Cuando uno reflexiona sobre la historia de amor entre Lázaro y Jesús le vienen de inmediato multitud de preguntas que quedan sin respuesta, sin embargo hay una que el mismo evangelio pone en boca de Marta y María: ¿Por qué Jesús no llegó antes? ¿Por qué dejó morir a Lázaro? Es cierto que el Jesús omnisciente que nos presenta el evangelista tiene justificación para todo, pero para “mostrar la gloria de Dios” o “para que crean que tú me has enviado”, no son respuestas aceptables para quienes se identifican con el amante abandonado en su lecho de muerte.
Sí así lo fuera, la relación de amor entre Jesús y Lázaro sería una de esas relaciones destructivas en las que un miembro de la pareja utiliza al otro en beneficio propio, o como en este caso, para “el beneficio de Dios”. La experiencia nos muestra como detrás de semejantes afirmaciones siempre se esconden intereses que no tienen la valentía de competir de tú a tú con el resto de intereses tan legítimos como distintos. En definitiva, utilización del nombre de Dios para legitimar opiniones, sexualidades, puntos de vista y cosmovisiones que favorecen a los poderosos poseedores del Dios verdadero.
De lo expuesto en el evangelio podríamos deducir que Jesús descuidó a su amado Lázaro por llevar a cabo la labor que Dios le había encomendado. Y no lo hizo inconscientemente, puesto que Marta y María consiguieron hacerle llegar antes el estado crítico en el que su hermano Lázaro se encontraba. El Jesús joánico parece tener que escoger entre el amor o la voluntad divina. Algo que por muy escandaloso que parezca es de lo más común en muchas experiencias de fe. Disfrutar de los momentos de cariño, complicidad y placer con la persona a la que se ama, o comportarse como un hijo de Dios. Que tristeza seguir a un Dios que te pide dejar el amor bien lejos. Que incongruencia predicar después que dicho Dios es amor. Pero cuantos dioses amor por definición nos envuelven, y que pocas veces dejamos que nuestras experiencias reales de amor nos revelen algo de la esencia divina.
No es difícil imaginar a Lázaro esperando en su lecho, convencido de que Jesús aparecería en cualquier momento. Repitiendo una y otra vez: “¡La voz de mi amado! He aquí el viene saltando sobre los montes, brincando sobre los collados(1)”. Su fe inquebrantable le permitiría soñar con la llegada de su gran amor: “Mi amado metió su mano por la ventanilla, y mi corazón se conmovió dentro de mí. Yo me levanté para abrir a mi amado, y mis manos gotearon mirra, y mis dedos mirra, que corría sobre la manecilla del cerrojo(2)”. Sin embargo la dura realidad se imponía: “Abrí yo a mi amado; Pero mi amado se había ido, había ya pasado; Y tras su hablar salió mi alma. Lo busqué, y no lo hallé; lo llamé, y no me respondió(3)”. Con esa dolorosa sensación de abandono, Lázaro se enfrenaría a su muerte. Tras ella, el cuerpo de Lázaro abandonó el lecho que albergó tanto amor, para adentrarse en la oscuridad del sepulcro.
Las personas abandonadas, silenciadas, borradas, y deconstruidas por las “necesidades” de un Dios que debe hacer patente su poder y su gloria en el mundo son legión. Todas ellas introducidas en un sepulcro como Lázaro para no hacer peligrar los sistemas que su sola existencia amenaza. Allí están muertas, abandonadas por Dios. Su cuerpo inerte y silencioso se descompone poco a poco, dirigiéndose irremediablemente hacia el olvido definitivo. Pero, como dice Simone Weil, el final definitivo sólo tiene lugar cuando el amor desaparece por completo. “Es preciso que el alma continúe amando en el vacío, o que, al menos, desee amar, aunque sea con una parte infinitesimal de sí misma. Entonces Dios vendrá un día a mostrársele y a revelarle la belleza del mundo(4)”.
Parece que incluso en la muerte, Lázaro continúo amando a Jesús, y que Jesús entendió por fin que el Dios al que revelaba le pedía que fuera al encuentro de su amado. Jesús no estaba allí, ante el sepulcro, por amor a Dios, sino por el amor que Dios había puesto entre Lázaro y él. Delante del sepulcro lloró, probablemente por ver el dolor que producía la muerte a su alrededor y en él mismo, pero quizás también por no haber compartido desde el principio el sufrimiento de su amado.
Con voz potente y con una fe capaz de mover montañas, llamó Jesús a Lázaro para que volviese a la vida: “Ven, oh amado mío, salgamos al campo(5)”. El cuerpo de Lázaro comenzó a sentir que había en él vida: “”Sus manos, como anillos de oro engastados de jacintos; Su cuerpo, como claro marfil cubierto de zafiros. Sus piernas, como columnas de mármol…Su paladar, dulcísimo, y todo él codiciable(6)”. Así era el amado de Jesús, así era su amigo. Y allí se hizo presente el milagro, allí Lázaro volvió a la vida. Fuera del sepulcro se alegraron y gozaron juntos, porque “fuerte es como la muerte el amor(7)”.
Tanto si estamos dentro del sepulcro, como si nos atrevemos a situarnos frente a él, sólo nos salva el amor. No hay religión, fe, filosofía o ideología que sea verdadera si no respeta el amor. Sólo el amor, aunque sea tarde, nos llevará frente al sepulcro de los desheredados, y sólo el amor, aunque sea tras un gran sufrimiento, nos permitirá salir de él. Es nuestra única salvación, no hay otra. Ni justicia, ni seguridad, ni riquezas; sólo el amor. Esa es la esencia de la fe cristiana, y posiblemente la de muchas otras experiencias religiosas. Sencillamente porque nuestro salvador se nos ha revelado de esa forma, como amor. Afirmar “Sólo Cristo salva” es lo mismo que decir “Sólo salva el amor”.
Carlos Osma
Notas:
(1) Cnt 2,8.
(2) Ibíd. 5,4-5.
(3) Ibíd. 5,6.
(4) Weil, S. “A la espera de Dios”. (Editorial Trotta. Madrid, 1993), p.77.
(5) Cnt 7,11.
(6) Ibíd. 5,14-16.
(7) Ibíd. 8,6.
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