades diferentes pueden creer las mismas cosas), sino al cómo creemos (la forma en que vivenciamos y exteriorizamos nuestras convicciones).

Hay quien vive su experiencia de fe con mentalidad racional, orientado al pensamiento y las grandes cuestiones teológicas; otros son movidos por sentimientos y emociones, la belleza del mundo, que nos envuelve a todos, les eleva a lo divino, dados al misticismo; hay quien se orienta, prioritariamente, al compromiso social, la compasión, el altruismo y el amor al prójimo son su principal motivación; unos viven su fe de forma sencilla y confiada; otros rodeados de dudas; unos enfatizan la normatividad de las cuestiones dogmáticas; otros viven de manera más libre; unos oran; otros meditan; hay quien es más tradicionalista; hay quien es más liberal. Nuestra personalidad nos hace diferentes y no podemos ni debemos pretender que todos vivan su experiencia religiosa desde nuestras coordenadas.

También debemos tener presente la realidad existencial de personas con discapacidades cognitivas o con trastornos mentales, ja que tales disfunciones no implican, necesariamente, que no puedan experimentar, vivir y expresar su religiosidad. William James, uno de los grandes psicólogos de los Estados Unidos, pionero en el estudio de la psicología de la experiencia religiosa, explicó, hace ya cien años, que esta dimensión es también presente en tales personas. Espirituales, pues, como todos; viviéndola y experimentándola de manera diferente y personal, acorde con sus características de personalidad.

Toda la conducta humana posee una base biológica y un contexto cultural. Los estados mentales (entre los que debemos incluir la fenomenología de la experiencia religiosa) son dependientes de estas dos dimensiones. Por lo tanto, de la misma manera que aceptamos las expresiones profesionales, artísticas o sociales de las personas con algún tipo de alteración mental; debemos acoger sus manifestaciones espirituales. James diferenciaba los frutos (efectos de la religiosidad sobre la conducta) de las raíces (estado psicológico de base), considerando los primeros como criterio definitivo, dando a entender con ello que todo ser humano, con independencia de su personalidad y de posibles psicopatologías, se halla abierto a la trascendencia.

La experiencia espiritual es personal y diferente de la de los demás. Nuestra manera de ser y de estar situados en el mundo es la base de tal especificación que comporta un enriquecimiento de la propia experiencia cuando respetamos la pluralidad en la que nos hallamos insertos.

Jaume Triginé

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