Hace 500 años, el cuarto domingo de Adviento de 1511 —seis años antes de que Martín Lutero clavara las 95 tesis que dieron inicio a la Reforma Protestante—, un monje de la Orden de Hermanos Predicadores (dominicos) golpeó la conciencia del Nuevo Mundo con la primera protesta pública en defensa de la dignidad humana de los pueblos subyugados por el imperio español. Ante los ojos asombrados de los conquistadores que habían asistido a la iglesia a oír misa, Antón Montesinos se hizo eco del mensaje del profeta Juan el Bautista: “Voz que clama en el desierto…”, para actualizarlo en el desierto de la América india, devastada por la voracidad implacable de los conquistadores.
Un suceso digno de un lugar especial en la historia, cuyo impacto no dividió al cristianismo como la Reforma, pero si marcó una diferencia entre dos maneras de entender la misión de la iglesia: la que se ciñe al papel del que cura heridas y consuela al sufriente, de la que denuncia al ofensor y libera al oprimido; la iglesia callada y neutral, y la iglesia que toma partido del lado del esclavo y del pobre. En Santo Domingo, aquel domingo de Adviento, al decir de Gustavo Gutiérrez, América Latina dio a luz la teología de la liberación.
No fue este el origen de un movimiento estructurado y organizado, con una bandera y un credo particular; pero fue la brecha por la que pasaron innumerables cristianos, sacerdotes y laicos, muchos mártires entre ellos, que tuvieron la conciencia iluminada para ver en el maltratado el rostro de Jesús. Hasta hoy, sigue marcando la diferencia entre el cristianismo de templo y culto y el cristianismo de voz profética, comprometido con el pobre y oprimido. Recordarlo es traer al orden del día la discusión sobre la vigencia de una espiritualidad fuente de actitudes radicales en defensa de la vida, de la paz y la justicia.
La Reforma de Lutero se centra en el problema de cómo ser justo ante Dios; la prédica latinoamericana se preocupa en ser justo con el prójimo. El énfasis de aquella es en la teología; el de esta lo es en la ética. No se trata precisamente de contrastar, sino de complementar, ya que la experiencia profunda de Dios debe llevar a una acción comprometida con el otro y la otra. Pero dado que las experiencias humanas raramente alcanzan la plenitud de perfección, es necesario enfatizar lo que ha quedado más relegado en la práctica religiosa.
El contexto de la Reforma luterana es el amanecer de la modernidad. La imprenta y el púlpito son los símbolos de la nueva era, en que la razón humana va a desplegarse: busca explicar todos los misterios, barriendo con supersticiones y tradiciones. El contexto de la reforma de los dominicos es la globalización de los imperios europeos, que aguijoneados por la insaciable voracidad mercantil de oro y plata, destruyen a cualquier precio civilizaciones, arrasan con culturas… Cualquier semejanza con el mundo actual no es pura coincidencia.
La España reformadora
Es importante destacar también lo que el historiador cubano, residente en los Estados Unidos. Justo L. González, resalta en sus obras, en cuanto al extendido prejuicio de que la Reforma religiosa tuvo su único eje en el noratlántico europeo, relegando para España el papel principal en la Contrarreforma y la Inquisición. A este respecto dice González: “Durante la época de la Reforma, España era un centro de actividad intelectual y reformadora. […] Mucho antes de la protesta de Lutero, las ansias reformadoras se habían posesionado de buena parte de España, precisamente gracias a la obra de Isabel y sus colaboradores”.[1]
La principal protagonista de la reforma religiosa en España fue la reina Isabel de Castilla, llamada comúnmente “La Católica”, y su mayor apoyo lo encontró en el fraile franciscano Francisco Jiménez de Cisneros, su confesor y aliado, hombre de gran erudición bíblica y piedad probada, quien dirigió la edición de la monumental Biblia Políglota Complutense. Junto a Cisneros, la Reina lideró un movimiento de reforma de la vida monástica, fundó la célebre universidad de Alcalá de Henares e impulsó los estudios en la de Salamanca. No hay que olvidar la enorme influencia que estaban teniendo las obras de Erasmo de Rótterdam en muchos círculos españoles. Una verdadera reforma de la vida religiosa estaba en buen camino a finales del siglo xv y principios del xvi.
