Cuando el 29 de mayo de 1453 los turcos invadieron Constantinopla, los monjes de Bizancio discutían cuántos miles de ángeles cabían de pie en la punta de un alfiler. Otros corrillos se entretenían indagando si las mujeres tenían o no alma, sin que faltaran los que afirmaban, como muy bien analizó en su día Agustín de Foxá[1], que las lágrimas eran la sangre del alma. Ese acontecimiento marcó el fin de la Edad Media en Europa y el ocaso del último vestigio del Imperio romano de Oriente, en el que Constantinopla brilló con luz propia desde que el emperador Constantino I el Grande trasladó la capital desde Roma a la antigua Bizancio (que entonces rebautizó como Nueva Roma, y más tarde se denominaría Constantinopla), hasta el año 1453. De su época de esplendor destaca la maravillosa basílica de Santa Sofía, o Hagia Sophia, Santa Sabiduría, una antigua basílica patriarcal ortodoxa, posteriormente reconvertida en mezquita y actualmente en museo.
Sin haber sido la cuna del cristianismo, Bizancio llegó a ser, junto a Roma, uno de los dos patriarcados más importantes de la Cristiandad. Y de su ámbito de influencia surgieron grandes teólogos como Eusebio de Nicomedia, Marcelo y Basilio de Ancira, los Padres Capadocios, Basilio el Grande, Gregorio Nacianceno y una gran pléyade de apologetas y padres de la Iglesia, que llenan de orgullo a las iglesias de Oriente y a la Cristiandad en general; por no mencionar la celebración bajo su influencia de los siete grandes concilios ecuménicos, los únicos que merecen la denominación de ecuménicos, por haber estado en ellos representados y participando con pleno derecho, los delegados de los cinco patriarcados de la Cristiandad, cosa que no ha vuelto a ocurrir desde entonces.
La decadencia de Constantinopla, como sede de un cristianismo pujante, se pone de manifiesto cuando se dejan de lado los temas importantes de la fe y sus patriarcas, obispos y sacerdotes, empiezan a preocuparse prioritariamente de aspectos tan irrelevantes y ridículos como los planteados al inicio de este escrito, preocupados sus teólogos en averiguar el aspecto o la dimensión de los ángeles o empeñados en subordinar a la mujer a una mera condición animal, negándole lo más esencial del ser humano, como es su propia alma. Mientras ellos se entretenían en estos juegos callejeros, fomentando su decadencia moral y desvirtuando su capacidad estratégica, los turcos cercaban el otrora orgulloso imperio y lo reducían a una mera provincia otomana, poniendo fin de esta forma al papel pujante del Patriarcado de Constantinopla en el concierto universal del cristianismo.
No estamos muy lejos en los tiempos que corren de asemejarnos a nuestros ancestros bizantinos, cuando gastamos nuestra energía en identificar a posibles heresiarcas que se atreven a cuestionar ciertos dogmas que, como todos los dogmas, son discutibles, o a censurar prácticas propias del ámbito personal, de las que cada cuál tendrá que dar cuenta, si así correspondiere; y quienes en tal oficio se empeñan, descuidan y malbaratan el contenido del Sermón del Monte, cuyo objeto central no es condenar sino perdonar, ayudar en lugar de perseguir, amar por encima de todo. ¿Cuántas voces evangélicas se han levantado para cuestionar las declaraciones del obispo de Alcalá de Henares con las que denosta, usando todo tipo de improperios, a un colectivo de ciudadanos a quienes envía directamente al infierno por el hecho de ser homosexuales? ¿Y, por el contrario, cuántas se levantan para condenar al presidente Obama de los Estados Unidos[2] porque en uso de un sentido equitativo de la justicia, pretende aplicar la ley que garantiza la igualdad de todos los ciudadanos sin excepción a las familias formadas por personas del mismo sexo?
Los evangélicos españoles necesitamos menos apóstoles y más debate. Cuando algunos representantes de la prensa buscan la opinión de los protestantes sobre temas candentes de actualidad, resulta imposible responder con un criterio corporativo, ya que lo único que circula son criterios personales o, en el mejor de los casos, la soberana opinión de individuos que, en manera alguna, representan el sentir general, entre otras cosas, porque nuestra diversidad teológica, eclesial y social es tan diversa que ni siquiera a nivel denominacional pueden armarse criterios homogéneos.
En cualquier caso, y para terminar, más nos valdría dejar a un lado cuestiones baladíes similares a determinar el sexo de los ángeles o a negar el alma a alguno de nuestro semejantes y dedicarnos a aspectos mucho más provechosos como es amar a Dios sobre todas las cosas y nuestro prójimo como a nosotros mismos.
Mayo de 2012.
[1] Agustín de Foxá, “Las lágrimas contra el llanto” en ABC, 16 de marzo de 1957.
[2] Según los informes de prensa, un importante sector de votantes evangélicos norteamericanos han anunciado que retirarán el voto a Obama por este motivo.