Apenas se ha empezado a leer y ya en la octava línea, Rosa Cabarcas, dueña de una casa clandestina, le dice al viejo que acaba de cumplir noventa años y que ha querido regalarse una noche de amor, que: «También la moral es un asunto de tiempo» (p.9). El viejo, que se sabía feo, tímido y anacrónico, reconoce que a fuerza de no querer serlo había terminado simulando todo lo contrario. La historia transcurre, si así se quiere, en medio de una lucha interna -¿guerra espiritual?- que desgarra la personalidad timorata del anciano y lo tiende inerme junto a la doncella que ha pedido. Esa locura de amor lo desespera. Ya nada ni nadie logrará apaciguarlo; ni las seis suites para chelo de Bach, ni la rapsodia para clarinete y orquesta de Wagner, ni el refugio solitario de sus mejores lecturas.
Atormentado de amor descubre la realidad de su alma resabiada: «Descubrí que mi obsesión de que cada cosa estuviera en su puesto, cada asunto en su tiempo, cada palabra en su estilo, no era el premio merecido de una mente en orden, sino al contrario, todo un sistema de simulación inventado por mí para ocultar el desorden de mi naturaleza. Descubrí que no soy disciplinado por virtud, sino como reacción ante mi negligencia; que parezco generoso por encubrir mi mezquindad, que me paso de prudente por mal pensado, que soy conciliador para no sucumbir a mis cóleras reprimidas, que sólo soy puntual para que no se sepa cuán poco me importa el tiempoajeno» (p.66).
Mientras Rosa Cabarcas grita asustada «¡Dios santo!» al darse cuenta de que él ha vuelto a pasar una noche más sin tocar a la muchacha, él, silencioso, reflexiona sobre su larga vida de contradicciones y reconoce que tanto orden, puntualidad, generosidad y admirada disciplina no han sido más que un triste disfraz de nueve décadas. Entonces, se volvió otro. «Traté de releer los clásicos que me orientaron en mi adolescencia, y no pude con ellos» (p.66). Una y otra vez se preguntaba: «cómo pude sucumbir en este vértigo perpetuo que yo mismo provocaba y temía. Flotaba entre nubes erráticas y hablaba conmigo mismo ante el espejo con la vana ilusión de averiguar quién soy» (p.66). Su locura de amor desnudó, además de su cuerpo maltrecho, la realidad de un ser contradictorio.
En la brevedad de ciento nueve páginas y con un título impronunciable en santos lugares, el colombiano, premio Nobel de Literatura de 1982, pone frente al lector atento el antiguo y siempre vigente tema del desgarramiento humano. Ese «desorden de la naturaleza interna» ha sido tema teológico -propio de la llamada teología espiritual– desde mucho tiempo antes de que la «ciencia del conocimiento de Dios» declarara el divorcio entre el estudio objetivo de la fe y la fe misma; antes de que la reflexión teológica adoptara las categorías filosóficas y se rompiera poco a poco la relación entre la comprensión y la vivencia, entre la intelección y la reflexión… entre el teólogo y el santo.
Esa tormentosa pregunta por la unidad existencial del ser humano ha inspirado las mejores cavilaciones de los místicos y teólogos de todos los siglos. Los griegos buscaron el ser uno por el camino del to hen; los monjes huyeron al desierto procurando que la soledad les devolviera la unicidad perdida, y los pietistas se abrazaron al rigor para expulsar sus sombras. Cada cual, a su manera, ha enfrentado esa fastidiosa duplicidad que el viejo de nuestra novela decide revelar, aunque sea para alivio de su propia conciencia: «Hasta el sol de hoy, en que resuelvo contarme como soy por mi propia y libre voluntad, aunque sólo sea para alivio de mi propia conciencia» (p.10).
Bajo la pluma de García Márquez, y con la disculpa de la memoria de un amor tardío, discurre la eterna pregunta por cómo y dónde se puede encontrar la totalidad (algo así como un «encaje» interno que se opone a la fragmentación), en medio de todo lo que hacemos y que con tanta frecuencia nos divide. Mientras trascurre la historia, su personaje nos revela que, en el fondo de su rasgadura interna, es la ansiedad por la muerte cercana lo que más le impulsa a aferrarse de la vida. «La certidumbre de ser mortal» (p.100) como la llama. La muerte es el aguijón que lo atormenta desde aquella «noche de carnaval en que bailaba un tango apache con una mujer fenomenal» (p.102). Esa vez, apretado a una de «las quinientas catorce mujeres con las que había estado por lo menos una vez» (p.16) antes de los cincuenta años, escuchó a su oído, como oráculo brutal, una sentencia que lo castigaría por siempre: «Hagas lo que hagas, en este año o dentro de cien, estarás muerto hasta jamás» (p.103). Muerte eterna y duplicidad perenne. Ese es el exquisito binomio, entre teológico y psicológico, que sirve de trasfondo a la historia de un amor que llega tarde.