Evidentemente, las victorias militares frente a los musulmanes, que habían dominado la península por siete siglos, así como las noticias de la reforma de Lutero, hicieron que el espíritu de intolerancia se adueñara totalmente del reino de España. El Papa encontró en este el principal bastión que le quedaba, brindándole la autonomía para el manejo de los asuntos religiosos, lo que vino a dar vía libre para la unión entre la Corona y la Iglesia. De este modo, la Inquisición se encargó de extirpar cualquier brote que se semejara a la reforma luterana. No obstante, los frutos del espíritu evangélico se manifestarían de una forma insólita en aquellos religiosos que vinieron a América y levantaron sus voces proféticas frente a las injusticias. Los célebres misioneros dominicos provenían de ese ambiente humanista. Pero ocupémonos brevemente de la Orden a la cual pertenecían.
La Orden de los dominicos
Fundada en 1221 por Domingo de Guzmán, desde sus inicios se identificó como una orden de predicadores mendicantes, es decir, que rechazaban toda posesión o ingreso económico que no fuera las ofrendas y limosnas; renunciaban a toda riqueza personal o comunitaria. Por otra parte, Domingo había sido tocado por el conflicto con los llamados herejes albigenses, del sur de Francia. Sintió como una tarea importante para su Orden la defensa de la fe ortodoxa, por lo cual sus predicadores eran estimulados a estudiar y prepararse en los mejores lugares de la época. Privilegiaron, pues, el estudio, habilitando las casas de la Orden con espacios de superación y escuelas de teología. No es, por tanto, de extrañar que de sus filas salieran hombres de la talla de Alberto Magno y Tomás de Aquino.
Es cierto que la Orden produjo también la cantera de la cual el Papa extrajo los más altos cargos en la tristemente célebre Inquisición. Torquemada fue un dominico, pero esto se debía a que eran los más autorizados teológicamente para determinar lo que pudieran ser “herejías” para la doctrina de la Iglesia. No obstante, esta realidad no mengua el hecho de que esta Orden, que privilegiaba la actividad intelectual, fuera terreno propicio para el cultivo de una espiritualidad renovadora.
No menos importante para la Orden fue el ímpetu misionero que desplegó desde sus inicios. Como predicadores itinerantes iban por todas las regiones de Europa y del mundo conocido, predicando y dando un ejemplo de humildad evangélica. Entre las primeras órdenes que salieron a la exploración del mundo estaba ella, y precisamente del Colegio San Esteban, en la ciudad universitaria de Salamanca, salieron en el año 1510 tres monjes para iniciar el trabajo en el Nuevo Mundo. Los dominicos y los franciscanos fueron las órdenes que mayor compromiso misionero mostraron en los primeros años de la conquista de América.
Relato de los hechos
Lo que sucedió aquella mañana luminosa en La Española (hoy, República Dominicana) lo sabemos por boca de un testigo presencial: un joven sacerdote enamorado del Nuevo Mundo y de su gente, cuya conciencia dormida respecto al trasfondo sangriento de la conquista, recibió ese día el primer toque de luz, la primera semilla de lo que sería una auténtica conversión —ocurrida unos tres años después—, que lo torna en el más valeroso luchador por la dignidad de los aborígenes americanos: fray Bartolomé de las Casas. De su Historia de las Indias tomamos notas para este relato.
Un año antes, en 1510, habían llegado los tres religiosos, fray Pedro de Córdoba, fray Antonio Montesinos y fray Bernardo de Santo Tomás, estableciendo su casa comunal en una humilde casa de techo de paja, piso de tierra y pobres muebles hechos por ellos mismos. Un buen día les llegó, buscando entrar en la Orden, un hombre que llevaba tres años escondido en los montes, prófugo de la justicia por un crimen pasional. Dio muestras de un profundo arrepentimiento y deseo de entregar su vida a la Orden; finalmente fue aceptado como novicio. Resultó ser Juan Garcés, quien luego se convertiría en uno de los primeros mártires de la fe en estas tierras.
