1. Raíces bíblicas
Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa. Éxodo 19.6a
Éxodo: un pueblo de sacerdotes
La idea y eventual práctica de un sacerdocio amplio, universal, entre todos los creyentes en el Dios de Jesús de Nazaret no surgió con Lutero ni en la época de la Reforma protestante, pues lo que ésta hizo fue rescatar la propuesta divina de crearse para sí un pueblo entero compuesto de sacerdotes, es decir, de personas maduras y responsables de su relación con el pacto establecido por Dios con ellos/as. Así aparece con toda claridad en el pasaje de Éxodo 19, cuando, luego de tres meses de peregrinaje, el contingente del pueblo hebreo que había salido de Egipto guiado por Moisés arribó al desierto del Sinaí. Luego de que él “subió” ante Yahvé (v. 3a) y de que éste le recordara lo sucedido hasta ese momento, la última parte de lo expuesto a Moisés consiste precisamente en la afirmación de la elección divina, la celebración del pacto con el pueblo (v. 5) y la voluntad de que los hebreos sean “un reino de sacerdotes y de gente santa” (6a). Se trataba de un momento muy solemne pues inmediatamente después de que Moisés refirió esta situación al pueblo y de que éste aceptó las nuevas indicaciones, el texto narra que Yahvé anunció que se presentaría en “una nube espesa” a fin de que el pueblo escuchase el diálogo (v. 9). Lo que continúa son las instrucciones para la “consagración” del pueblo, el acto mismo y la presentación de los Diez Mandamientos.
Este relato contrasta bastante con la institución del oficio sacerdotal en Israel, el cual, como explica Roland de Vaux, era una “función” y no una “vocación”, ni mucho menos un “carisma”, puesto que no son llamados ni elegidos como los profetas o los reyes. La época patriarcal ni siquiera conoció ese oficio y los patriarcas mismos, como cabezas de familia, eran quienes realizaban el sacrificio (Gn 22; 31.54; 46.1): “El sacerdocio no aparece sino en un estadio más avanzado de organización social, cuando la comunidad especializa a algunos de sus miembros para la custodia de los santuarios y el cumplimiento de ritos que poco a poco se van complicando”.[1] “El sacerdote heredó las prerrogativas religiosas del cabeza de familia de la época patriarcal”.[2] Por ello, esta visión renovadora del sacerdocio se complementa con el sueño o la utopía de Moisés de que todo el pueblo fuese profeta (Nm 11.29). Este ideal de un pueblo comprometido con la espiritualidad y la palabra divina lamentablemente nunca se cumplió.
Pablo y Hebreos: mediación y sacerdocio únicos de Jesús
Partiendo de la base de que los escritos del apóstol Pablo y la carta a los Hebreos tienen una visión del “sacerdocio de Jesús” completamente opuesta, pues mientras que él jamás aceptó esta idea y se refirió a Jesús como “único mediador (mesítes) entre Dios y los hombres” (I Tim 2.5), el argumento general de dicha epístola gira completamente alrededor de ese sacerdocio partiendo de la práctica del sacrificio vicario y de la sustitución acontecida en la cruz: “Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote (eleémon génetai kai pistós arjiereus) en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo” (2.17). Esta oposición teológica y doctrinal, lejos de causar alguna contradicción irresoluble y además de mostrar la pluralidad teológica del Nuevo Testamento manifiesta, por otro lado, una gran coincidencia, en continuidad con lo anunciado por el Éxodo, en el sentido de que la responsabilidad que tiene cada creyente en Jesucristo sobre su fe y espiritualidad procede de esa mediación realizada por el redentor, puesto que si él asumió en su persona todo el peso de la ley y el pecado, al momento de conseguir la salvación.
Peter Toon advierte que esta doctrina “ha sido frecuentemente explicada de manera popular como el derecho de cada creyente individual a actuar de una manera sacerdotal —orar a Dios por sí mismo y por otros y enseñar los caminos divinos a otros. Como tal, se ha asociado a la justificación por la fe —siendo puesto “en paz con Dios”— por lo que cada quien puede actuar como sacerdote”.[3] Sugiere que un mejor abordaje consiste “en ligar el concepto de sacerdocio con el pacto, tal como sucede en el AT (Éx 19.5-6) y ver esta doctrina como un realce del privilegio corporativo y al responsabilidad del pueblo creyente de Dios del nuevo pacto. Así, cada congregación de creyentes fieles puede actuar como sacerdocio, siendo un microcosmos de la totalidad de la iglesia”.[4] De este modo, se salvaguarda la percepción individual y comunitaria del sacerdocio al mismo tiempo que se afirma la realidad del llamamiento para practicar dones y funciones específicas.
Pedro y Apocalipsis: la plenitud del “sacerdocio universal”
El apóstol Pedro, como bien recordará Calvino, más allá de cualquier interpretación sobre la superioridad de su labor apostólica, es quien afirma con todas sus letras la realidad del “sacerdocio real”, dedicado a Dios, partiendo de la metáfora de Jesús como “piedra viva, escogida y preciosa” (I P 2.4), para que luego cada creyente sea, él o ella mismo/a, “piedra viva” también (v. 6), “casa espiritual” y “sacerdocio santo (jieráteuma agion) para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (v. 5b). De ahí parte su afirmación posterior que, como parte de una enumeración, incluye la calidad del linaje, la santidad de la nación como el conjunto adquirido por Dios en Cristo para salvación (v. 9). El “sacerdocio real” no es una categoría ontológica sino un oficio espiritual instalado por la obra de Cristo en la vida de cada creyente. No surge para instalar nuevas formas de superioridad religiosa sino para actualizar el proyecto divino de tener un “pueblo de sacerdotes” que lo represente en el mundo.
Ésa es la orientación también del Apocalipsis, en donde el pueblo perseguido de Dios tiene una dignidad espiritual que los equipara con “reyes y sacerdotes” (1.6; 5.10) para manifestar las grandezas de la obra divina en el mundo. Estos hombres y mujeres llevan esa dignidad por todas partes como testimonio de la aplicación del trabajo redentor de Jesucristo y el simbolismo de su nuevo estado manifiesta una superación total de los esquemas religiosos antiguos, pues cada creyente tiene una responsabilidad enorme en la transmisión del testimonio de la obra salvadora de Dios en Cristo, lo mismo que hoy y siempre cada creyente ha recibido como encargo. De ahí que el sacerdocio de todos los y las creyentes sea un ministerio no sólo en potencia sino en acto permanente.
2. El sacerdocio universal según Lutero
Sólo hay un Dios, y sólo hay uno que puede ponernos en paz con Dios: Jesucristo, el hombre.
Timoteo 2.5
Base bíblica de los documentos de 1520
El movimiento de transformación y reconstrucción eclesiástica y social iniciado por Martín Lutero en Alemania colocó en el horizonte de los cambios necesarios la recuperación de una de las más antiguas enseñanzas bíblicas: el sacerdocio amplio, universal, de cada creyente, es decir, su responsabilidad delante de Dios para definir el rumbo de su salvación y a partir de la realización, únicamente por la gracia divina recibida por la fe, de la justificación, el acto supremo mediante el cual el único sacerdote , Jesucristo, consigue la declaración de inocencia por parte de Dios. Este proceso divino-humano lo enseña, evidentemente, el Nuevo Testamento en diversos lugares, pero desde la antigüedad se atisbó la posibilidad de que las personas, individual y colectivamente, asumieran una responsabilidad, delante del Dios de la alianza, que fuera más allá de las acciones de intermediación llevadas a cabo por algún linaje sacerdotal. Se entendería, así, que el mismo surgimiento de éste tendría sólo un carácter provisional, pero lamentablemente la mentalidad sacerdotal y el temor del pueblo a tratar directamente con lo sagrado ocasionó que se cayera en la dependencia de la labor religiosa de un clero que de manera normal se institucionalizó, alejando a los creyentes de su responsabilidad.
