Escribí alguna cosa a la iglesia, pero Diótrefes, que ambiciona la primacía, no nos reconoce. (3 Juan 9 BTX)
Pocos personajes debe haber en el Nuevo Testamento, con la excepción de Judas Iscariote, que resulten tan antipáticos y tan desagradables como aquel pobre Diótrefes de la epístola tercera de Juan. Dejando de lado cualquier especulación acerca de quién pudiera ser en realidad o de su (según algunos) pretendida vinculación con los incipientes grupos gnósticos que amenazaban el mensaje cristiano a finales del siglo I, lo cierto es que se trata de alguien que resultó verdaderamente peligroso para la estabilidad de la(s) iglesia(s) que el apóstol Juan conocía, pastoreaba o quizás supervisaba, según cuenta una antigua tradición, en el Asia Menor.
Pobre Diótrefes.
Y lo llamamos así porque las dos características que le atribuye el texto sagrado que citamos nos lo presentan como alguien realmente digno de lástima, alguien que, aun siendo miembro de la Iglesia (se supone que lo sería), estaba muy lejos del ideal del Evangelio. O por decirlo con una expresión muy coloquial de nuestros días, “no se había enterado de qué iba” aquello de ser cristiano. ¿Cómo lo sabemos?
En primer lugar, leemos, ambiciona la primacía. Magnífica traducción. No es que la “deseara”. El problema es que la “ambicionaba”, un término harto expresivo. La primacía, es decir, el primer lugar, el más destacado, no era para él un ideal más o menos teórico o abstracto, una especie de logro o meta que anhelara o se propusiera conseguir en un futuro lejano. Era sencillamente la culminación de su ambición personal, lo único que parecía importarle. La vida no debía tener para él otro sentido que el aposentarse en esa primacía. ¿Primacía en qué?, cabría preguntarse. ¿O dónde? Está claro: en la iglesia. Diótrefes no parecía entenderse a sí mismo como creyente cristiano, como discípulo de Jesús, si no ocupaba el primer lugar entre los fieles, si no era bien visible para todos su autoridad. Es triste comprobar que el espíritu de aquel pobre hombre siga viviendo en tantas congregaciones actuales, en las que despunta demasiadas veces y de formas que llegan a crear repulsión. ¿No había dicho Jesús el que quiera ser de vosotros el primero, sea servidor de todos? ¿No había enseñado que él mismo había venido a este mundo, no a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos? ¿No había planteado el Reino de Dios en la tierra como una condición de entrega a los demás? Recordemos lo de la petición de Santiago y Juan acerca de los primeros puestos en el Reino y la respuesta del Señor.
El pobre Diótrefes no había comprendido nada.
Y en segundo lugar, además, cometía otro error igual de grave. No nos reconoce, afirma el apóstol Juan. Si querer destacar por encima de los demás creyentes ya era de por sí algo realmente preocupante, el añadido de no aceptar que hubiera otros, el mismo apóstol en este caso, designados por el Señor para las funciones ministeriales (que, dicho sea de paso, etimológicamente significan “de servicio”), no hacía sino empeorar las cosas. Puesto que no conocemos la situación con rigurosa exactitud y total lujo de detalles, sería un poco absurdo ponerse a especular sobre si el tal Diótrefes y el apóstol Juan habían tenido encontronazos personales, si discrepaban en puntos vitales de doctrina o de praxis cristiana, y similares. Nos hemos de contentar con lo que hay, aunque no resulte demasiado bonito, ni tampoco edificante. Pero la Biblia es como es; no se ha escrito para decirnos qué buenos somos los cristianos, qué bien funciona el pueblo de Dios siempre, o con cuánto acierto actuamos en toda circunstancia.
Diótrefes no estaba a la altura de lo que el Evangelio señala como ideal de vida para los creyentes. No lo había asimilado. Era incapaz de entender que, por muchas que fueran sus cualidades (alguna tendría, sin duda), no era ni más ni mejor que el resto de los hermanos que se congregaban con él, por lo que no tenía derecho alguno a ejercer ninguna primacía, ni mucho menos a ambicionarla. Finalmente, quien solo espera destacar, sobresalir, despuntar por encima del resto para actuar como amo y señor de todos e imponer su voluntad, se equivoca de lugar si pretende tal cosa en la Iglesia de Cristo. Aquellos a quienes Dios mismo ha señalado como servidores suyos de las congregaciones —el apóstol Juan era uno de ellos en aquellos momentos concretos— están ahí precisamente para que todos los creyentes seamos tratados conforme a nuestra necesidad y constituyamos un cuerpo bien cohesionado en el que, en tanto que miembros, somos solidarios los unos para con los otros.