El novicio sorprendió a los frailes con los relatos sobre sus aventuras en el monte y de cómo pudo ser testigo de las crueles guerras que los conquistadores sostenían con los naturales del país, cómo los secuestraban de sus aldeas para hacerlos trabajar como esclavos en la búsqueda de oro y en sus haciendas; violaban a sus mujeres y cazaban con perros a los que huían a los montes, y otras crueldades semejantes. Estos testimonios de primera mano impresionaron y convencieron a los religiosos de que no podían permanecer neutrales ante tanta injusticia. Después de meses de oración y meditación, decidieron que en la celebración del Cuarto Domingo de Adviento uno de ellos presentaría un sermón a los españoles, en el cual todos concordaban y estaban dispuestos a firmar, con el propósito de llamarlos al arrepentimiento. Se eligió a fray Antonio Montesinos, por su carácter decidido y su elocuente oratoria.
Como buenos misioneros, salieron por las calles de la villa invitando, casa por casa, para aquella misa, en la que todos los vecinos debían estar; no excluyeron de la invitación a las autoridades, entre ellas el Gobernador. Como los frailes gozaban de un bien ganado reconocimiento por su abnegada forma de vida; la Iglesia Mayor se vio completamente abarrotada, vistiendo todas y todos las mejores galas, deseosos de complacer a los piadosos frailes.
Llegado el momento del sermón, las cosas tomaron otro color. No imaginaron los asistentes que el predicador los emplazaría con tanta rudeza. Veamos lo que cuenta el propio Las Casas:
Hecha su introducción y dicho algo de lo que tocaba a la materia del tiempo de Adviento… “Para os lo dar a conocer me he subido aquí, yo que soy voz de Cristo en el desierto de esta isla, […] esta voz dijo él es “que todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes. Decid, ¿Con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel horrible servidumbre a estos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacificas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin darles de comer ni curarlos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir, los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? ¿Estos no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos? Tened por cierto que en el estado que estáis no os podéis salvar más que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe de Jesucristo”.[2]
Dicho su sermón, Montesinos, bajó del púlpito con rostro firme, enfrentando las miradas coléricas de los asistentes. No hubo un solo arrepentido entre ellos; con la honrosa excepción de Pedro de Rentería, no hubo quien estuviera de parte del predicador.
Salieron todos airados y dispuestos a conspirar para dar un escarmiento al atrevido fraile. Según Las Casas: “Acuerdan ir a reprender y asustar al predicador y a los demás, si no lo castigaban como hombre escandaloso, sembrador de doctrina nueva, nunca oída, condenando a todos y que había dicho contra el rey y su señorío, que tenia en estas indias”. Fueron aquella misma tarde a la casa de los dominicos, a presentar quejas al superior, Pedro de Córdoba, quien trató de apaciguarlos, escuchando con paciencia sus descargas. Les aclaró que lo que se había predicado era lo que todo el grupo había aprobado. No obstante, los colonizadores insistieron en que le iban a dar una oportunidad para que el próximo domingo se desdijera el intrépido predicador.
Podemos imaginar que el domingo siguiente la expectación era tal que no faltara persona alguna a la misa. Volvió a subir al púlpito el propio Montesinos, quien sin atemperar su pasión, volvió a arremeter contra las injusticias y los oprobios que sufrían los aborígenes. Ya no había arreglo posible, las posiciones eran irreconciliables, por lo que no había otra alternativa que acudir a la autoridad real. Fue el Rey quien dio derecho de propiedad sobre las tierras descubiertas, quien autorizó la repartición de indios en encomiendas, quien recibía los beneficios de lo que los colonizadores explotaran. Por esto, para los colonos, se estaba desafiando a la autoridad y al interés de la Corona. Se iniciaba así una larga lucha entre los misioneros indigenistas y los poderosos conquistadores.