En los tiempos de Lutero, la situación era muy similar, pues como afirma Humberto Martínez: “La gente necesitaba una religión clara, razonablemente humana y dulcemente fraternal que le sirviera de luz y apoyo, sobre todo a la naciente burguesía comercial, a la población de la nueva civilización urbana que afirmaba un cierto sentimiento nacional, laico e individualista. La Iglesia no ofrecía a los hombres de la época este tipo de religión. A los pobres, superstición y magia; a los estudiosos, doctrina de teólogos decadentes. Superstición en los de abajo; aridez espiritual en los de arriba: escolástica descarnada y lógica formal”.[5] En suma, la Iglesia, en su vertiente institucional, había asumido toda la responsabilidad que las Escrituras asignaban a las personas y les imponía a éstas una carga religiosa, psicológica y económica que sustituyó perniciosamente el compromiso de velar por su fe, su salvación y la marcha de la Iglesia. Por ello, Lutero después de redescubrir la realidad de la justificación, dio el paso hacia adelante:
La idea del sacerdocio universal de todos los creyentes se puede deducir, de alguna manera, del principio de la justificación por la sola fe. Si la fe es un don que Dios otorga a cada uno y a quien él quiere, no se necesitan los intermediarios. El cristiano es el único que puede tener la certeza de su propia fe y ninguna persona especial, el sacerdote, puede ratificarla. Ahora bien, como todos pueden, en principio, recibir la gracia de Dios y tener su propia certeza, todos somos, desde este punto de vista, iguales ante Dios. A todos nos corresponde seguir sus instrucciones, las que nos dejó en sus Escrituras, la expresión material de su Palabra. A todos por igual está abierto el libro sagrado que es, en su enseñanza básica, claro y no requiere de interpretaciones exteriores a él. En él se nos dice que todos tendrán un mismo bautismo, un Evangelio, y una fe, pues sólo éstos hacen a los hombres cristianos.[6]
En dos de sus importantes documentos de 1520, A la nobleza cristiana de la nación alemana acerca del mejoramiento del Estado cristiano y La cautividad babilónica de la Iglesia, Lutero aborda el asunto del sacerdocio de todos los creyentes. En el primero afirma tajantemente que no hay diferencia entre cristianos: “a no ser a causa de su oficio”, de tal manera que no hay una clase especial llamada “sacerdotal”, como han inventado los romanos, y otra “secular”.
De ello resulta que los laicos, los sacerdotes, los príncipes, los obispos y, como dicen, los “eclesiásticos” y los “seculares” en el fondo sólo se distinguen por la función u obra y no por el estado, puesto que todos son de estado eclesiástico, verdaderos sacerdotes, obispos y papas, pero no todos hacen la misma obra, como tampoco los sacerdotes y monjes no tienen todos el mismo oficio. Y esto lo dicen San Pablo y Pedro, como manifesté anteriormente, que todos somos un cuerpo cuya cabeza es Jesucristo, y cada uno es miembro del otro. Cristo no tiene dos cuerpos ni dos clases de cuerpos, el uno eclesiástico y el otro secular. Es una sola cabeza, y ésta tiene un solo cuerpo.
Del mismo modo, los que ahora se llaman eclesiásticos o sacerdotes, obispos o papas, no se distinguen de los demás cristianos más amplia y dignamente que por el hecho de que deben administrar la palabra de Dios y los sacramentos. Esta es su obra y función. […] No obstante, todos son igualmente sacerdotes y obispos ordenados, y cada cual con su función u obra útil y servicial al otro, de modo que de varias obras , todas están dirigidas hacía una comunidad para favorecer al cuerpo y al alma, lo mismo que los miembros del cuerpo todos sirven el uno al otro.[7]
Para él, todos los cristianos pertenecen a la clase sacerdotal y para apoyar esta afirmación recurrió a los apóstoles Pablo (I Co 12.12, “Todos juntos somos un cuerpo, del cual cada miembro tiene su propia obra, con la que sirve a los demás”) y Pedro (I P 2.9, “Sois un sacerdocio real…”). “Tomada literalmente esta tesis y acompañada de la certeza individual del creyente sobre su fe, se desprende la inoperancia de toda jerarquía eclesiástica, de la Iglesia …pero Lutero, quien institucionalizará su doctrina en forma de Iglesia, llega a aceptar que el magisterio es necesario entre los creyentes y la misma comunidad deberá nombrar a los más aptos de entre ellos. Pero es solamente el oficio, el cargo y la obra lo que los distinguiría, no una ‘condición especial’”.[8]
En el segundo, Lutero subraya, en abierta polémica con la doctrina católica del orden:
¿Hay algún padre antiguo que sostenga que los sacerdotes fueron ordenados en virtud de las palabras citadas? ¿De dónde proviene entonces esa interpretación novedosa? Muy sencillo: con este artificio se ha intentado plantar un seminario de implacable discordia, con el fin de que entre sacerdotes y laicos mediara una distinción más abisal que la existente entre el cielo y la tierra, a costa de injuriar de forma increíble la gracia bautismal y para confusión de la comunión evangélica. De ahí arranca la detestable tiranía con que los clérigos oprimen a los laicos. Apoyados en la unción corporal, en sus manos consagradas, en la tonsura y en su especial vestir, no sólo se consideran superiores a los laicos cristianos —que están ungidos por el Espíritu Santo—, sino que tratan poco menos que como perros a quienes juntamente con ellos integran la iglesia. De aquí sacan su audacia para mandar, exigir, amenazar, oprimir en todo lo que se les ocurra. En suma: que el sacramento del orden fue —y es— la máquina más hermosa para justificar todas las monstruosidades que se hicieron hasta ahora y se siguen perpetrando en la iglesia. Ahí está el origen de que haya perecido la fraternidad cristiana, de que los pastores se hayan convertido en lobos, los siervos en tiranos y los eclesiásticos en los más mundanos.
