Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesús el Mesías, a quien enviaste. (Juan 3, 17 BTX)
Sin duda que hay muchas razones por las cuales una persona puede llegar a interesarse en el cristianismo —el cristianismo evangélico, queremos decir—, no solo una. (No hablamos ya de “convertirse”, puesto que ello va más allá de nuestras capacidades humanas; la conversión auténtica y genuina de un hombre o una mujer en seguidor de Cristo siempre es obra exclusiva del Espíritu Santo, según nos enseñan las Sagradas Escrituras). Pero después de muchos años conversando con creyentes de diferentes lugares de nuestro país y de otros acerca de este asunto, llegamos a la trágica conclusión de que algo va mal en nuestras congregaciones; daría la impresión de que algunas personas engrosan el mundo evangélico, no por una razón positiva, sino más bien negativa, es decir, no por un encuentro real con el Señor resucitado en sus vidas, sino como reacción ante unas situaciones previas.
Un ejemplo típico suele ser el de quienes se acercan a cualquiera de las diferentes denominaciones evangélicas por puro anticlericalismo. Aunque parezca increíble, es un fenómeno todavía vivo en países de tradición católica, como el nuestro, nuestros vecinos europeos inmediatos o nuestros hermanos hispánicos del continente americano. Dado que, por desgracia, la Iglesia católica romana goza de muy mala reputación a ciertos niveles, y algunos de sus altos dignatarios locales parecieran empeñados en acrecentar aún más esa imagen negativa, se genera en algunas personas un rechazo tan visceral hacia ella, que se dirigen a aquellas otras confesiones cristianas que, según les parece, son “enemigas de los curas y los obispos”. Lamentable, pero cierto. Incluso en el día de hoy.
Otro es el de quienes tienen una terrible conciencia de culpa por algo concreto que han hecho en el pasado o por una vida más o menos irregular que han llevado, y de pronto descubren que en las congregaciones evangélicas “pueden ser buenos” (palabras literales tomadas de varias fuentes; personalmente, preferiríamos decir que “pueden ser restaurados”, pero lo expresamos tal cual se nos ha comentado). Su “testimonio” típico se suele presentar más o menos así: “Yo antes era…, pero ahora por la Gracia de Dios soy…” O, “yo antes hacía…, pero ahora que Cristo me salvó hago…” Y si no siempre se escuchan estas expresiones al pie de la letra, resuena algo parecido. Lo malo es que demasiadas veces este tipo de “testimonios” o “confesiones”, en público o en privado, encierran una no pequeña dosis de orgullo espiritual muy patente que a la larga o a la corta se vuelve contra quienes los emiten, máxime cuando tales personas ejercen ciertos ministerios u ocupan ciertos cargos de autoridad en las congregaciones, en el desempeño de los cuales se muestran con demasiada frecuencia inflexibles o intransigentes para con otros. Trágico, pero exageradamente cotidiano.
El último que mencionamos, y con el cual no cerramos la serie, ni mucho menos, es el de aquellos que, sin tener conciencia alguna de ningún tipo de maldad o de perversión previas —son buenos ciudadanos, buenos esposos y padres de familia en la mayoría de los casos, o buenos hijos—, se encuentran tan desencantados y tan decepcionados de esta sociedad fría, egoísta, deshumanizada (¡y nos quedamos cortos definiéndola!), que no hallan su lugar en ella y necesitan psicológicamente un entorno amable, un refugio, por llamarlo por su nombre. Dígase lo que se quiera, nuestras iglesias reciben y acogen bien a todo el mundo, y en líneas generales, saben crear un buen ambiente (las excepciones, que también las hay, vienen a confirmar la regla). Suele ser muy habitual escuchar a estas personas hablar de “la seguridad” que ofrece la Iglesia frente a los peligros que se viven en “el mundo”, al que tienden a ver como el reino de Satanás, y exhortar constantemente a otros, en especial a los más jóvenes, a que no salgan del muro protector que representa el entorno de la congregación o la denominación, ya que es imposible resistir allí fuera.
Con lo que demasiadas veces nos hallamos inmersos en congregaciones en las cuales un elevado porcentaje de la membresía no tiene demasiado claro lo que significa en realidad ser cristiano, o vive alimentando ideas completamente opuestas al mensaje de Cristo.