Se prepararon ambas facciones para el viaje a España. Los colonizadores escogieron a los oficiales más representativos del Rey, pero fueron astutos en buscar dentro de los mismos religiosos sus mejores aliados. Así, encontraron alguien dispuesto a colaborar, al decir de Las Casas un franciscano “llamado fray Alonso del Espinal, éste, como se dijo, era celoso y virtuoso religioso, pero no letrado, más de saber lo que comúnmente muchos religiosos saben, y todo su estudio era leer en la Suma angélica para confesar”.[3]
De este modo, podían hacer más creíble la acusación contra los dominicos. Esta complicidad de misioneros con los conquistadores se dio a través de toda la historia de la conquista y la colonización, haciendo más difícil la prédica profética. Pero no es de extrañar que muchas veces por falta de instrucción —como dijera Las Casas— dieran por sentado el derecho del europeo sobre el nativo; otras, participando de los prejuicios racistas sobre la población nativa. Eran muchas las calumnias sobre las costumbres licenciosas, los vicios, la poca disciplina para el trabajo y la limitada capacidad intelectual de los nativos que se propalaban para justificar un trato despiadado.
El capitulo siguiente de esta historia transcurre en España. Los dominicos dan las primeras batallas en la Corte, y finalmente se impone un tímido reconocimiento a sus planteamientos, decretándose las Leyes de Burgos, en 1512, las primeras que se impartieron para establecer una cierta protección de los abusos más extremos. Quedaba un largo camino por delante, en el que entraría en juego una personalidad como fray Bartolomé de las Casas, quien luego de su conversión a la causa indigenista en 1514, estando en Cuba, y después de una etapa de conflictos y algunos fracasos, ingresa en la orden de los dominicos y pasa 10 años en un monasterio, donde se preparó intelectual y espiritualmente para las batallas que le ocuparon hasta el resto de sus días.
Como conclusión de este histórico suceso, cito las palabras del historiador Enrique Dussel:
la acción de Montesinos trasciende en el tiempo latinoamericano. Acción realmente profética, cuya actitud origina una tradición en la historia americana, fue la de Antonio de Montesinos, cuando en aquel 21 de diciembre de 1511, en el cuarto domingo de Adviento, pronunció aquellas palabras que no dejarán de resonar en América mientras haya una conciencia cristiana que lleve realmente el nombre de tal.[4]
La cuestión de fondo
Volviendo al discurso de Montesinos, las preguntas que lanza a los conquistadores: “¿No son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No estáis obligados a amarlos?”, son nada menos que sobre la condición de seres humanos de los aborígenes. Porque desde muy temprano, en el encuentro de los europeos con una cultura completamente diferente, la reacción de rechazo se expresó en la bestialización de los nativos. Considerarlos animales era verlos como seres inferiores, en todo caso sub-humanos, lo cual justificaba el maltrato. Tristemente, fueron religiosos los que más imágenes denigrantes trasmitieron acerca de los aborígenes, como la de fray Tomás Ortiz, quien llegó a ser Obispo de Santa Marta. Así se expresa de los aborígenes:
Ninguna justicia entre ellos… son como asnos, abobados, alocados, insensatos, no tienen en nada matarse y matar; no guardan verdad sino es en provecho, son inconstantes… son bestiales en los vicios.. no son capaces de doctrina… son traidores, crueles y vengativos, que nunca perdonan… haraganes, ladrones.. y de juicios bajos y apocados… son cobardes como liebres, sucios como puercos, comen piojos, arañas y gusanos crudos… no tienen arte ni maña de hombres.. se tornan como brutos animales, en fin, digo, que nunca crió Dios gentes con tanto vicio y bestialidades”.[5]
Nótese cuántos epítetos provenientes de la fauna (asnos, liebres, puercos, bestias) son usados; pero el término “bestias” quedó acuñado y circuló más ampliamente que ningún otro. En los ambientes intelectuales de Europa se manejó una terminología más piadosa, tratándolos como “niños” que requerían la imposición de una rígida disciplina para poder cambiar sus costumbres. Pero el resultado era el mismo: la justificación de la violencia y la esclavitud.
Otro modo de denigrar que practicaron los conquistadores estuvo fue basado en la demonización de la religión, al despacharla simplemente como idolatrías diabólicas. Esto iba dirigido a acabar con el alma del indígena. No solo destruían sus estructuras sociales, sus modos y costumbres, sino que barrían con las prácticas religiosas de sus ancestros.
