Posted On 22/05/2012 By In Opinión With 1569 Views

¿El futuro de la Iglesia?

Ninguno menosprecie tu juventud. (1 Timoteo 4, 12a BTX)

Siempre nos han impresionado estas palabras dirigidas por el apóstol Pablo a su amigo Timoteo, joven a la sazón, por su impactante actualidad. De ellas, y de lo que antecede y lo que sigue en la epístola, se deduce que ser joven en la Iglesia cristiana era difícil ya en el siglo I, no solo es cosa de hoy. Y el hecho de que se lea con tanta claridad ninguno menosprecie tu juventud (nadie tenga en poco tu juventud, reza la RVR60 en una lectura un tanto edulcorada) implica que había ya en las comunidades cristianas de la época gente que no miraba con demasiado buenos ojos a quienes aún no habían alcanzado la etapa adulta de la vida.

Juan María Tellería LarrañagaReconozcámoslo: quienes nos hallamos lejos de los tiempos en que se nos consideraba jóvenes tenemos verdaderos problemas a la hora de tratar con la franja situada entre los quince y los treinta años de edad, grosso modo. No siempre nos gusta su manera de actuar, de ser, de hablar o incluso de pensar. No vemos muchas veces correcta su forma de vestir o de adornarse, y no llegamos a asimilar demasiado bien algunas de sus diversiones, pasatiempos (hobbies) o actividades lúdicas. Tenemos una tendencia innata a mirarlos con ojo crítico (eufemismo por inmisericorde) y adoptamos frente a ellos unas posturas, en ocasiones paternalistas, en ocasiones autoritarias, en la idea de que “hay que educarlos e instruirlos en la fe”. Por supuesto que no es así en el cien por cien de los casos, pero sí en un buen porcentaje, el suficiente como para que nosotros, los adultos de la Iglesia, hayamos de plantearnos algo muy importante: ¿no será que nuestros jóvenes en realidad nos asustan, nos dan miedo, porque pueden representar algo que supondría un impacto de sacudida en nuestras vidas como creyentes?

Son muchos los años que llevamos escuchando afirmaciones tajantes sobre la manera de tratar con la juventud de nuestras iglesias. Desde quienes los acusan de todas las maldades y depravaciones imaginables, sintiéndose aliviados cuando por fin se marchan de la congregación para no volver, alegando en tono triunfal aquello de que salieron de nosotros, pero no eran de nosotros, hasta quienes postulan que los cultos se transformen prácticamente en un espectáculo, por no decir un circo, en la idea de que “hay que hacerlos atractivos para que no se nos marchen los jóvenes”, pasando por todas las gradaciones, gamas y colores. Pero siempre nos queda el mismo sentimiento arraigado de que, al igual que ocurría con aquel joven Timoteo en su mundo, en realidad estas actitudes solo muestran un menosprecio más o menos larvado hacia el elemento joven de la Iglesia.

No podemos pretender, en primer lugar, que la juventud contemporánea sea una prolongación o una réplica a escala de lo que somos o hemos sido —o más bien creemos que somos o que hemos sido— nosotros. Que su forma de pensar sobre muchos asuntos propios de los tiempos en que vivimos no coincida siempre con nuestra visión del mundo o de la sociedad, no implica que sea forzosamente errónea o que se estén “extraviando por caminos de perdición”. Que su enfoque de la realidad esté revestido de cierto idealismo y que pueda chocar con nuestro punto de vista más curtido por la experiencia, no le quita valor ni lo desautoriza; al contrario, constituye toda una aportación a la que haríamos bien en prestar atención, en la idea de que quizás un buen entendimiento con una cosmovisión joven nos permitiría a los adultos llegar a cierto equilibrio en nuestros planteamientos, algo que no nos vendría nada mal y redundaría en beneficio de todos. Y que su indumentaria o su apariencia externa sea diferente de la nuestra no la convierte automáticamente en “satánica” ni en “anticristiana”. Sentimos vergüenza ajena, por no decir indignación, cuando escuchamos que algunos pastores vetan hoy a ciertos jóvenes la participación en la vida cúltica de algunas congregaciones solo porque llevan un piercing, pendientes o aros (tratándose de varones, naturalmente), cabezas rapadas al cero o lo que algunos llaman con no poca gracia “pelo pincho”, o simplemente aparecen los domingos por la capilla con camisetas de manga corta que lucen slogans publicitarios varios. Es posible que no sean estas las mejores maneras de presentarse en público, pero ¿lo era la nuestra en su momento cuando teníamos la misma edad? ¿Estaban contentos nuestros padres, familiares o hermanos de la Iglesia cuando allá por los años 70 del siglo pasado se veían entre los jóvenes creyentes evangélicos las primeras minifaldas, melenas de estilo hippy en los varones, pantalones acampanados a veces de forma exagerada, o luengas barbas y poblados bigotes de cierto tono revolucionario? Que todos, jóvenes y adultos, debiéramos vestir de forma adecuada y moderada, es algo que nadie puede poner en duda. Pero no se debe alejar de la Iglesia a ningún joven por asuntos que son simplemente modas pasajeras, algo puramente externo, que hoy está pero mañana habrá pasado a la historia, ni tampoco por tener ideas distintas o puntos de vista diferentes de lo que siempre se había dicho.

