En esto conocerán todos que sois mis discípulos (Juan 13, 35a BTX)
No, no nos proponemos con esta reflexión mencionar, ni mucho menos atacar o rebatir, a ningún movimiento religioso conocido que se haga llamar testigos de nada ni de nadie. Nuestro único deseo en este domingo es compartir con todos los lectores una inquietud que se nos ha planteado más de una vez a lo largo de nuestro ministerio y de nuestra vida cristiana.
Suele ser moneda corriente en medios evangélicos hablar del “testimonio”. Se supone que la vida de un cristiano es por definición una vida testimonial: estamos en el mundo para “dar testimonio”. Y cuántas veces no habremos oído (o dicho) cuando el comportamiento de algún miembro de iglesia nos ha parecido contrario a lo que entendemos que es una conducta correcta, aquello de “¡vaya mal testimonio!”. La pregunta va de por sí: ¿qué entendemos por “buen testimonio”? ¿De qué hemos de ser testigos?
Las palabras de Jesús contenidas en Juan 13 no dejan lugar a dudas. La segunda parte del versículo que encabeza nuestra reflexión es harto elocuente: si os tenéis amor unos a otros. Si os amáis unos a otros, como rezan otras versiones. Dicho de forma bien clara: Jesús entiende que la manera en que sus discípulos han de dar testimonio, es decir, sean conocidos como sus seguidores, es el amor mutuo. Curioso. Ni una palabra acerca de ortodoxia doctrinal, honorabilidad pública, honestidad o integridad moral reconocidas. Jesús no dice que nada de todo eso sea incorrecto, ¡cuidado! No forcemos los textos bíblicos. Lo que dice, y he aquí el gran problema, es que lo que realmente evidencia a un cristiano es el amor para con sus hermanos, aquellos que son sus condiscípulos.
¡Y tiene toda la razón, si lo pensamos bien! Porque rectitud doctrinal es algo que se exige en cualquier tipo de asociación humana que reconozca un ideario concreto, hasta en los partidos políticos. Honorabilidad pública, honestidad e integridad moral personales es lo mínimo a lo que cualquier ciudadano, sea creyente o no, debe aspirar. ¡Qué menos! Y Jesús no es un Señor de mínimos, sino de máximos.
Los Evangelios, y de forma muy especial el de Juan, nos tienen acostumbrados a ver cómo Jesús gustaba de lanzar desafíos imposibles, tanto a propios como a extraños. Recordemos ciertas sentencias suyas del estilo del sed perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto. O el litúrgico perdónanos nuestras deudas, así como nosotros (¿nosotros?) perdonamos a nuestros deudores. Por no mencionar el archiconocido el que esté libre de pecado, tire la piedra el primero, que aunque no aparezca en los mejores manuscritos griegos, tiene cierto peso en la tradición cristiana.
Jesús no pretendió deslumbrar a sus seguidores con falsas esperanzas de perfeccionamiento por medio de un camino ascético o una praxis de autocontrol mental, pongamos por caso. Jamás fue diciendo que sus discípulos fueran los mejores y que nadie los superaría en conocimiento o en virtud. Simplemente los desafió. Nos desafía también a todos aquellos que hoy nos llamamos cristianos a ser conscientes de nuestra realidad, a no engañarnos a nosotros mismos jugando a “supercreyentes” ni a “superespirituales”. Nos desafía a no pretender ser mejores que los demás, porque incluso entre quienes no creen se encuentran muchísimos que nos dan lecciones de ortodoxia y ortopraxis, de honestidad, honorabilidad e integridad.
No puedo en conciencia considerarme un buen cristiano, ni un ejemplo para otros. No puedo pretender señalar a nadie como “mal testimonio”, ni mucho menos considerarme a mí mismo un testigo auténtico de Cristo mientras no sea capaz de amar realmente a mi hermano, a mi condiscípulo, de la misma forma en que Jesús me ama a mí.