Jonás, el profeta cuyo nombre significa “paloma”, había sido llamado a predicar entre gavilanes… ¿Por qué huyó de Dios?
UN LIBRO CARGADO DE HUMOR
Si tuviéramos que pensar en un libro humorístico de la Biblia, probablemente nos costaría elegir uno; es más, diríamos que no hay ningún libro cómico en ella. Sabemos que en las Escrituras hay libros que recogen la tristeza y la pena de unos exiliados obligados a vivir a mil kilómetros de su tierra natal, como el libro de las Lamentaciones; otros nos cuentan las grandes gestas de los héroes del pasado de Israel, como los libros de Josué y Jueces; un extenso libro recoge las oraciones y los himnos que formaban parte de la experiencia espiritual del pueblo, los Salmos; incluso encontramos un libro de fuerte carga erótica sobre el amor entre un hombre y una mujer jóvenes, como es el Cantar de los Cantares. Pero humorístico… No, no nos parece serio que la Biblia contenga un libro humorístico.
Y sin embargo, en la vida hay pocas cosas tan serias como el sentido del humor. En la ya vieja película de 1988 que mezclaba por primera vez imágenes reales y dibujos animados titulada Quién engañó a Robert Rabbit, un homenaje al cine negro, uno de los personajes dice: “La risa es muy importante y a veces en la vida es la única arma con que contamos”. Si entendemos por sentido del humor “la disposición con la que afrontamos las situaciones más o menos adversas que nos vamos encontrando en la vida”, es desde luego una cualidad fundamental para todo ser humano: el sentido del humor nos permite expresar sentimientos que de otra manera nos provocarían gran tensión y ansiedad; nos ayuda a deshacernos de emociones negativas, eso que los psicólogos llaman “catarsis”; cuando somos capaces de reírnos de nosotros mismos, o de lo que ocurre a nuestro alrededor, gozamos de mejor salud mental; disfrutamos más de la vida y nos sentimos más felices, porque eliminamos el stress; mejora nuestras relaciones sociales y nos ayuda a cuestionar las rigideces mentales en las que nos movemos tantas veces; y por si todo esto no fuera suficiente, ¡la risa desintoxica el cerebro, mejora el cutis y ayuda a quemar calorías!
Pero, volviendo a la Biblia, ¿hay algún libro que podríamos calificar de humorístico? Desde luego que sí, solo que nuestra reverencia por la Palabra nos impide reírnos a carcajada limpia, cosa que sí hicieron sus primeros lectores. En el Antiguo Testamento encontramos un breve libro de apenas cuatro capítulos; es una historia muy entretenida, llena de aventuras fantásticas y sorpresas… y desde luego de lo más divertida, un libro que se ha utilizado en las Escuelas Dominicales de todo el mundo, aparentemente fácil de entender para los niños de cualquier edad. Pero no nos engañemos: detrás de ese estilo casi juguetón del libro se esconde uno de los temas más controvertidos para Israel, como es la respuesta a las preguntas: ¿Por qué fue elegido Israel? ¿Cuál es su misión entre los demás pueblos? A lo largo de sus muchos siglos de historia, el pueblo de Dios cultivó a menudo un fuerte sentimiento nacionalista que pedía a Yahvé que aniquilase a sus enemigos, y un orgullo religioso que le hacía sentirse un privilegiado entre el resto de naciones. Aquí es donde se sitúa ese aparentemente sencillo libro del profeta Jonás, cargado de ironía; pero su humor no pretende ofender a aquellos hombres y mujeres excesivamente orgullosos de su pasado y de sí mismos, sino ayudarles a pensar de otra manera. Y lo hace con una sonrisa en la boca, porque sin el humor que caracteriza el libro de Jonás…
• ¿Qué judío habría estado dispuesto a creer que su Dios no es exclusivamente suyo, sino que quiere la salvación de los “otros”, y que para lograrlo es capaz de poner el mundo patas arriba?
• ¿Qué judío habría estado dispuesto a admitir que lo que él considera un trato de privilegio no significa nada, porque de lo que se trata es de ponerse al servicio de Dios y de los demás?
• ¿Qué judío habría estado dispuesto a considerar a los paganos mejores que él mismo, más sensibles y más cerca de Dios?
JONÁS HUYE DE DIOS (JONÁS 1:1-3)
El Señor dirigió su palabra a Jonás hijo de Amitai y le dijo: «Levántate y ve a Nínive, aquella gran ciudad, y clama contra ella, porque su maldad ha subido hasta mí». Pero Jonás se levantó para huir de la presencia del Señor a Tarsis, y descendió a Jope, donde encontró una nave que partía para Tarsis; pagó su pasaje, y se embarcó para irse con ellos a Tarsis, lejos de la presencia del Señor.
