Del inmovilismo a la disidencia pasando por Jesús
“Disidencia” es una palabra peligrosa y sospechosa. Especialmente, para las personas que están ligadas al status quo o que temen algún tipo de cambio. Y, sin embargo, no es posible ningún cambio constructivo en la Iglesia a menos que exista alguna forma de disidencia. Porque, en el fondo, al hablar de este asunto nos referimos a la tarea de proponer alternativas que nos permitan pensar, sentir y actuar más allá de las levedades que tienden a narcotizar nuestros espíritus. Se trata de la “fuerza de choque” necesaria para percibir que lo que hay no es lo único que puede haber. Es la capacidad de poder ver más allá de lo que ven los ojos, discernir más allá de lo que dicta el entendimiento, y actuar más allá de lo esperado, en medio de un mundo eclesial conceptuado a menudo por indiferencias insultantes, conciencias anestesiadas y comportamientos desconcertantes.
La existencia de la disidencia es bastante evidente en la persona de Jesús, según nos narran los evangelios. Su disidencia amorosa le llevó a la muerte. Se puede llamar amorosa porque es el resultado de bastante más que un simple imperativo de conciencia. Jesús no sólo disiente por coherencia personal. Su disenso está basado en el amor radical y universal a los demás. Su muerte es consecuencia de una vida empeñada en adecuarse a la voluntad de Dios. El fundamento último de su disidencia es poder decir quién es de verdad Dios y cuál es su proyecto para los seres humanos. Jesús disiente para poder mostrar el rostro auténtico y genuino de Dios, que aparecía deformado por un culto vacío y un legalismo inmisericorde. Por eso, si su muerte es consecuencia de una vida amorosamente disidente, la resurrección eleva este principio de disidencia a categoría teológico-salvífica. Ambas, muerte y resurrección, no son desconectables de su apuesta por el Reino y de su apasionado desvivirse por los demás. Comenzamos.
LOS DAÑOS COLATERALES DEL INMOVILISMO.
“Una excesiva preocupación por la ortodoxia en defensa de una organización es un síntoma de enfermedad en dicha organización. La ortodoxia sin ortopraxis no es salvífica; conduce a la simplificación de la verdad, a la represión y a la muerte” (I.L. WOSTYN).
Con frecuencia, cualquier actitud, pensamiento, movimiento o acción disidente en la Iglesia, suele ser entendida como una amenaza para las bien lubricadas estructuras del status quo dominante. Si se propone alguna alternativa de cambio, el sistema lo hace valer como un indicio de caos. Quienes se sienten instalados y cómodos en los predecibles y seguros caminos de la tradición mal entendida, reaccionan afirmando la propia identidad y dibujando las fronteras más allá de las cuales sólo se encuentran peligros indefinidos que cotizan como enemigos de la verdad y la ortodoxia. El problema es que, con frecuencia, estos modos de proceder contienen tal virulencia que su onda expansiva se deja sentir muy lejos, durante mucho tiempo y sobre demasiadas personas.
Enfrentados a la posibilidad de la disidencia, con la ansiedad que suscita, se reacciona desarrollando una guerra fría de amenazantes sanciones pensando en mantener a todo el mundo a raya. Y entonces, de manera sutil se crea el caldo de cultivo necesario para que florezca la “caza de brujas”1. A menudo, con altos niveles de intolerancia, amargura e ira, se procede a la búsqueda y captura de disidentes e inconformistas, acusándolos de ser la causa de todos los males. Dado que para los cazadores de brujas el factor más importante es la defensa de la pureza y la ortodoxia, cuanto más secreta sea la preparación de las pruebas contra los acusados, mejor, ya que deja a la defensa de estos últimos en clara situación de desventaja. Las personas son alentadas a informar secretamente sobre los demás, a veces incluso distorsionando los hechos y desvirtuando con ello la verdad.
Cuando una comunidad emprende una caza de brujas, logra desprenderse de la culpa por las consecuencias de todos los males que padece. Simplemente, la difiere a otros, creyendo que si es posible encontrar y castigar a los responsables, la tranquilidad, el sosiego y la paz volverán a reinar en el grupo. Y, entonces, la crisis es sólo cuestión del tiempo y el momento oportunos. Se consuma la teoría del “Chivo expiatorio” (Uno, o unos pocos, pagan por todos). El problema, en no pocas ocasiones, estriba en que la defensa de la ortodoxia va acompañada de unos métodos de ortopraxis que, manejados desde estructuras de poder y dominio, constituyen la negación más impresentable de aquello que se defiende con tanto fervor. Pero, para entonces, los desgarros producidos son tan profundos e irreparables que lo único que queda sembrado, en vez del evangelio del reino de Jesús de Nazaret, es un campo cubierto de víctimas y verdugos.