Si se les pudiese obligar a reconocer que todos los bautizados somos sacerdotes en igual grado que ellos, como en realidad lo somos, y que su ministerio les ha sido encomendado sólo por consentimiento nuestro, in-mediatamente se darían cuenta de que no gozan de ningún dominio jurídico sobre nosotros, a no ser el que espontáneamente les queramos otorgar. Este es el sentido de lo que se dice en la primera carta de Pedro (2.9): “Sois una estirpe elegida, sacerdocio real, reino sacerdotal”. Por consiguiente, todos los que somos cristianos somos también sacerdotes. Los que se llaman sacerdotes son servidores elegidos de entre nosotros para que en todo actúen en nombre nuestro. El sacerdocio, además, no es más que un ministerio, como se dice en la segunda carta a los Corintios (4.1): “Que los hombres nos vean como ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios”.[9]
Los ministerios y el sacerdocio universal
“En consecuencia, ten la seguridad, y que así lo reconozca cualquiera que considere que es cristiano, que todos somos igualmente sacerdotes, es decir, que tenemos la misma potestad en la Palabra y en cualquier sacramento”, escribió Lutero,[10] afirmando así el sacerdocio universal de los creyentes. Siguiendo a Baubérot y Willaime, podemos afirmar que
el sacerdocio universal es una afirmación central de la reforma tanto luterana, como calviniana, y que esta concepción hace sacerdotes a todos por el bautismo es una aportación revolucionaria: se trastornó la economía del poder en los grupos religiosos y entregar derechos importantes a los laicos, pues la distinción misma clero-laicos es puesta en duda. No solamente el protestantismo rechazó el magisterio romano sino que rechazó también dejar la Iglesia en manos de unos clérigos que tienen el poder exclusivo de decidir…[11]
Se introdujo, así, potencialmente, la democracia a la iglesia, pues todo creyente bautizado tiene el mismo poder religioso que los demás. Mediante la eliminación de todo el poder religioso asignado a las autoridades eclesiásticas, y luego a los pastores, “la Reforma abrió el espacio eclesial a una discusión permanente sobre la fe cristiana e hizo virtualmente de todo lector de la Biblia un teólogo con la misma legitimidad que otro”.[12] De ahí que se ha llegado a decir que el protestantismo dio lugar a una “religión de laicos” (E. Troeltsch). O como explica Norberto Bertón: “Para Lutero la presencia ‘sacerdotal’ de todos los creyentes —una presencia activa y operativa— contribuye a la dedicación del mundo entero a su Señor, en un servicio al plan evangélico de salvación. […] El sacerdocio universal de los creyentes establece un puente para la dedicación del mundo que converja en un servicio cósmico efectivo. […] Todos son sacerdotes; una verdadera revolución eclesiológica. Una sacerdotalización de la totalidad; hizo laicos a los curas, ya los laicos curas interiores”.[13]
Pero también el protestantismo se clericalizó progresivamente y el sueño del sacerdocio universal tomó el rumbo que combatió originalmente:
Sin embargo, una cosa es lo que expresa la doctrina y otra lo que se experimenta en la vida real. En verdad, el clericalismo no murió: sobrevivió sobre otras bases. Se abrió una nueva fuente de servicios a la religiosidad, la de los dispensadores de la doctrina correcta, la de los que manejaban el arte de predicar la Biblia y alentar la fe. El conocimiento de la Biblia requería de dedicación, de estudios en seminarios y universidades. Surge así con fuerza el profesionalismo religioso. El ministro protestante recupera mucho de la aureola de santidad del antiguo sacerdote, su autoridad se establece en las nuevas estructuras de las iglesias, que son controladas por los nuevos clérigos, y el sacerdocio universal de los creyentes se convierte en otra página mojada del ideario protestante.
Por supuesto que no hay nada en contra del profesionalismo. En definitiva, todos los adelantos en los campos de la cultura y el saber se han debido a la consagración, en áreas específicas, de personas con vocación. La Iglesia ha necesitado de profesionales, de músicos, de teólogos, maestros y predicadores, y gracias a Dios por estos. El problema radica en el ejercicio del poder en la iglesia, cuando por conocer un poco más de teología o tener más habilidad para hablar en público, ejercemos estos dones, no para servir, sino para erigirnos en autoridad controladora de los demás. Así surgen las iglesias pastor-céntricas.[14]
Ésa es la razón de seguir reflexionando sobre el tema y buscar las alternativas eclesiológicas prácticas que retomen y apliquen el ideal bíblico y reformador.
3. Fe reformada y sacerdocio universal
Por lo tanto, hermanos santos, que tienen parte del llamamiento celestial, consideren a Cristo Jesús, el apóstol (apóstolon) y sumo sacerdote (arjieréa) de la fe que profesamos.
Hebreos 3.1, Reina-Valera Contemporánea
Jesucristo, único sumo sacerdote
La carta a los Hebreos es una especie de carta magna y suma teológica, a la vez, acerca del sacerdocio único de Jesucristo a favor de la humanidad. Visto así, sus grandes y solemnes afirmaciones sobre el papel mediador de Jesucristo para encarnar de forma absoluta el sacerdocio antiguo, superarlo de una vez por todas y establecer una nueva forma de relación con Dios sólo a través de él, constituyen un auténtico tratado sobre el sacerdocio universal aplicado a los integrantes de la iglesia. Revisemos sólo algunas de ellas: “Por lo tanto, hermanos santos, que tienen parte del llamamiento celestial, consideren a Cristo Jesús, el apóstol y sumo sacerdote de la fe que profesamos” (3.1); “Por lo tanto, y ya que en Jesús, el Hijo de Dios, tenemos un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, retengamos nuestra profesión de fe.” (4.14); “Tampoco Cristo se glorificó a sí mismo haciéndose sumo sacerdote, sino que ese honor se lo dio el que le dijo: ¿Tú eres mi Hijo,/ yo te he engendrado hoy’…” (5.5); “Ahora bien, el punto principal de lo que venimos diciendo es que el sumo sacerdote que tenemos es tal que se sentó a la derecha del trono de la Majestad en los cielos.” (8.1); y “…porque Cristo no entró en el santuario hecho por los hombres, el cual era un mero reflejo del verdadero, sino que entró en el cielo mismo para presentarse ahora ante Dios en favor de nosotros.” (9.24).
Cuando esta epístola afirma de manera tajante: “Porque al cambiar el sacerdocio, también se tiene que cambiar la ley” (7.12), estamos delante de una transformación revolucionaria que afectaría radicalmente el equilibrio de fuerzas dentro del esquema salvífico y de representación religiosa, pues el cambio en el sacerdocio implicaba una nueva manera de relacionarse con el Dios del pacto antiguo. Esto quiere decir que no solamente nacía una “nueva religión” sino que, además, se abrogaba cualquier privilegio que los seres humanos dedicados a la práctica profesional de la religiosidad pudieran tener como representantes de la divinidad en este mundo. El aspecto ético y espiritual de esta situación fue planteado por Juan Calvino en su crítica al sacerdocio católico-romano:
¿Cómo podrían ostentar y ejercer el título y derecho del sacerdocio, siendo objeto de abominación ante los ojos de Dios por sus pecados, si no quedaran consagrados en su oficio por la santidad de su Cabeza? Por ello san Pedro, admirablemente acomoda las palabras de Moisés, enseñando que la plenitud de la gracia, que los judíos solamente hablan gustado en el tiempo de la Ley, ha sido manifestada en Cristo: “Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio” (1 P 2.9). Pues la acomodación de las palabras de Moisés tiende a demostrar que mucho más alcanzaron por el Evangelio aquellos a los que Cristo se manifestó, que sus padres; porque todos ellos están adornados y enriquecidos con el honor sacerdotal y real, para que, confiando en su Mediador, se atrevan libremente a presentarse ante el acatamiento de Dios. (Institución de la religión cristiana, II, vii, 1)
En su comentario a Hebreos el reformador subraya continuamente la percepción de que la superioridad del sacerdocio único de Cristo funda nuevas relaciones con Dios como salvador y relativiza por completo todo lo sucedido anteriormente en el sentido de que la práctica religiosa sacerdotal judía (y de todo otro tipo) ha quedado obsoleta ante la supremacía de la mediación de Jesucristo, por lo que cualquier supuesta acción vicaria queda sometida al escrutinio divino y al juicio derivado de los logros redentores del enviado por el propio Dios. En la Institución agrega:
Por eso Cristo, para cumplir con este cometido, se adelantó a ofrecer su sacrificio. Porque bajo la Ley no era lícito al sacerdote entrar en el Santuario sin el presente de la sangre; para que comprendiesen los fieles que, aunque el sacerdote fue designado como intercesor para alcanzar el perdón, sin embargo Dios no podía ser aplacado sin ofrecer la expiación por los pecados. De esto trata por extenso el Apóstol en la carta a los Hebreos desde el capítulo séptimo hasta casi el final del décimo. En resumen afirma, que la dignidad sacerdotal compete a Cristo en cuanto por el sacrificio de su muerte suprimió cuanto nos hacía culpables a los ojos de Dios, y satisfizo por el pecado. (IRC, II, xv, 6)
Así, lo que se deriva de todo esto es que cada creyente será responsable de acudir a ese único sumo sacerdote para acercarse a Dios en busca de la salvación y, con ello, de recibir también un encargo, misión o llamado al servicio.