¿Quién es este Jonás, hijo de Amitai? Encontramos su nombre en 2 Reyes 14:25; es un profeta que ejerció su ministerio durante el reinado de Jeroboam II y le anunció la restauración de las antiguas fronteras de Israel y la recuperación del territorio. Así que, como profeta, Jonás animó el espíritu nacional de su pueblo cuando tuvo que defenderse del temible imperio asirio que amenazaba sus fronteras, heredero del celo de otros profetas anteriores a él, como Elías o Eliseo.
Precisamente Jonás es llamado por Dios para que lleve un terrible mensaje a Nínive, la capital del imperio asirio. Nínive representaba para los judíos el pecado extremo, la ciudad malvada por excelencia; de hecho, la crueldad de los asirios fue proverbial en el mundo antiguo, tal y como leemos en los profetas Sofonías y Nahum:
¡Ay de ti, ciudad sanguinaria, toda llena de mentira y de pillaje! ¡Tu rapiña no tiene fin! Chasquido de látigo, estrépito de ruedas, caballos al galope, carros que saltan, cargas de caballería, resplandor de espada y resplandor de lanza. ¡Multitud de heridos, multitud de cadáveres! ¡Cadáveres sin fin! La gente tropieza con ellos. (Nah 3:1-3)
Pero no sólo tenemos el testimonio de los textos bíblicos; la arqueología también ha venido a confirmar su barbarie con testimonios gráficos espeluznantes: en los frisos de los templos y palacios asirios que nos han llegado aparecen los largos cortejos de prisioneros desnudos que desfilan vencidos; guerreros asirios que decapitan a los prisioneros en presencia del rey; soldados que dejan ciegos a los vencidos con lanzas; enemigos obligados a moler los huesos de los soldados muertos y comérselos,…
He aquí la primera sorpresa del libro: ¡el profeta Jonás, con un fuerte sentimiento nacionalista, ha sido encomendado por Dios a la capital del imperio enemigo y odiado! Y primer elemento humorístico de esta historia: el nombre de Jonás significa “paloma”, enviada al halcón asirio, ave que representaba al dios principal del panteón asirio, Asur. Es como si Dios estuviera enviando una paloma mensajera a un gavilán para invitarle a hacerse vegetariano…
Como vemos en el texto bíblico, las palabras de Dios exigen una respuesta inmediata del profeta. Pero, sorprendentemente, Jonás “se levanta”, no para ir a Nínive, sino que se embarca en el puerto de Jafa en dirección opuesta en unas naves de ultramar que se dirigen a Tarsis, a unos 3.500 kilómetros de distancia. Esta Tarsis podría encontrarse en las costas de Cerdeña, de Túnez o de España, si es correcta la identidad de Tartesos (la actual Cadiz), pero estos detalles poco importan. En la época en que se escribió el libro de Jonás, Tarsis simbolizaba el fin del mundo, un lugar al que ni siquiera podía llegar la palabra de Dios, como leemos en Is 66:19:
… a Tarsis, a Fut y a Lud que disparan arco, a Tubal y a Javán, a las costas lejanas que no han oído de mí ni han visto mi gloria…
Y es que los pueblos antiguos creían que los dioses estaban sujetos y limitados a un territorio, y que sólo protegían –y en su caso vigilaban– al pueblo que vivía en él. Por eso, cuando un imperio invadía una nación, una de las primeras cosas que hacía era informarse de quiénes eran sus dioses, para congraciarse con ellos mediante ofrendas, edificando templos y manteniendo su culto. ¿Quizá era eso lo que pensaba también el protagonista de nuestra historia?
Antes que Jonás, otros profetas habían tenido dudas, incluso temor a la hora de cumplir con su misión, pero ninguno había hecho justo lo contrario de lo que pedía el llamado de Dios. Jonás rechaza la misión encomendada; desobedece y se marcha a un lugar donde cree que Dios no podrá disponer más de él.
Abandona su amada tierra, pero no se nos dice por qué, aunque después de lo que hemos dicho podemos sospechar que Jonás no tenía demasiadas ganas de ir a Nínive. Algo perfectamente comprensible. Parafraseando el título de una famosísima película protagonizada por el malogrado James Dean, podríamos decir que Jonás era “un rebelde con causa”. O más bien deberíamos decir que Jonás era un rebelde con muy buenos argumentos. Llamado a predicar a la capital de su mayor enemigo, da la sensación de que Dios había puesto al límite la vocación del profeta, haciéndole marchar al último lugar del mundo donde quisiera estar. Pero, ¿huye porque tenía miedo de caer en manos enemigas y morir lejos de Jerusalén, o había otras razones? El libro no nos revelará los motivos que ha tenido Jonás para tomar esa decisión hasta el capítulo 4.