El valor de Montesinos al decir a los españoles que estaban en “pecado mortal”, que mejor eran los moros y turcos, era convertir a los acusadores en acusados. Ellos son los que no tienen alma, los que están condenados, precisamente porque no tratan a los aborígenes como seres humanos dignos del respeto y del amor que un hermano merece.
Al defender la dignidad humana, el mensaje de los dominicos adquiere una singular actualidad. ¿Es que hoy no demonizamos al que es diferente, al que pertenece a otra cultura? ¿No son la xenofobia y las distintas formas de fobias maneras de despojar de humanidad a la otra o al otro? ¿No se dice hoy de los pobres que lo son por desidia, falta de disciplina y espíritu de sacrificio?
¿Por qué invisibilizamos a otras y otros como si no tuvieran existencia real? ¿No tienen culpa las ideologías que nos dominan de esta ceguera que nos impide ver en otras personas a seres semejantes a nosotros y no piezas militantes de fuerzas contrarias? ¿No estaremos en un lugar privilegiado que no queremos perder?
La visión
Pero una lección final hay que sacar de esta historia, y es la pregunta de ¿cómo y cuando puede ocurrir que tengamos esa visión purificadora, esa revelación que nos vincula, nos hermana, nos solidarice totalmente con la otra y el otro? ¿Cómo salirnos del círculo del interés puramente individualista, privado, sectario, de clase, en el nacimos y nos criamos, que nos hace distanciarnos del que es diferente? ¿Cómo descubrir en la otra o el otro alguien digno de amar, cuidar y proteger?
Los dominicos contaron con un hombre que les narró horribles historias que les abrieron los ojos a la cruda realidad. El sufrimiento del otro, visto de frente, es lo que puede despertar la conciencia, si no está demasiado aletargada. Hay seres que se bestializan y no sienten absolutamente nada ante los mismos hechos.
Quiero recordar la experiencia de un joven presidiario en la Cuba colonial: José Martí. En la dura cárcel política —siendo apenas un joven de 17 años—, vio el trato inhumano que daban a un anciano de nombre Nicolás del Castillo; cómo lo hacían trabajar en las canteras más allá de sus fuerzas, y cuando ya no podía sostener su cuerpo, lo golpeaban y lo tiraban sobre las piedras. Cuando Martí vio a Nicolás sobre el carretón en que se lo llevaban ya exánime, escribió más tarde: “Golpeaba la cabeza en el carro. Asomaba el cuerpo a cada bote. Trituraban a un hombre. ¡Miserables! ¡Olvidaban que en aquel hombre iba Dios!”.[6]
Martí vio a Dios en la víctima. Por eso dedicó su vida a luchar por la libertad y la felicidad de su pueblo, y llegó a decir: “Yo quiero que la ley primera de nuestra república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre”.[7]
El ser humano tiene una dignidad por derecho propio, porque es hijo de Dios y tiene su imagen. No importa cuán victimizado y envilecido haya sido por la sociedad humana, su valor está por encima de toda circunstancia. Esta es la voz profética de Montesinos, que hoy, con devoción, recordamos.
[1] Justo L. González: Historia del cristianismo, vol. 2, Editorial Unilit. Miami, 1994, p. 21.
[2] Véase Bartolomé de las Casas: Historia de las Indias, Libro I, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1986.
[3] Ibidem.
[4] Enrique Dussel: El episcopado latinoamericano y la liberación de los pobres, 1504-1620, Centro de Reflexión Teológica, A. C., México, 1970,p. 34.
[5] Citado por Luis N. Rivera Pagan: Evangelización y violencia: la conquista de América, Editorial CEMI, San Juan, Puerto Rico, 1992, p. 227.
[6] José Martí: “El presidio político en Cuba”, en Obras completas, t. 1, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1971, p. 61.
[7] [7] José Martí: “Discurso en el Liceo Cubano, Tampa”, Tampa, Florida, 26 de noviembre de 1891, en op. cit., t. 4, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1971, p. 270.
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