Fe reformada y nueva praxis del sacerdocio universal
Cuando la Reforma Protestante comenzó su segunda etapa, justamente la que proyectaría su impacto en la civilización religiosa y en estructura socio-política del siglo XVI, el ímpetu con que la tradición reformada iniciada en Suiza por Ulrico Zwinglio y desarrollada después por Calvino y otros teólogos y dirigentes logró consolidar sus bases bíblicas y teológicas. Una de ellas, precisamente la afirmación y práctica del sacerdocio universal de todos los creyentes adquirió particular importancia. De ahí que puede decirse que esta doctrina es una afirmación central de la Reforma, tanto luterana como calvinista (Baubérot y Willaime) y que su práctica, a pesar de la posterior clericalización de las iglesias protestantes, fue un redescubrimiento fundamental que influiría en el surgimiento de los impulsos democráticos dentro y fuera de las iglesias reformadas.
El profesor católico húngaro-francés Alexandre (Sándor) Ganoczy, uno de los mayores especialistas en el pensamiento de Calvino, destaca que éste aborda el tema del sacerdocio universal como parte de su redefinición del sacerdocio en la Nueva Alianza, junto al rechazo total de la institución papal y el establecimiento del ministerio evangélico.[15] Calvino trabajó ese asunto desde la primera edición de la Institución de la Religión Cristiana (1536), donde critica el doble abuso del clero romano, “que se aplican exclusivamente el nombre ‘clérigos’ (clerus) y se aprovechan para asegurar la dominación de los fieles”.[16] Prosiguió afirmando que el sacerdocio no es una casta separada y que el testimonio bíblico del propio apóstol Pedro (en I P 5), quien no se atribuyó ninguna prerrogativa, subraya la atribución sacerdotal de todo el pueblo de Dios. Este apóstol se dirigió a toda la iglesia para hacer partícipes a todos del sacerdocio del Señor. Calvino afirma que en Cristo “todos somos sacerdotes para ofrecer alabanzas y acciones de gracias, en suma, para ofrecernos a Dios y asimismo todo lo que es nuestro”.[17] Este pasaje, explica Ganoczy, fue suprimido en la edición de 1543 y no apareció después, quizá debido a que Calvino evolucionó hacia la necesidad de promover un encargo ministerial en la iglesia que pudiera contrarrestar las ideas y prácticas anabaptistas.
Finalmente, la lectura y aplicación de los diversos pasajes bíblicos lleva a Calvino a concluir en su obra mayor que el sacerdocio de todos los fieles es la realidad comunitaria deseada por Dios para dar forma a una iglesia más consecuente con sus designios igualitarios y superar definitivamente el “corporativismo”, aunque sin sentar las bases de un individualismo egoísta o aislacionista:
El sacerdocio pertenece a todo cristiano
[…] Aunque el pueblo de Dios estaba bajo la doctrina infantil de la Ley, sin embargo los profetas declaraban con suficiente claridad que los sacrificios externos encerraban en si una sustancia y verdad que perdura actualmente en la Iglesia cristiana. Por esto David pedía que subiese su oración delante del Señor como incienso (Sal 144.2). Y Oseas llama a la acción de gracias “ofrenda de nuestros labios” (Os 14.2); como David en otro lugar los llama “sacrificios de justicia” (Sal 51.19); ya su imitación, el Apóstol manda ofrecer a Dios sacrificios de alabanza; lo cual Él interpreta como “fruto de labios que confiesan su nombre” (Heb 13.15).
No es posible que este sacrificio no se halle en la Cena de nuestro Señor, en la cual, cuando anunciamos y recordamos la muerte del Señor, y le damos gracias, no hacemos otra cosa sino ofrecer sacrificios de alabanza. A causa de este oficio de sacrificar, todos los cristianos somos llamados “real sacerdocio” (1 Pe. 2.9); porque por Jesucristo ofrecemos sacrificios de alabanza a Dios; es decir, el fruto de los labios que honran su nombre, como lo acabamos de oír por boca del Apóstol. Porque nosotros no podríamos presentarnos con nuestros dones y presentes delante de Dios sin intercesor. Este intercesor es Jesucristo, quien intercede por nosotros, por el cual nos ofrecemos a nosotros y todo cuanto es nuestro al Padre. Él es nuestro Pontífice, quien, habiendo entrado en el santuario del cielo, nos abre la puerta y da acceso; Él es nuestro altar sobre el cual depositamos nuestras ofrendas; en Él nos atrevemos a todo cuanto nos atrevemos. En suma, Él es quien nos ha hecho reyes y sacerdotes para Dios su Padre (Ap 1.6). (IRC, IV, xviii, 17)
En suma, que el espíritu general de la Reforma y especialmente en la vertiente calvinista es el de reconocer cómo Dios mismo ha abierto la puerta al sacerdocio, al servicio fiel y constante, a todos los hombres y mujeres dispuestos a experimentar una relación estable con Él, mediada únicamente por Jesucristo y en el ejercicio de una responsabilidad cada vez más madura y consciente de las exigencias del Evangelio. Ése es el llamado al sacerdocio universal más auténtico.
4. Práctica y proyección del sacerdocio universal
“Sólo tú mereces tomar el libro/ y romper sus sellos./ Porque fuiste sacrificado,/ y con tu sangre/ rescataste para Dios,/ a gente de toda raza,/ idioma, pueblo y nación./ Los hiciste reyes/ y sacerdotes para nuestro Dios;/ ellos gobernarán la tierra”.
Apocalipsis 5.9-10
En un volumen dedicado al estudio del origen y evolución del sacerdocio universal desde la Reforma hasta el siglo XX, el pastor metodista Cyril Eastwood llega a una muy dolorosa conclusión: que “ninguna iglesia ha sido capaz de expresar en su liturgia, trabajo y testimonio la riqueza completa de esta doctrina”,[18] a pesar de que ha sido un asunto vital en cada siglo posterior a la Reforma, de que es el único principio positivo que nace del concepto evangélico de la libre gracia y de que puede conducir a una comprensión más plena de la vocación o llamamiento que Dios le otorga a cada creyente. Este autor agrega que su práctica adecuada sigue siendo un desafío que las iglesias no pueden ignorar. Por su parte, el pastor bautista cubano Francisco Rodés ha señalado que, en efecto, el ejercicio de esta doctrina en el protestantismo evangélico se ha convertido en el “ideal frustrado de la Reforma Protestante”, debido a que cuando las iglesias derivadas de ésta se institucionalizaron, el clericalismo reapareció con una fuerza inaudita y derivó en lo que califica como iglesias pastor-céntricas y pone el dedo en la llaga:
Sin embargo, una cosa es lo que expresa la doctrina y otra lo que se experimenta en la vida real. En verdad, el clericalismo no murió: sobrevivió sobre otras bases. Se abrió una nueva fuente de servicios a la religiosidad, la de los dispensadores de la doctrina correcta, la de los que manejaban el arte de predicar la Biblia y alentar la fe. El conocimiento de la Biblia requería de dedicación, de estudios en seminarios y universidades. Surge así con fuerza el profesionalismo religioso. El ministro protestante recupera mucho de la aureola de santidad del antiguo sacerdote, su autoridad se establece en las nuevas estructuras de las iglesias, que son controladas por los nuevos clérigos, y el sacerdocio universal de los creyentes se convierte en otra página mojada del ideario protestante.