Ahora bien, Jonás no es la única persona que se sintió obligada a estar donde no quería. Es posible que en algunos momentos de nuestra vida también nos veamos llamados a estar en el último lugar que habríamos elegido, y ahí es donde la tentación de la huída se hace más poderosa. Por experiencia sabemos que servir a Dios no nos garantiza una vida cómoda ni fácil, sino más bien una vida en la que muchas veces deberemos arremangarnos y enfangarnos, así que decidimos huir de quien nos ha llamado a su servicio. Pero si algo nos enseña la historia de Jonás, es que no podemos huir de la presencia del Señor. Como bien recuerda el salmo 139, Dios no está sujeto a nada ni a nadie; supera todas las fronteras físicas y se hace presente en toda Su creación.
Aunque quizá creemos huir de Dios, en realidad estamos huyendo de nosotros mismos: ¿Quién no tiene miedos o inseguridades antes los desafíos de la vida? ¿Cuántas veces no hemos preferido huir a enfrentarnos con nuestros propios demonios interiores? ¿En cuántas ocasiones nos han faltado las fuerzas o el coraje para seguir adelante? ¿Acaso no resulta difícil reconocer nuestras limitaciones, nuestras incoherencias o incapacidades? ¿O es que no queremos cambiar lo que sabemos que debemos cambiar?
Sea como fuere, y como el propio Jonás tendrá que aprender, la única forma de vencer esos temores que tantas veces nos paralizan es preguntar a Dios “Heme aquí; ¿para qué me has llamado?” (1 Sam 3:8). Pero nuestro profeta todavía no se ha dado cuenta de esto…
DIOS ALCANZA A JONÁS (JONÁS 1:4-16)
Pero el Señor hizo soplar un gran viento en el mar, y hubo en el mar una tempestad tan grande que se pensó que se partiría la nave. Los marineros tuvieron miedo y cada uno clamaba a su dios. Luego echaron al mar los enseres que había en la nave, para descargarla de ellos. Mientras tanto, Jonás había bajado al interior de la nave y se había echado a dormir. Entonces el patrón de la nave se le acercó y le dijo: «¿Qué tienes, dormilón? Levántate y clama a tu Dios. Quizá tenga compasión de nosotros y no perezcamos». Entre tanto, cada uno decía a su compañero: «Venid y echemos suertes, para que sepamos quién es el culpable de que nos haya venido este mal». Echaron, pues, suertes, y la suerte cayó sobre Jonás. Entonces ellos le dijeron: – Explícanos ahora por qué nos ha venido este mal. ¿Qué oficio tienes y de dónde vienes? ¿Cuál es tu tierra y de qué pueblo eres? Él les respondió: – Soy hebreo y temo a Yahvé, Dios de los cielos, que hizo el mar y la tierra. Aquellos hombres sintieron un gran temor y le dijeron: – ¿Por qué has hecho esto? Pues ellos supieron que huía de la presencia del Señor por lo que él les había contado. Como el mar se embravecía cada vez más, le preguntaron: – ¿Qué haremos contigo para que el mar se nos aquiete? Él les respondió: – Tomadme y echadme al mar, y el mar se os aquietará, pues sé que por mi causa os ha sobrevenido esta gran tempestad. Aquellos hombres se esforzaron por hacer volver la nave a tierra, pero no pudieron, porque el mar se embravecía cada vez más contra ellos. Entonces clamaron al Señor y dijeron: «Te rogamos ahora, Yahvé, que no perezcamos nosotros por la vida de este hombre, ni nos hagas responsables de la sangre de un inocente; porque tú, Yahvé, has obrado como has querido». Tomaron luego a Jonás y lo echaron al mar; y se aquietó el furor del mar. Sintieron aquellos hombres gran temor por el Señor, le ofrecieron un sacrificio y le hicieron votos.
Ahora nos encontramos con un barco amenazado por “la tormenta perfecta”, y a Jonás durmiendo plácidamente en la bodega, algo impropio y sorprendente en un judío que temía al mar –¡la palabra “mar” aparece once veces!–. Pero, al parecer, Jonás teme más cumplir con su misión que morir ahogado. Irónicamente, los marineros del barco que eran paganos son mucho más religiosos que el mismo profeta. Al estallar la tormenta, cada uno invoca a su dios para suplicar su ayuda en medio del peligro –se trata de un gran barco que cruza el Mediterráneo, con una tripulación de diversa extracción étnica–. El mismo jefe de la tripulación despierta al profeta para que también él acuda a su dios y nadie muera. Desesperados, echan suertes para saber por culpa de quién les está sobreviniendo tal desgracia; cuando Jonás confiesa, se horrorizan ante el pecado cometido por el profeta y reconocen la soberanía de Yahvé. Pero, aún así, se resisten a sacrificar una vida humana; aunque Jonás les pide que le arrojen al mar, éstos no quieren que muera, al contrario, se ponen a remar con más brío. Pero todo es inútil.
