Porque la palabra de la cruz es locura (mōría) para los que se pierden, pero para… los salvos es poder de Dios.
I Corintios 1.18
Hemos rodeado el escándalo de la cruz de coronas de rosas. hemos hecho de él una teoría salvífica. pero eso no es la cruz. Ésa no es la dureza puesta por Dios en ella.[1]
H. Iwand
Cada vez que se recuerdan los días de la pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret resulta imprescindible confrontarse con el misterio contenido en el escándalo de su cruz. Y es que no se puede hablar de ella impunemente, o de sus consecuencias en la historia, en la vida humana, individual y colectiva, e incluso en la cultura, religiosa o no. La cruz de Jesús no es patrimonio de las personas religiosas pues es una realidad y un símbolo que apela a las fibras más profundas de la existencia humana. Así lo comprendieron los primeros seres humanos que debieron procesar todo el conjunto de paradojas, contradicciones y ambigüedades que produjo el sufrimiento y muerte de Jesús en ese instrumento de tortura utilizado por los romanos para acabar con sus enemigos visibles, en este caso un aparente y peligroso agitador.
También es posible preguntarse, a partir de la cruz, qué tipo de humanidad, de Iglesia o de espiritualidad puede proceder de ella, a la luz de 20 siglos de promoción casi irreflexiva, al menos en el plano más popular, de una fe cristiana situada en el marco de una comprensión meramente sacrificial y de “satisfacción del Dios ofendido”. La idea de un “sacrificio expiatorio vicario por nuestros pecados” se relaciona más con la imagen de un señor feudal a quien sus súbditos han deshonrado, que con la de un Dios que acompañó en la cruz el sufrimiento de su Hijo. Las preguntas que brotan ante semejante acontecimiento están ligadas a las múltiples desviaciones del mensaje neotestamentario sobre la cruz:
¿Cómo ha de entenderse esta muerte? ¿Fue el castigo de un criminal, que no se atuvo a las leyes religiosas y civiles en vigor? ¿Fue el final de un agitador político que suscitaba el levantamiento contra la soberanía romana? ¿O tal vez la muerte libremente aceptada, suicida, de un desesperado que se entregó a sí mismo en manos de sus adversarios? ¿O es la muerte de Jesús el asesinato de un incómodo maestro de la verdad, la prueba de credibilidad de un ideal, por el que un idealista luchó durante toda su vida, el sacrificio voluntario de un mártir, que permaneció fiel a sus ideales hasta llegar a un amargo fin? ¿O tiene razón Pablo cuando habla de ofrecerse por amor llegando hasta la entrega de la propia vida?[2]
Las comunidades cristianas del primer siglo no evadieron el debate y la reflexión, pues dejaron constancia y testimonio de ello en los documentos del Nuevo Testamento. Incluso mucho antes de que surgiera la figura de Pablo de Tarso, quien establecería como canónica y casi única su interpretación de la cruz como parte de una historia de salvación, los demás apóstoles desarrollaron una interpretación de los alcances de la muerte martirial de su maestro. Para los discípulos/as directos de Jesús, la cruz representó, al principio, el derrumbe de las esperanzas que sólo la resurrección vino a despertar de nuevo. Dado que la vida de Jesús terminó “fuera de las murallas” (Heb 13.12) y entre criminales (Lc 22.37), la pregunta sobre si en su enseñanza y en su vida se había manifestado el Reino de Dios era candente. Dios mismo tuvo que responder con la resurrección para completar el cuadro. Pablo sigue la fórmula primitiva: “Cristo murió por nuestros pecados conforme a las Escrituras” (I Co 15.3b).
Cuando el apóstol de los gentiles tiene en mente la ignominia y la maldición ligadas a la presencia de un hombre muerto en un madero (Dt 21.23; Gál 3.10), procede a dar el salto más grande que ninguno de los demás apóstoles imaginó: confrontar la muerte de Jesús en la cruz en los ambientes religiosos y culturales para demostrar que el poder de Dios es superior a cualquier forma de conocimiento y práctica religiosa. Y lo hizo para responder a las dudas que aparecieron entre la comunidad cristiana de Corinto, una de las ciudades griegas más importantes de su época. El contenido central del Evangelio, explica, no consiste en argumentar sólidamente para convencer a la humanidad sobre los buenos deseos de Dios para redimirla. Se trata, más bien, y por sobre todas las cosas, de mirar el escándalo, la locura de la cruz, con los ojos de la fe. Porque si ésta no se posee, agrega, la cruz ensangrentada y mortífera sólo será eso, un mecanismo de tortura para someter a una persona y asesinarla sin piedad. La fórmula que elige Pablo para definir lo que es el Evangelio en profundidad
muestra que la cruz de Cristo no ha de entenderse como un acontecimiento inmanente a la historia, sino como actuación de Dios; y en realidad Dios actúa al proclamar la cruz de Cristo como su “palabra”, como su mensaje, liberador y lleno de exigencias, a la humanidad. En el kerigma de los mensajeros de Cristo, la acción ultramundana de Dios se hace presente como mensaje de cruz. Por eso la predicación relativa a Cristo no se entretiene en pintar, con afán historicista, los detalles del crucifijo y en ponerlos ante la vista, sino que presenta públicamente a Jesucristo como el crucificado; le proclama oficial y legalmente como acontecimiento salvífico, visible para todos y cada uno […][3]
Pablo afirma que no fue enviado a celebrar sacramentos, como el bautismo (I Co 1.17), sino a predicar el evangelio sin palabrerías sabias para no hacer vana “la cruz de Cristo”. El poder de Dios contenido en ella (v. 18) rebasa las expectativas de sabios, escribas e intelectuales que debaten (vv. 19-20): Dios ha trastornado y trastocado la “sabiduría mundana” para manifestar ese poder salvador (v. 20b). Si en la sabiduría divina los seres humanos se negaron a recibirlo, ahora Él viene a hablar el lenguaje de la “locura de la predicación” (morías toũ kerígmatos, 21b), la insensatez de la proclamación profética, ligada a la tradición de la actuación del Espíritu. Si los judíos pedían señales, signos, milagros, y los griegos sabiduría, argumentación, Dios se niega a caer en su juego (v. 22), pero incluso ofreciendo ambas cosas en Jesús y en sus seguidores/as, va más allá y entrega una respuesta aterradora: la imagen de un hombre colgado de un madero, inaceptable por ser maldición para los primeros, y la irracionalidad pura para los segundos. Unos y otros caen en su propia trampa y exigencia desproporcionada (v. 23). ¡No se puede tratar con un Dios así! Pero de entre ambos pueblos Dios ha salvado personas ya, en poder y sabiduría divinas (v. 24). Porque lo insensato, irracional y necio de Dios, ya en ese plan, es superior incluso a lo humano más sublime. ¡Es la crítica radical a la religión natural! (La razón del pleito entre los teólogos reformados Barth y Brunner…).
He ahí el desafío para hoy también: predicar la cruz de Cristo con toda su crudeza, consecuencias y proyecciones. Escándalo y locura, provocación y desatino, paradoja y falta de lógica: la cruz de Jesucristo se presenta ante la humanidad como síntesis del proyecto redentor de Dios.
[1] Cit. por H.-G. Link, “Para la praxis pastoral”, en L. Coenen et al., Diccionario Teológico del Nuevo Testamento. I. Salamanca, Sígueme, 1990, p. 369.
[2] H.-G. Link, op. cit., pp. 369-370.
[3] Egon Brandenburger, “Cruz”, en L. Coenen, op. cit., p. 363.
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