Por supuesto que no hay nada en contra del profesionalismo. En definitiva, todos los adelantos en los campos de la cultura y el saber se han debido a la consagración, en áreas específicas, de personas con vocación. La Iglesia ha necesitado de profesionales, de músicos, de teólogos, maestros y predicadores, y gracias a Dios por estos. El problema radica en el ejercicio del poder en la iglesia, cuando por conocer un poco más de teología o tener más habilidad para hablar en público, ejercemos estos dones, no para servir, sino para erigirnos en autoridad controladora de los demás. Así surgen las iglesias pastor-céntricas.[19]
Estas iglesias, dice, fallan al aplicar el sacerdocio universal de todas las personas y se encaminan a un dualismo pernicioso que califica la fe de las personas en grados y entrega la autoridad a unos cuantos:
Son iglesias en las cuales las decisiones emanan de la autoridad del pastor. Los miembros se han acostumbrado tanto a que la voz de Dios solo se oiga desde el púlpito, que les parece un sacrilegio diferir en algo de las ideas de su pastor. Sería como una deslealtad, un pecado grave no estar de acuerdo con él. En muchos casos, el pastor que se ve a sí mismo como revestido de una unción exclusiva, se siente tan halagado por el aplauso de su congregación, que se desarrollan imperceptiblemente los rasgos de egocentrismo que conducen al autoritarismo. Estos son los rezagos de la antigua separación entre clérigos y laicos, alimentados por la propia tradición de la iglesia. Esto lo escribe quien ha sido pastor durante más de cuarenta años, por lo que lo hago sin ánimo de denigrar un llamamiento que reconozco como divino y una vocación que viviré hasta el último día de mi vida.
No es extraño, entonces, que el lenguaje más espiritual, la voz más cargada de bendición se convierta en solapada manipulación de los demás para imponer los criterios propios. Y todo ocurre en una atmósfera de piedad y devoción.
Los pastores así transformados por este autoritarismo empiezan a hablar de “mi iglesia”, “mis miembros”, “yo no permito en mi iglesia…” “tengo un miembro”, como si la iglesia fuera de su propiedad.[20]
Esta constatación tan dolorosa parte del hecho de que ni siquiera en el antiguo Israel, y acaso con la posible excepción de algunos momentos de la Iglesia de la época del Nuevo Testamento o de los primeros siglos, se consumó el ideal divino de que cada integrante del pueblo creyente asumiera la responsabilidad de responder y velar por su fe. Las tentaciones sacerdotales siempre reaparecieron e hicieron que dicha responsabilidad sobre la estabilidad espiritual individual y colectiva siguiera recayendo en una casta de personas dedicadas al “servicio religioso profesional” y que la marcada división entre clero y laicado permaneciera como una supuesta marca distintiva del pueblo de Dios, aunque la dinámica bíblica siempre fue en sentido inverso.
Basta con recordar la reacción del pueblo hebreo ante las acciones de Moisés y Aarón al frente de la multitud que salió de Egipto, pues luego del anuncio de que Yahvé deseaba que su pueblo fuera una nación de sacerdotes (Éx 19.6a), y de que promulgara sus mandamientos, la gente abiertamente le solicitó a Moisés, presa del terror por las manifestaciones divinas y por ser consumidos por la santidad divina: “Habla tú con nosotros, y nosotros oiremos; pero no hable Dios con nosotros, para que no muramos” (Éx 20.19). Lo que Dios quería, desde entonces, era tener un “pueblo de creyentes”, en el esquema de lo que muchas iglesias anabautistas o menonitas ha promovido durante mucho tiempo, es decir, comunidades de conversos que se niegan a someter su fe a los dictados de otra persona o institución.[21]
Lutero ofreció un ejemplo extraordinario de la práctica del sacerdocio universal, cuando delante del emperador, y ante la para otros inevitable coacción del Estado monárquico, afirmó, en la llamada Dieta de Worms (abril de 1521), a pregunta expresa sobre su retractación, que su conciencia estaba cautiva únicamente de la Palabra divina:
Hela aquí: a menos que se me persuada por testimonios de las Escrituras o por razonamientos evidentes, porque no me bastan únicamente las afirmaciones de los papas y de los concilios, puesto que han errado y se han contradicho a menudo, me siento vinculado con los textos escriturísticos que he citado y mi conciencia continúa cautiva de las palabras de Dios. Ni puedo ni quiero retractarme de nada, porque no es ni seguro ni honrado actuar en contra de la propia conciencia.[22]
La visión de Apocalipsis 5 muestra cómo Dios no olvida sus propósitos y en ella se advierte que el ideal de un pueblo de sacerdotes proyecta la praxis cristiana hacia un futuro alcanzable y por el cual vale la pena luchar, pues la perspectiva escatológica se convierte en “detonante ético” para la vida de la comunidad que experimenta y promueve el Reino de Dios en el mundo. La visión forma parte de lo que se ha señalado como “la toma de poder del Cordero”, pues no se trata solamente de una glorificación celestial, sino de “la inauguración de un reinado sobre la historia”.[23] Y en este nuevo estado de cosas, los y las seguidores de Jesús de Nazaret son sacerdotes y gobernantes, aunque quien reinará es el Cordero, pues él es el único digno de “tomar el libro y abrir los sellos”, es decir, de desvelar todo el sentido y rumbo de la historia humana. “El Cordero ‘compró para Dios’ a los hombres de toda raza y los hizo para Dios un linaje real y unos sacerdotes. La relación con Dios es el aspecto más específico del sacerdocio”.[24] Y un aspecto central en este sentido es la fuerza con que sus oraciones “de santos” (5.8) han podido conmover a Dios. Ninguna oración, entonces, es superior a las demás. Estamos ante el ejercicio absoluto de la llamada “oración de intercesión”, fruto directo del sacerdocio universal, siguiente punto de este recorrido.
5. Un ejercicio renovado
Honren a Cristo como Señor, y estén siempre dispuestos a explicarle a la gente por qué ustedes confían en Cristo y en sus promesas. Pero háganlo con amabilidad y respeto. Pórtense bien, como buenos seguidores de Cristo, para que los que hablan mal de la buena conducta de ustedes sientan vergüenza de lo que dicen.