Jonás, por su parte, se ha presentado orgulloso como hebreo (v. 9) para que no le confundan con uno de esos paganos –¡faltaría más!–; confiesa la soberanía de Yahvé sobre todo lo creado y reconoce que está actuando en la tormenta, incluso en las suertes que han echado aquellos marineros. Dice temer a Yahvé, y sin embargo le está desobedeciendo sin mostrar ningún tipo de arrepentimiento ante el peligro de muerte; sus creencias no van parejas con sus acciones… ¿o sí? ¿No será que sus creencias más profundas, esas que no se atreve a pronunciar en voz alta, le están guiando en esta aventura? Paradojas de nuestra historia, Jonás, el orgulloso profeta judío, será el único que se resiste a obedecer a Dios en todo el libro.
Los paganos resultan más piadosos y obedientes que Jonás, y desde luego más simpáticos para el lector: piden la ayuda de Dios, reconocen la mano de Yahvé en los acontecimientos, se horrorizan de la desobediencia de Jonás y sin embargo, respetan su vida; son solidarios tratando de salvar la vida aligerando el barco de lastre, mientras que, en hiriente contraste, Jonás se desentiende y se duerme profundamente. Ironías de esta historia, el pecado del profeta conduce a la conversión de los paganos, que demuestran una sensibilidad y una fe mucho mayores que las de Jonás; obstinado como está, prefiere la muerte antes que cumplir con la misión encomendada.
Al final del capítulo, los marineros terminan convirtiéndose y hasta ofreciendo sacrificios y votos a Yahvé, como verdaderos adoradores de Dios. Mientras Jonás se va hundiendo en el mar, aquellos se salvan dos veces: salvan su vida al amainar la tormenta y al confesar al Dios de Israel. Como esos paganos, el profeta también necesitará arrepentirse, darse cuenta de que la voluntad de Dios saldrá adelante, con él o sin él, que es mejor formar parte de esa voluntad que quedarse al margen y que está recibiendo esa lección de humildad de unos hombres que han caído rendidos ante Yahvé sin excusas.
Como a Jonás, a nosotros también nos gusta mostrarnos orgullosos de nuestra fe, eso sí, con nombres y apellidos. ¡Cuidado con que nos confundan con esos otros! Cegados por nuestra “ortodoxia” particular, estamos más preocupados de distinguirnos de los demás que de cumplir con la misión encomendada. Creemos que defender la pureza de nuestras creencias es un fin en sí mismo, y nos olvidamos de lo fundamental, para qué hemos sido reconciliados por Dios y llamados a formar parte de Su pueblo.
También, como Jonás, nos sorprendemos cuando en nuestra sociedad encontramos ejemplos de mayor entrega, de mayor generosidad de corazón, incluso de mayor confianza en Dios que quienes formamos la Iglesia de Jesucristo. Rápidamente despreciamos sus aportaciones acusando a nuestra sociedad de actuar movida por motivaciones equivocadas, de defender valores erróneos, de ofrecer falsas esperanzas. Afirmamos con contundencia que el cristianismo no es un mero humanismo, pero… ¿acaso no debemos arrepentirnos y pedir perdón a nuestro Dios por las veces que la Iglesia cristiana ni siquiera ha llegado a la altura moral del tan criticado humanismo?
Como Jonás, necesitamos decidir si vamos a formar parte de la buena voluntad de Dios para Su creación, o no. En palabras del apóstol Pablo, debemos decidir si vamos a convertirnos en los “colaboradores de Dios” que Él está esperando para acercar Su Reino a un mundo necesitado de las buenas noticias de salvación; porque, por muy sorprendente que nos parezca, Dios ha decidido compartir la tarea con Sus hijos e hijas, y para ello nos ha dotado de los dones que necesitaremos para llevar adelante la misión.
CONCLUSIÓN
El libro de Jonás, lleno de situaciones divertidas e inesperadas, dosifica su medicina envuelta en azúcar, porque no trata de cuestiones banales, sino del sentido mismo de la existencia del pueblo de Dios. En estos versículos del capítulo 1 hemos aprendido dos grandes enseñanzas acerca de la misión del profeta, y por extensión, de la Iglesia, válidas para todos los tiempos:
En primer lugar, que resulta inútil y absurdo huir de la presencia de Dios, porque en realidad huimos de nosotros mismos, de nuestras dudas, incoherencias y miedos. Sólo hay una manera de exorcizar nuestros fantasmas, y es preguntar al Padre: “Heme aquí; ¿para qué me has llamado?”.
En segundo lugar, que debemos aprender humildemente de los hombres y de las mujeres de nuestro tiempo, porque pueden darnos grandes lecciones allí donde la Iglesia se creía maestra.
Lidia Rodríguez
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