Esta breve síntesis de situaciones eclesiales e institucionales “ad intra” pudiera ser leída como exagerada, catastrofista e irrelevante, si no fuera porque la experiencia, que es una maestra brutal, demuestra que actuaciones así han sido responsables de innumerables crisis nunca resueltas. Por nuestro sistema sanguíneo protestante corren riadas de amargura, resentimiento y desencuentros que han dejado en la cuneta a tantos, que da miedo hacer el recuento. Y de esto, por doloroso que sea, sólo nosotros podemos responder.
No nos sentimos especialmente cómodos al identificar y reconocer nuestras propias contradicciones, preferimos negarlas o encontrarles una explicación convincente pensando que cualquier crítica explícita constituye un acto de deslealtad. Sin embargo, vale la pena realizar un acercamiento revisionista, a partir de la persona de Jesús, que coloque en crisis todo intento de autocomplacencia y nos permita evaluar, sin apartar la mirada, dónde estamos en orden a estas cosas.
EL MODELO DISIDENTE DE JESÚS DE NAZARET
Si Jesús hubiese sido un inmovilista al uso, legitimando el status quo dominante y adaptándose dócilmente al modelo estándar de religiosidad popular, jamás hubiera terminado en una cruz. Sin embargo, su manera de entender a Dios y a su pueblo le granjeo numerosos adversarios que, andando el tiempo, dictaron sentencia contra él porque los llevó a mal traer desafiándolos con sus palabras y obras. Desde una lectura conservadora, el suyo fue un liderazgo absolutamente impresentable.
La vida de Jesús fue todo un acontecimiento subversivo para su pueblo, sobre todo para los sectores más poderosos y teóricamente más cercanos a Dios. Hasta tal punto, que se convirtió en una amenaza que era preciso quitar de en medio. Las palabras proféticas del sumo sacerdote Caifás constituyeron una sentencia irreversible: “Nos conviene que un hombre muera por el pueblo y no que toda la nación perezca” (Jn. 11:49). A nadie se le quita de en medio y menos de manera violenta, a no ser que se le considere un disidente peligroso para la continuidad del sistema. Ahora bien, si esto es cierto, de ello se deviene una reflexión de primerísima magnitud para la cristología: Sólo la vida disidente de Jesús de Nazaret explica su muerte y muerte de cruz. Y las razones que lo verifican se encuentran en su misma historia:
A la largo de su ministerio, Jesús curó a muchos enfermos en día de reposo (Mr. 3:1-6).
El día de reposo es el día del Señor, y en ese día el Señor sana. Sin embargo, los “pura sangre de la ortodoxia” toman consejo para destruir a Jesús, porque para ellos importa más el imperativo legal que la misericordia, la observancia que la sanidad. De modo que, por razones divinas se le considera un transgresor de los preceptos religiosos a quien es preciso quitar de en medio.
Para los líderes de Israel la enfermedad estaba asociada al pecado de un modo tan radical que, por defender esa “teología”, estaban dispuestos a matar. Sin embargo, conviene tomar en consideración que quien pronuncia el nombre de Dios está expuesto a que el sufrimiento de los demás atente contra sus propias ideas religiosas. Para Jesús, por el contrario, aliviar el sufrimiento era algo tan importante, que por eso estaba dispuesto a morir. Demoledor contraste.
Para todo judío piadoso era normativo evitar la compañía de los pecadores, sin embargo, Jesús piensa y actúa de manera distinta (Mr. 2:15-17).
Los que se consideran limpios y justos no pueden tolerar la cercanía de los pecadores y descreídos que se encuentran en los márgenes de la sociedad. ¿Pero qué es lo que hace Jesús?, se dirige a “publicanos y pecadores”, deja que le inviten a comer y les dedica tiempo, atención y afecto. Estos movimientos calculados transgreden todos los códigos de honor imaginables, por lo tanto, Jesús de Nazaret se gana a pulso con esta provocación un lugar entre los marginados. A partir de aquí, será contado siempre con los pecadores y alineado con los sin nombre, los invisibles, los que no tienen voz.
La Ley era lo más sagrado para los judíos. Pero Jesús se atrevió a cuestionar la hermenéutica legalista que la había corrompido (Mt. 5:21-22, 27-28).
La palabra de Jesús se coloca a la misma altura que la palabra de Dios dada a Moisés. Pero con una salvedad, porque sitúa en crisis la interpretación rigorista e interesada de la ley, dotándola de un espíritu capaz de revelar las intenciones más hondas del corazón. El escándalo estaba servido. La herramienta de manipulación de conciencias más brutal en manos de los escribas y principales estaba siendo torpedeada en su misma línea de flotación. Con una denuncia tan radical y revolucionaria Jesús se echó encima a todos “los cazadores de brujas” que jamás le perdonaron la infamia de cuestionar su ortodoxia.