I Pedro 3.15-16, Traducción en Lenguaje Actual
Si es verdad que los avances de la fe cristiana en materia comunitaria son reforzados por una sana comprensión del sacerdocio universal, también es cierto que sus raíces bíblicas y la práctica que emerge de ellas ha debido progresar con el paso del tiempo para superar las recaídas en el clericalismo con que las iglesias siempre se ven amenazadas. El profesor Juan Stam ha relacionado la comprensión de un sacerdocio que pueda rebasar los límites cultuales y extenderse a espacios de vida social más amplios como una forma de mostrar como la relectura protestante de esta doctrina abrió la puerta a un ejercicio verdaderamente renovado de la responsabilidad hacia lo sagrado en los diversos ámbitos humanos. Así, el sacerdocio universal tiene mucho que ver con el surgimiento y consolidación de las libertades modernas para superar la situación de épocas anteriores:
…el paso de la Edad Media al mundo moderno significó un cuestionamiento radical del autoritarismo medieval y la evolución de una serie de libertades humanas que hoy día damos por sentados. En ese proceso, Martín Lutero jugó un papel decisivo. Su mensaje de gracia evangélica nos libera del legalismo (autoritarismo ético). Su insistencia en la autoridad bíblica, interpretada crítica y científicamente, nos libera del tradicionalismo (autoritarismo doctrinal). Su enseñanza del sacerdocio universal de todos los fieles nos libera del clericalismo (autoritarismo eclesiástico).[25]
Y es que Lutero, en efecto, destacó mediante magníficos argumentos, la fuerza liberadora de esta realidad: “Todos somos sacerdotes, si es que somos cristianos”. La tradición luterana actual, en voz de su presidente mundial, el chileno Martin Junge, también ha explorado y puntualizado algunos centrales de los riesgos de no ejercer adecuadamente el sacerdocio universal en medio de un mundo que, dominado por formas cada vez más agresivas de individualismo, se ha impuesto como proyecto vital un aislacionismo egocéntrico que no considera con seriedad la vida comunitaria y de servicio. Junge, luego de reconocer el genio teológico del reformador (“Así fue Lutero: creativo, intempestivo, un verdadero fuego artificial de intuiciones y conocimientos teológicos”), se centra en el valor del bautismo para activar las capacidades humanas de liderazgo y responsabilidad en la Iglesia con base en la acción del Espíritu Santo:
Lutero reposiciona al bautismo como el factor constitutivo del estamento espiritual. Toda persona bautizada es —por fuerza del bautismo— parte del estamento espiritual, es –por fuerza del bautismo– sacerdote/sacerdotisa, y ostenta por ello –por fuerza del bautismo– autoridad en el estamento espiritual. En definitiva, entonces, el bautismo se constituye en el acto de ordenación al estamento espiritual, y de empoderamiento del pueblo de Dios con la autoridad sacerdotal. El poder espiritual, en el concepto de Lutero, no se concentra como tesoro en una estructura determinada, la cual lo reparte según su criterio por medio de imposición de manos. En cambio, se ubica en el sacramento del bautismo y se comunica por medio del acto bautismal, donde la persona bautizada es incorporada en el cuerpo de Cristo y dotada con los dones (carismas) que el Espíritu Santo quiera conceder.[26]
Partiendo de esa constatación, este pastor encuentra ¡nueve aspectos! en las definiciones, actitudes y hábitos eclesiásticos evangélicos en los que es necesario realizar una fuerte autocrítica para retomar el espíritu bíblico de transferencia de la responsabilidad, la autoridad y la representación en la comunidad de fe. Sus apreciaciones son muy concisas: 1) “el bautismo, ¿ordenación al sacerdocio universal?” (empoderamiento y vocación para unirse a la misión de Dios); 2) “La misión —¡asunto de pastores!” (una marcada pasividad”; 3) “El ‘salvavidas’ del sacerdocio universal” (estrategia de respuesta a las apremiantes necesidades de cobertura pastoral); 4) “¡Socorro, tenemos un pastor!” (si el sujeto en cuestión contribuye a alterar los procesos de empoderamiento y participación comunitaria); 5) “La iglesia de ‘la mano pegajosa’” (liderazgos que puedan desembocar en el agotamiento y frustración); 6) “La iglesia / comunidad como pertenencia” (“dueños de la iglesia”, castrantes de otros); 7) la queja: “El gran problema es que no tenemos líderes” (no tenerlos, o no querer identificarlos y estimularlos); 8) el desafío de la capacitación continua (¿en camino hacia la peligros profesionalización?); y 9) el “pastorcentrismo” (¿originado en la “comodidad” de la comunidad?), además de la problemática de género: “…donde estrategias de empoderamiento de mujeres prontamente tocan techo si no van acompañadas de estrategias de discernimiento sobre nuevos modelos (con conciencia de genero) para los hombres”.[27]
La línea bíblica que va desde el encuentro de Abraham con la figura enigmática de Melquisedec en Génesis 14 hasta el Nuevo Testamento tuvo consecuencias que no se comprendieron sino mucho tiempo después, siempre sobre la marcha en la búsqueda de una mejor existencia comunitaria como pueblo de Dios en el mundo. Este rey-sacerdote aparece, como expresa la carta a los Hebreos: “Nadie sabe quiénes fueron sus padres ni sus antepasados, ni tampoco cuándo o dónde nació y murió. Por eso él, como sacerdote, se parece al Hijo de Dios, que es sacerdote para siempre” (7.3), pero con una clara vocación de apuntar hacia el sacerdocio absoluto de Jesús, lejos de cualquier linaje o privilegio especial, para luego transferirlo a sus seguidores/as. La propuesta del apóstol Pedro, derivada precisamente del sano ejercicio del sacerdocio universal, debía resultar en una nueva manera de “estar en el mundo” (I P 3.1-16). Robert A. Muthiah resume muy bien la práctica de las comunidades apostólicas: “las funciones de sacrificio, proclamación e interpretación, asociadas al sacerdocio levítico, fueron dadas ahora al sacerdocio universal de los creyentes. No tenemos en el Nuevo Testamento el establecimiento de un ministerio sacerdotal separado; más bien, encontramos un sacerdocio sencillo compuesto de todos los cristianos/as”.[28]
Sobre el escaso fomento de la práctica y la experiencia más intensa del sacerdocio universal por parte de todos los miembros de la iglesia, dentro y fuera de ella, las preguntas de Víctor Hernández, en este sentido, son muy elocuentes y útiles, para concluir:
…¿no estaremos a veces luchando contra Dios?, ¿no estaremos evadiendo el soplo del Espíritu cuando nos resguardamos en la obediencia debida a las lógicas institucionales tanto eclesiales como de la sociedad de la que formamos parte (y lo justificamos diciendo que, como cristianos “somos buenos ciudadanos”, que no se meten en conflicto alguno)? ¿No será que a veces obedecemos a otros dioses, los dioses del orden instituido y que exigen “espíritu realista” y que nos dicen que “es lo que hay” y que seamos obedientes al orden civilizado y debido (como el orden liberal que impone la ley del mercado al trabajo y a la vida), ¿no será que es otro el Dios que pide anunciar la alegría y la vida en el perdón total de los pecados?[29]
Debemos desarrollar, dialogar y resolver de la mejor manera esta preocupación para evitar caminar en el sentido contrario a los planes liberadores y empoderadores de Dios para el conjunto de su pueblo.
6. Un sacerdocio integral en la vida entera (según el modelo de Jesús de Nazaret)
Pongamos toda nuestra atención en Jesús, pues de él viene nuestra confianza, y es él quien hace que confiemos cada vez más y mejor. Jesús soportó la vergüenza de morir clavado en una cruz porque sabía que, después de tanto sufrimiento, sería muy feliz. Y ahora se ha sentado a la derecha del trono de Dios.
Hebreos 12.2, Traducción en Lenguaje Actual
La carta a los Hebreos es un auténtico tratado sobre el sacerdocio absoluto de Jesucristo. Una y otra vez insiste en la superioridad de su actuación como sacerdote y en la manera como él “transfiere” dicho sacerdocio a todos sus seguidores/as. Esta superioridad de Jesús como sacerdote máximo lo coloca por encima de cualquier realidad religiosa previa y suprime definitivamente las mediaciones humanas debido a los alcances temporales y supra-temporales de su obra redentora: “…los otros sacerdotes fueron muchos porque la muerte les impedía continuar; pero Jesús tiene un sacerdocio inmutable porque permanece para siempre.” (7.23-24, RVC). Todo ello sin olvidar que Jesús de Nazaret, como integrante del pueblo de Dios, y cuya fe fue formada en la más genuina tradición bíblica, jamás dejó de ser un laico, es decir, que por origen no podía ser un sacerdote y que su llamado al servicio se ubica en la tradición iniciada por Melquisedec, un hombre desvinculado del sacerdocio institucional, pero no por ello dedicado a una labor genuina de promoción de la justicia y la paz, según el significado de su nombre (7.2).
Así, Hebreos expone sólidamente la manera en que el modelo sacerdotal de Jesús puede y debe aplicarse en la existencia cristiana y partiendo, además, de la práctica de un culto permanente dirigido por él como “ministro del santuario” (liturgo, 8.2) que tiene acceso permanente a la presencia de Dios y que, por ello, puede obtener para su pueblo renovado todos los beneficios divinos sin necesidad de practicar rituales obsoletos (9.11-14; 10.1-2) y capacitarlo para seguir su camino de servicio y testimonio, en la línea de sustitución y superación de las formas antiguas:
El autor de la Carta a los Hebreos no ve solamente la sustitución de un sacerdocio antiguo por uno nuevo; lo que realmente se da es el cumplimiento de las Escrituras, basado en tres condiciones: continuidad, por medio de la semejanza del sacerdocio de Cristo al antiguo, siendo que en el antiguo está contenido el sentido de mediación entre Dios y los hombres; ruptura, dado que el nuevo sacerdocio es una realidad nueva que marca una diferencia de la realidad antigua “en todos los puntos. Si no, estaríamos al nivel de preparación, en lugar de haber pasado ya al nivel de la realización definitiva”; superación, pues la superioridad caracteriza el tercer nivel de cumplimiento.[30]
François Varone resume bien cómo acontecen el nuevo testimonio y la práctica derivadas de esta intermediación. Primero: “Lo que se anuncia es una salvación universal para todos los hombres ‘sus hermanos, a quienes tuvo [Jesús] que asemejarse en todo’ (2.17). Es preciso, pues, que todos los hombres sepan que en adelante el camino ha quedado abierto”.[31] Esta identificación acerca la vida y acción de Jesús a cualquier ser humano y posibilita el seguimiento auténtico pues él desde su existencia histórica demostró que era posible practicar la paz y la justicia.
