Para que todos sean uno como Tú, Padre, en mí, y Yo en ti (Juan 17, 21a BTX)
Por extraño que pudiera parecer, hay demasiados creyentes que miran con malos ojos la llamada “Semana de oración por la unidad de los cristianos”, que precisamente hemos vivido estos últimos días. Me refiero, naturalmente, a creyentes evangélicos, que son los que mejor conozco y entre los que me muevo. Preguntando directamente a algunos de distintas denominaciones o confesiones por qué tienen tan mal concepto de un evento de estas características, las respuestas son de lo más sorprendente: “Porque no somos católicos”, espeta uno poniendo la peor cara de que es capaz. “Porque el ecumenismo es una trampa diabólica”, lanza otro a quien le brillan los ojos como si hubiera visto a Satanás en persona al decir estas palabras. “Porque Dios no quiere que nos unamos con impíos”, remacha un tercero con un golpe de puño sobre una mesa invisible. Et ainsi de suite.
No vamos a perder el tiempo ni cansar al amable lector con refutaciones a cada uno de estos asertos, por supuesto, pero sí hemos de confesar que tomas de postura tan sumamente radicales nos crean una impresión bien negativa, y no precisamente de la semana de oración ni del ecumenismo en sí.
Jesús no concibió nunca una Iglesia —su propio cuerpo, según 1 Corintios 12, 27— fragmentada, dividida en denominaciones, gorpúsculos o sectas en perpetua guerra interna. Tampoco llegó a concebir, desde luego, una Iglesia-macroorganización administrativa o una Iglesia-estado que aplastara y persiguiera a quien se le pusiese por delante, que de todo hay, ha habido y habrá mientras el mundo sea mundo. La idea original de Jesús, según se desprende de sus palabras en Juan 17 y en otros muchos textos de los Evangelios, es más bien una Iglesia-organismo vivo, activo, que testifica ante el mundo, que proclama el Reino de Dios, un Reino de paz y de justicia que es una realidad en la comunión de sus miembros, y sobre todo una Iglesia que ora en la unidad del Espíritu por encima de institucionalismos, estatalismos, partidismos y todos los “ismos” que nos pudieran venir a la mente.
Las semanas de oración por la unidad de los cristianos no sirven para arreglar el mundo, no seamos ilusos. No traen la paz a la tierra ni solucionan crisis de tipo económico, político o social. No desbancan a los dictadores ni provocan un reparto equitativo de la riqueza de las naciones. Por otro lado, no hacen que los dirigentes de las grandes organizaciones religiosas depongan su actitud de autoridad (cuando la tienen) o dimitan de sus altos cargos en aras de un espíritu apostólico de servicio, ni tampoco logran que los de las pequeñas cambien su forma de entender la realidad. No diluyen características denominacionales ni eliminan de un plumazo las distintas tradiciones —muchas veces más culturales y nacionales (a veces incluso regionales y hasta locales) que teológicas o doctrinales, propiamente hablando—. Ni siquiera convencen a los otros cristianos de lo equivocados que están en sus planteamientos y formas de comprender las Escrituras si los comparo conmigo, que me creo en posesión de la verdad absoluta.
No, no hacen nada de todo esto.
¿Qué finalidad tienen, entonces? Una muy sencilla: invitarnos a orar juntos, a pedir a Dios, al que todos llamamos Padre, que derrame un espíritu de amor sobre todos nosotros por encima de nuestras diferencias, y que nos haga comprender (a los agraciados con la verdad, es decir, siempre yo, y a los otros pobres que no alcanzan a comprenderla, es decir, todos los demás) que, aunque la historia nos ha hecho muy distintos, Cristo nos hace hermanos, y que aquello que nos une —ÉL y solo ÉL— es mucho más grande que lo que nos divide. En una palabra: a asumir que, con todas nuestras peculiaridades distintivas, y muy a pesar de ellas, podemos ser instrumentos de Dios en este mundo para que los que no conocen a Jesús el Mesías lo conozcan, y para que los que no tienen esperanza alguna la puedan tener.
Así oró Jesús en Juan 17. Y así oramos los creyentes en esta semana que ya ha concluido, y así esperamos orar en la del año que viene, y a lo largo de todas las semanas que nos quedan por delante hasta ese evento.
Merece la pena.