Y en segundo lugar, no debemos jamás cometer el error de creer que nuestros jóvenes solo tienen alicientes para adorar a Dios en el culto público si este se convierte en un concierto o un espectáculo público, en “algo atractivo”, como si carecieran de inteligencia para comprender lo que significa un servicio de adoración o para captar la esencia de la proclamación del Evangelio en su estado más sencillo, más puro. La experiencia nos viene demostrando año tras año de forma tenaz que lo que más valora la juventud de los servicios religiosos, sorprendentemente, es que sean algo serio, solemne incluso, pero por encima de todo, sincero. Más de un muchacho “rockero”, “rapero”, o aficionado al “dubstep”, al “electro” o al “reggaeton” por sus gustos musicales, aunque parezca increíble encuentra una gran belleza en los himnos más tradicionales y en la liturgia más conservadora, pero se le hace insoportable (¡y con razón!) la plática insulsa o trasnochada de quien sube al púlpito sin la debida preparación y se limita a abrir la Biblia y leer pasajes amenizados (¿o amenazados?) con anécdotas, chistes y chascarrillos, solo para decir que nosotros somos muy buenos, pero “los del mundo” están irremisiblemente condenados al infierno eterno, o para infundir miedo venteando textos e imágenes apocalípticos sin ton ni son. Más de un joven cuya indumentaria no casa con los patrones clásicos se muestra crítico y exigente con la manera en que los pastores han de conducirse en el culto, y no son pocos los adolescentes y veinteañeros que no toleran que impartan enseñanza sagrada (escuelas dominicales, talleres, células, estudios bíblicos) supuestas “gentes de bien” que presumen de elevados principios, propios o heredados, pero que en las reuniones administrativas de la Iglesia se muestran en público sin ningún recato como auténticas fieras sanguinarias, o que en cualquier momento y lugar descuartizan vivos a todos los que se ponen al alcance de su lengua.

No nos equivoquemos. Nuestros jóvenes saben bien lo que significa ser cristiano en la práctica, aunque según la edad o las circunstancias carezcan de la formación suficiente para expresarlo con terminología teológica, o aunque no siempre se muestren de acuerdo con todas las enseñanzas tradicionales de la Iglesia. Nuestra juventud suele intuir con gran tino cuándo el que habla en público es un siervo de Dios que imparte la Palabra de Vida o no pasa de ser un simple charlatán que cumple con un horario o un programa mejor o peor delimitado. No les es fácil casar una enseñanza teórica que han recibido prácticamente desde la cuna y les habla de un Dios de amor que invita a los hombres a creer en Cristo para ser salvos, con una praxis eclesiástica en la que con excesiva frecuencia se ponen demasiados impedimentos y trabas para que algunas personas que realmente lo necesitan se integren en la vida de las congregaciones. No suelen poder aceptar que a cierta gente se la rechace de manera inmisericorde en nombre de unos determinados principios morales (sexuales, por lo general), mientras se cierran deliberadamente los ojos ante otros pecados realmente muy graves y tremendamente perjudiciales, pero de otra índole, o —todo hay que decirlo— cometidos por elementos de cierta influencia en la Iglesia o de archiconocida generosidad en lo referente a las ofrendas.

Por decirlo de forma clara: los jóvenes de nuestras congregaciones, ya sean preadolescentes, adolescentes o se acerquen a la treintena, no son el futuro de la Iglesia, como a veces nos empeñamos en decir repitiendo un tópico que viene ya de lejos. Son el presente, la realidad cotidiana con la que hoy convivimos. Una realidad que no siempre comprendemos cuando pasamos de los cuarenta o los cincuenta años, pero que está ahí, y lo mejor de todo, que nos exige constantemente una toma de postura clara y evangélica (en el más puro sentido del término) ante los problemas y las situaciones que se nos plantean en las congregaciones. Menospreciar a nuestra juventud teniéndola en poco, ignorando lo que dice o piensa, rechazándola o incluso condenándola abiertamente porque no entra con facilidad en ciertos esquemas preconcebidos, es lo más fácil. Pero constituye un gravísimo error.

No es hipotecar el futuro. Qué va. Es peor todavía. Es destruir un presente que Dios nos ha regalado como una bendición.

Juan María Tellería

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