Segundo: “Y es preciso, concretamente, que aquellos a quienes esta palabra les ha alcanzado —por la predicación y el bautismo, por la inserción en una comunidad en cuyo seno se anuncia y se celebra sin cesar este misterio— ‘mantengan firme la confesión de esta esperanza’ (10.23), adoptando valientemente y hasta las últimas consecuencias esa praxis fiel de la que Jesús dio el primer ejemplo (12.3-4)”.[32] Este camino abierto por Jesús debe realizarse en una práctica no siempre fácil del compromiso adquirido con Dios a través de él, pero que reclama creatividad y constancia por parte de los creyentes para transmitir y compartir no solamente “el mensaje”, como habitualmente se dice, sino la totalidad de la obra redentora de Jesús mediante una sana e inteligible comunicación de esos hechos, realidades y contenidos. Cada creyente debe tener bien claros los aspectos básicos de la salvación que le ha conseguido Jesucristo, para lo cual es necesario profundizar en las consecuencias de sus enseñanzas.
Y tercero: “Y del mismo modo que Jesús, al entrar en el mundo, puso toda su vida bajo el signo de la obediencia a Dios (10.5-10) —es decir, se puso fundamentalmente a la escucha de la palabra de vida que viene de Dios—, así también los creyentes se ponen a la escucha de ella, haciendo de su vida, en lo sucesivo, un camino de acceso a Dios y a su perfección, haciendo de su propia vida un sacrificio, a imitación de Aquel a quien reconocen como su ‘precursor’”.[33] Esta nueva vida produce una nueva práctica y un nuevo comportamiento; ambos son la base del testimonio cristiano, además del discurso que se pueda articular para exponerlo.
De ahí brota la exhortación a “prestar completa atención” (poner los ojos en…, 12.2) a Jesús para advertir en plenitud la totalidad de su esfuerzo, de su lucha por la salvación que llegó “hasta la sangre” (12.4). Él es “autor” (árjenon) y “consumador” (teleioten) de la fe, esto es, origen y fin último del proceso histórico de salvación obtenida en la cruz y asegurada por la resurrección. Él es el modelo propuesto por Dios mismo para vivir en el mundo de otra manera, para dar testimonio de la novedad de vida y, en el final de los tiempos, alcanzar la plenitud del encuentro con el Creador y Redentor. Ésa es la base de la comunicación del contenido central del Evangelio según este documento del Nuevo Testamento, la absoluta seguridad en la mediación de Jesucristo delante de Dios.
7. El sacerdocio en el mundo al servicio del Reino de Dios
Por eso, también nosotros debemos salir junto con Jesús, y compartir con él la vergüenza que le hicieron pasar al clavarlo en una cruz. Porque en este mundo no tenemos una ciudad que dure para siempre, sino que vamos al encuentro de la ciudad que está por venir.
Hebreos 13.13-14, Traducción en Lenguaje Actual
El capítulo final de la carta a los Hebreos, documento teológico que demuestra la renovación total de la religiosidad y el contacto con lo sagrado en el mundo, dominada por la superación de los actos externos de culto, promueve una simbólica y efectiva “salida al mundo” para acompañar a Jesucristo y compartir con él la experiencia de ser rechazado, denostado y, finalmente, asesinado (13.13-14). Naturalmente, este esquema no tiene por qué repetirse en la vida de todos/as los creyentes sino más bien es una referencia bien clara acerca de su actuación en el mundo, como sacerdotes y sacerdotisas, al servicio del Reino de Dios. Porque al ir más allá del modelo sacerdotal antiguo, limitado a unas cuantas personas, este documento propone que al abrir el horizonte del sacerdocio a todos los integrantes del pueblo de Dios ninguno puede quedar excluido de la responsabilidad de hacer presente esa realidad mayor en medio de la conflictividad social en todos sus órdenes. Y aunque la práctica misma del “sacerdocio universal” tuvo sus problemas desde la época del Nuevo Testamento cuando incluso las comunidades de tradición paulina se dejaron llevar más por estructuras congregacionales jerárquicas en vez de carismáticas, al contrario de lo sugerido por el apóstol Pablo en Ro 12 y I Co 12, en donde no manifiesta interés en los oficios sino en las funciones.[34]
Ciertamente, buena parte del documento a los Hebreos tiene un trasfondo cultual o litúrgico, pero al plantear conclusiones prácticas para la vida comunitaria se refiere a situaciones de la vida cotidiana en las que es posible responder a la exigencia de practicar el “sacerdocio universal”. La exhortación central, “permanezca el amor fraternal” (v. 1) preside el resto de las exhortaciones relativas a la hospitalidad (v. 2) la visita a los presos (v. 3), la vida matrimonial (v. 4), la frugalidad basada en la confianza en el cuidado de Dios (v. 5) y la atención a los líderes (v. 7). Inmediatamente después sigue una afirmación cristológica sobre la inmutabilidad del Redentor (v. 8), y a partir de ella se vuelve a afirmar la superioridad de su obra para proscribir definitivamente las reglas alimenticias rituales (v. 9). El trasfondo litúrgico reaparece y desde esa visión antigua se afirma que Jesús no ejerció el sacerdocio en el “adentro” de la seguridad sacramental sino en el “afuera” de la crisis y acechado por el odio (v. 12). Ésa es la base cristológica del sacerdocio en medio del mundo para todos los creyentes.