Jesús realizó una acción simbólica que constituyó la mayor provocación dirigida al centro del culto judío: La expulsión de los mercaderes del Templo (Mt. 21:12-15).
Con la purificación del Templo, episodio que narran los cuatro evangelistas, Jesús puso en crisis y en peligro todo el ordenamiento del culto dirigido a Dios que mandaba la Torá. El gesto de Jesús vino a tocar un punto neurálgico: el sistema económico del Templo y sus métodos “neoliberales” fuente de opresión y represión increíbles. En vez de situarse como espacio de libertad, se trataba de una estructura de sometimiento donde campaban por sus respetos todos los abusos habidos y por haber, especialmente hacia los más desfavorecidos. Desde aquel momento los ricas e influyentes familias de sacerdotes y saduceos, los “hombres de Dios” de la época, se contaron entre sus enemigos y pactaron acabar con él.
Jesús escandalizó a los ricos invitándoles a seguirle renunciando a todos sus bienes (Lc. 18:22; Mt. 6:24 Mr. 10:24-26).
Jesús provocó y desconcertó a muchas familias acaudaladas de su tiempo, y tuvo la audacia de pronunciar palabras que sonaron absolutamente subversivas, incluso para sus discípulos. Una vez más, con este discurso tan radical no pudo sino ganarse a pulso la enemistad y el rechazo de los poderes económicos de su tiempo.
Si, ahora, realizamos una recapitulación de los temas fundamentales que levantaron polémica hasta el punto de situar a Jesús de Nazaret bajo amenaza de muerte, el resultado impresiona. Porque, en el fondo, todas estas cuestiones constituían el “eje central” sobre el que giraba el concepto de Dios y el modelo de pueblo concebido y diseñado por los líderes religiosos. A saber: La Escritura, el culto, el pecado, la enfermedad y el dinero. Con una “teología” que supiera rentabilizar conceptualmente estas categorías se hacía posible manejar la conciencia colectiva del pueblo sin ninguna oposición.
Sin embargo, Jesús no calla. No practica la “cuidadosística”2 (Ver artículo de M. López en La Lupa Protestante, 29.05.06). Es irreverente, osado, demoledor, implacable con todo aquello que disfrazado de espiritualidad se levanta como sucedáneo de la verdadera religión dibujando apariencias de piedad tan volátiles como el humo. Mientras que, curiosamente, el pueblo llano no sólo no se siente agredido sino que reacciona fascinado y atraído por el mensaje, porque entiende que es desafiante pero misericordioso, duro pero cercano, sobre todo con los oprimidos y excluidos por un poder religioso para el que sus auditorios sólo son “carne de predica”.
A este Jesús, que desborda todas las previsiones y cálculos humanos en su quehacer es al que el apóstol Pedro, testigo presencial de su vida y ministerio llama “El Príncipe de los pastores” (1ª Ped. 5:4). Curioso título, si tenemos en cuenta hasta dónde ha sido domesticado, devaluado y reformulado por los centinelas del inmovilismo.
REFLEXIONES FINALES.
¿Nos parece demasiado exigente el modelo de Jesús?. ¿Tal vez deberíamos amortiguar su radicalidad hablando de él desde el pensamiento paulino?. Conviene aclararse, porque a menudo con nuestras inefables maneras de entender el liderazgo inmovilista, más que como siervos de Dios somos interpretados como auténticos “OSNIS” (Objetos Sagrados No Identificados) por los demás. Y no les falta razón, porque nuestra proverbial tendencia a “faraonizar” los ministerios, a veces produce el efecto contrario del que pretende. Y, entonces, cae en descrédito lo que hacemos y lo que representamos. Y lo peor es que unas veces no sabemos y otras no queremos apercibirnos de esa realidad.
El verdadero liderazgo disidente, entendido como extensión del modo de proceder del Maestro, sólo se hace realidad cuando se ha aprendido el arte del seguimiento, es decir, el viaje interior con el Señor, reconociendo el propio caos de pecaminosidad, prejuicios y miedos. Se trata, ante todo, de estar cara a cara con el Dios en el que creemos, admitiendo a cada paso nuestra impotencia y nuestra desesperada necesidad de su gracia y su perdón permanentes. Si, en lo más profundo del corazón, nos hacemos conscientes de las tendencias manipuladoras de nuestro liderazgo, a pesar de la retórica que empleamos con los demás, entonces poseemos un autoconocimiento de inmenso valor. En último término la calidad de la integridad de una persona es lo que determina el auténtico carácter de su tarea y no el hecho de que ostente o deje de ostentar una posición de autoridad.
BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA
Arbuckle G. “Refundar la Iglesia”. Sal Terrae. 1998
González Faus J.I. “Calidad Cristiana”. Sal Terrae. 2006
Castillo J.M. “La Ética de Cristo”. DDB. 2005
Castillo J.M. “Humanizar a Dios”. Manantial. 2005
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