«Nunca sabré por qué, ni lo pretendo» (p.15). Así, sin explicación se quedaría para siempre el arrebato de aquel día de su cumpleaños en que decidió llamar a Rosa Cabarcas para que le ayudara «a honorar mi aniversario con una noche libertina» (p.15), muy a pesar de que llevaba «años de santa paz» con su cuerpo. Y la evocación religiosa aparece allí de nuevo, preciso cuando surge la pregunta por la razón de su locura: «el deseo de aquel día fue tan apremiante que me pareció un recado de Dios» (pp.15,16). Unas veces Dios, como en esta, y otras el diablo, como cuando se declaró víctima de «una atracción satánica» (p.38) que le hizo imposible resistir la hermosura de Ximena Ortiz y ante ella entregó «sus armas, con petición formal de mano, intercambio de anillos y anuncio de boda grande antes de Pentecostés» (p.38). En las paradojas de su ruta triste Dios y el diablo disputaban la batalla por su alma atormentada.
La teología cristiana, desde los primeros siglos, ensayó respuestas al complejo tema de la oposición entre la pluralidad del ser y su unidad. El apóstol Pablo lo expresó diciendo: «No entiendo lo que me pasa, pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco… De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero» (Ro 7:15,19). Pocos siglos después, Agustín de Hipona describió su batalla personal en sus Confesiones, e interpretó las palabras del apóstol como una oposición entre la ley y la gracia. En el siglo XVI, el reformador Martín Lutero retomó la interpretación agustiniana y la tradujo en su doctrina de similus justus et peccator: el ser humano es justo y pecador a la vez. El pecado divide el interior del ser y destruye la unidad entre el querer y el hacer. Esta fórmula, acompañada del fomes peccati (mala inclinación al mal) ha servido de base a la teología espiritual para acentuar el hecho de que los creyentes no minimizan nunca sus pecados, pues cuanta más fuerte conciencia tienen de su unión con Dios, tanto más sufren bajo su propia debilidad. Su unión con Dios es la medida con que miden sus pecados y por ello sólo dependen de la gracia.
El amante de Delgadina -así fue el nombre que le puso él- hizo lo que quiso. Se emborrachó de amor y enloquecido lo abandonó todo. Intentó empeñar las joyas heredadas de Florina de Dios, su madre. Le propuso a Rosa Cabarcas comprarle la casa clandestina. Acordó con ella remodelar el cuarto «con buenos servicios, aire acondicionado», y sus libros y su música. Salió a la calle radiante «y por primera vez me reconocí a mi mismo en el horizonte remoto de mi primer siglo». Y ya, seguro del amor de Delgadina, declaró estar viviendo, «por fin, la vida real, con mi corazón a salvo, y condenado a morir de buen amor en la agonía feliz de cualquier día después de mis cien años» (p.109).
Se «reconoció a sí mismo» cuando Rosa le aseguró el amor de Delgadina: «Ay mi sabio triste, está bien que estés viejo, pero no pendejo -dijo Rosa Cabarcas muerta de risa-. Esa pobre criatura está lela de amor por ti» (p.109). Y redimido por el amor soñó con la vida. El amor, en esta «sotereología garciamarquina» es el agente redentor que perturba el mundo y devuelve la calma al sabio triste. Sus tristezas resucitaron en alegrías al despuntar el alba de sus noventa y un años, en la víspera del 29 de agosto.
De la mano de la literatura viene, entonces, la invitación a retomar antiguos temas teológicos y pastorales, nunca resueltos del todo, que atañen a la vida diaria del ser humano. Del ser que vive, sueña, reza, siente y lucha, más allá de los noventa años y mucho antes de ellos. Temas como la escisión interna, la providencia divina, la muerte segura, la religiosidad espuria, la moral necesaria, el amor que salva… y el que condena. Temas distantes al formalismo de algunas teologías sistemáticas, pero muy cercanos a la vida. La teología pastoral y la teología espiritual tienen la palabra: para que surja la esperanza de la vida, para que ella no se acabe, ni quede como único refugio «la paz de los boleros».
«Cuando se me acabó la esperanza me refugié en la paz de los boleros. Fue como un bebedizo emponzoñado: cada palabra era ella» (p.80).SV
Artículo publicado por la Revista Signos de Vida #35, 2005. Consejo Latinoamericano de Iglesias, CLAI
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