Al estudiar las consecuencias éticas de la Reforma Protestante, el sociólogo Max Weber denominó a esta nueva forma de actuar desde la fe, “ascetismo laico” o “intramundano”, y también habló con toda claridad de la tensión y discontinuidad entre el carisma y la institucionalización del ejercicio religioso en el mundo. “Tú crees que has escapado al claustro: pero desde ahora serás un monje durante toda tu vida” (Sebastián Franck) es una frase lapidaria y exacta porque describe “lo propio de la Reforma” en la transformación de la mentalidad religiosa.[35] Francisco Gil Villegas, en sus notas críticas a La ética protestante y el espíritu del capitalismo cita a Weber (“Introducción a la ética económica de las religiones universales”) y explica cuidadosamente la diferencia entre el “ascetismo” calvinista y otras formas religiosas: el ascetismo calvinista es una práctica encaminada a conseguir “mayor gloria para Dios” en las acciones cotidianas y que es un “racionalismo de dominio del mundo, por oposición al racionalismo de otras religiones universales, como el de la fuga del mundo […] de la India, o el racionalismo de adaptación pragmática del mundo […] del confucianismo en China, o el racionalismo de conquista del mundo en el Islam”.[36]
Weber habla directamente de cómo el profesionalismo puritano es digno de imitación y de cómo transformó la visión de la vida y el trabajo:
El puritano quiso ser un hombre profesional, nosotros tenemos que serlo también; pues desde el momento en que el ascetismo abandonó las celdas monásticas para instalarse en la vida profesional y dominar la eticidad intramundana, contribuyó en lo que pudo a construir el grandioso cosmos de orden económico moderno que, vinculado a las condiciones técnicas y económicas de la producción mecánico-maquinista, determina hoy con fuerza irresistible el estilo vital de cuantos individuos nacen en él (no sólo de los que en él participan activamente), y de seguro lo seguirá determinando durante muchísimo tiempo más.[37]
Estas palabras, que parecen una celebración del sistema capitalista, deben ser leídas más bien como una constatación de la manera en que una sólida lectura de los textos del Nuevo Testamento sobre la responsabilidad humana de transformar el mundo y conformarlo cada vez más con el Reino de Dios fue capaz de movilizar a las personas para afrontar los cambios que la modernidad exigía. Es verdad que la tutela religiosa del mundo disminuyó (secularización), pero la propia religiosidad ganó independencia para un ejercicio más desafiante en un mundo distinto y más libre, lo cual no disminuye ni un ápice el reto de hacer visible el poder del Evangelio en todas las esferas de la vida humana. Por ello: “El ascetismo se propuso transformar el mundo y quiso realizarse en el mundo; no es extraño, pues, que las riquezas de este mundo alcanzasen un poder creciente y, en último término, irresistible sobre los hombres como nunca se había conocido en la historia. La jaula ha quedado vacía de espíritu, quién sabe si definitivamente”.[38]
He ahí, enronces, la percepción de un sacerdocio comprometido y puesto al servicio del reino de Dios en el mundo y no fuera de él, es decir, de un sacerdocio universal, pleno y efectivo, útil para la Iglesia, claro, pero sobre todo para la sociedad siempre en camino hacia ese Reino venidero anunciado y vivido por Jesús de Nazaret.
[1] R. de Vaux, Instituciones del Antiguo Testamento. 3ª ed. Barcelona, Herder, 1985 (Biblioteca Herder, Sagrada escritura, 63), p. 449.
[2] Ibid., p. 452.
[3] P. Toon, “Priesthood of believers”, en Donald McKim, ed., Encyclopedia of the Reformed faith. Louisville, Westminster-John Knox, 1992, p. 303.
[4] Idem.
[5] H. Martínez, “Prólogo”, en Martín Lutero, Escritos reformistas de 1520. México, sep, 1988 (Cien del mundo), p. 12.
[6] Ibid., p. 19.
[7] M. Lutero, “A la nobleza cristiana…”, pp. 33-34.
[8] H. Martínez, op. cit., p. 20.
[9] M. Lutero, “La cautividad babilónica…”, pp. 216-217. Énfasis agregado.
[10] M. Lutero, “La cautividad babilónica de la Iglesia”, en Escritos reformistas de 1520…, op. cit., p. 221.
[11] J. Beaubérot y J.-P. Willaime, “Ministerio y sacerdocio universal”, en ABC du protestantisme. Ginebra, Labor et Fides, 1990, p. 121.
[12] Ibid., pp. 121-122.
[13] N. Bertón, “El sacerdocio universal de los creyentes”, en Lutero ayer y hoy. Buenos Aires, La Aurora, 1984, pp. 71, 75. Énfasis original.
[14] F. Rodés, “El ideal ideal frustrado de la Reforma Protestante: el sacerdocio universal de los creyentes”, en Signos de Vida, CLAI, núm. 41, septiembre de 2006, www.clailatino.org/Signos%20de%20Vida%20—%20Nuevo%20Siglo/sDv41/ideal%20frustrado.htm.
[15] A. Ganoczy, “La question du sacerdoce dans l’Eglise”, en Calvin: théologien de l’Eglise et du ministère. París, Les Éditions du Cerf, 1964, p. 243. Agradezco a mi amigo Luis Vázquez Buenfil el obsequio de este libro valiosísimo.
[16] Idem.
[17] J. Calvino, IRC (1541), cit. por A. Ganoczy, op. cit., pp. 244-245.
[18] C. Eastwood, The priesthood of all believers. An examination of the doctrine from the Reformation to the present day. [1960] Minneapolis, Augsburg, 1962, p. 238. Reedición: Eugene, Oregon, Wipf & Stock Publishers, 20/05/2009. Agradezco a mi amigo Mariano Ávila el envío puntual de esta y muchas obras más.
[19] F. Rodés, op. cit.
[20] Idem.
[21] Cf. Carlos Martínez García, “Las iglesias de creyentes y el Estado laico”, en La Jornada, 25 de enero de 2012, www.jornada.unam.mx/2012/01/25/opinion/022a2pol: “Las iglesias de creyentes, con su férrea defensa de que la persuasión era la única vía para atraerse prosélitos, se transformaron en obstáculos molestos a quienes ya fuera desde las instancias del Estado, o bien dentro de la Iglesia sostenida por los poderes en turno, les combatieron, porque señalaban el recurso de la coacción y la violencia como elementos totalmente ajenos al espíritu del Evangelio”.
[22] Cit. por César Vidal Manzanares, “Lutero: mi conciencia, cautiva de la Palabra de Dios”, en Protestante Digital, 27 de enero de 2012, Este momento sería descrito, según el comentario de José Luis Medina Rosales en el blog de Vidal Manzanares, por el historiador escocés Thomas Carlyle como “La escena de mayor grandeza en la Historia Moderna Europea […] originándose en ella la subsiguiente historia de la civilización” (Los héroes, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1932, p. 128).
[23] Luis Arturo García Dávalos, El carácter sacerdotal del pueblo de Dios: paradigma para una comprensión eclesial. México, Universidad Iberoamericana, 2000, p. 137.
[24] Ibid., p. 140.
[25] J. Stam, Martín Lutero y las libertades modernas”, Universidad, San José, Costa Rica, núm. 751, 31 de octubre de 1986, p. 16, en www.iglesiareformada.com/Stam_Lutero.doc.
[26] M. Junge, “Bautismo, sacerdocio universal y ministerio ordenado: impulsos para la reflexión”, en http://sustentabilidad.files.wordpress.com/2008/10/bautismo-sacerdocio-universal-y-ministerio-ordenado.pdf
[27] Idem.
[28] R.A. Muthiah, The priesthood of all believers in the twenty-first century. Living faithfully as the whole people of God in a postmodern context. Eugene, Oregon, Pickwick Publications, 1009, p. 17. Traducción propia. Una vez más, la gratitud para Mariano Ávila por el acceso a este volumen.
[29] V. Hernández Ramírez, “Tened cuidado, no vayáis a encontraros en lucha contra Dios”, en Església Betlem, Barcelona, España, 13 de octubre de 2011, www.esglesia-betlem.org/recursos/blog-de-reflexiones/75-tened-cuidado-no-vayais-a-encontraros-en-lucha-contra-dios.
[30] Pedro Luiz Stringhini, “La cuestión del sacrificio en la epístola a los Hebreos”, en RIBLA, núm. 10, http://claiweb.org/ribla/ribla10/la%20cuestion%20del%20sacrificio.htm.
[31] F. Varone, El Dios “sádico”. ¿Ama Dios el sufrimiento? Santander, Sal Terrae, 1988 (Presencia teológica, 42), p. 141.
[32] Idem.
[33] Ibid., pp. 141-142.
[34] C.K. Barrett, Church, Ministry and Sacraments in the New Testament. Grand Rapids, Eerdmans, 1985, p. 32, cit. por R.A. Muthiah, op. cit., p. 13. Este libro es una discusión amplia de los desafíos planteados por las formas asociativas marcadas por la posmodernidad a la praxis del sacerdocio universal.
[35] M. Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Ed. crítica de Francisco Gil Villegas. México, Fondo de Cultura Económica, 2003, p. 457.
[36] F. Gil Villegas, “Notas críticas”, en M. Weber, op. cit., p. 348.
[37] M. Weber, op. cit., p. 286.
[38] Idem.
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