Jesús lo dice muy claro en los Evangelios: el creyente ha de ser discípulo, seguidor suyo, es decir, alguien estrechamente vinculado con él, con su persona y con su obra redentora. Sin más, pero sin menos. Las consecuencias que se deducen de ello, traducidas en una vida de servicio a los otros (¡de dentro y de fuera!) con los talentos que cada uno haya recibido y en el lugar en que Dios lo haya puesto, han de impregnar lo suficiente al cristiano como para que pase por este mundo con una clara conciencia de la misión y con un espíritu de gozo. Cristo insta de continuo a no temer y a caminar por una senda que, aunque muy estrecha y nada fácil —nuestro Señor es terriblemente realista. Un poco demasiado, en el sentir de algunos—, conduce a la vida eterna.
Jesús de Nazaret nunca trazó las líneas maestras del cristianismo en oposición enconada a la institución judía de su tiempo. Sus más que duras palabras contra ciertos dirigentes religiosos del momento o sus tradiciones e idolatrías particulares —que las tenían, como la veneración cuasi-supersticiosa del Templo de Jerusalén—, no implicaban una guerra declarada a la religión de su pueblo, que él mismo profesaba. Su respeto absoluto a las Escrituras (lo que hoy llamamos Antiguo Testamento) evidencia con creces su vinculación personal con el judaísmo y su amor por su propia gente, lo que no le ofuscó hasta el punto de no ver la realidad: supo y afirmó que los suyos lo rechazarían. La experiencia de los apóstoles fue idéntica. Pero el cristianismo original, insistimos, no fue antijudío. Por desgracia, los judíos fueron, y hasta hoy siguen siendo (en buena parte al menos), anticristianos. El antisemitismo que se ha ido desarrollando a lo largo de la historia del cristianismo en ciertos sectores como respuesta, supone una aberración, no el mensaje original. Nadie es realmente cristiano por el hecho de ir en contra de los judíos. No tiene sentido. Tampoco lo tiene el ser evangélico por ir en contra de los católicos o de los ortodoxos, ni siquiera de los no cristianos.
Jesús vino a salvar a los pecadores, a darles conciencia del perdón de Dios, a transmitirles las buenas nuevas de la Gracia. El Nuevo Testamento entero está lleno de testimonios de quienes adquirieron la noción básica de ese perdón y de esa redención ofrecidos por pura misericordia. Las epístolas paulinas son un buen ejemplo, sin ir más lejos. Pero en ellas, como en las cartas de Pedro, las de Juan y el resto de los escritos neotestamentarios, rezuma un espíritu de humildad ante Dios, de pequeñez, de reconocimiento de la propia condición de debilidad y de necesidad constante del auxilio divino para llevar adelante la proclamación del Evangelio. Bien lejos quedaron el orgullo, la vanagloria o la intransigencia, de aquellos auténticos primeros discípulos de Cristo, que ejercían sus ministerios en el Espíritu del Señor y a riesgo de sus propias vidas, amando a las congregaciones y trabajando arduamente por ellas. Una lectura atenta de los escritos apostólicos nos coloca frente a una espiritualidad que está a años luz de lo que en ocasiones se escucha en nuestras congregaciones en labios de supuestos “pecadores arrepentidos” y hoy “líderes”.
Y para concluir, Jesús no concibió la Iglesia como refugio psicológico, o como terapia. Ni mucho menos como una especie de club para inconformistas, escapistas o inadaptados sociales. La Iglesia es, en el Nuevo Testamento, la asamblea de los cristianos, el cuerpo de Cristo, el verdadero templo del que cada creyente es una piedra viva. Es decir, una comunidad de adoración y de servicio a los propios fieles y al resto de los seres humanos, donde la presencia del Hijo de Dios es una realidad viva a través de los medios que él ha dispuesto: la proclamación de la Palabra y la correcta administración de los Sacramentos, como nos recuerdan de continuo los grandes reformadores.
El verdadero creyente, entonces y hoy, solo puede ser aquel que desea vivir en una estrecha comunión con el Dios verdadero revelado en Jesucristo, con todo lo que ello conlleva de compromiso con los demás, de humildad sincera ante el Altísimo y de vida abierta y consagrada allí donde el Señor lo haya colocado. Un creyente evangélico, por definición, es aquel que, de forma individual y colectiva, busca y transmite evangelio, es decir, buenas nuevas de redención, de restauración y de dignificación para todos los demás.