Demasiados náufragos en las aguas de los mares que circundan la iglesia institucional, cansados de la hipocresía de un lenguaje religioso y de una apariencia de espiritualidad y piedad cuando, a la primera de cambio, se pierde el control de las emociones y se trata, sin la consideración debida, al hermano. Cuesta aprender que si bien nada puede hacerse sin las emociones, tampoco dejándose llevar por ellas.
Triste descubrimiento al constatar que no siempre la iglesia es sinónimo de comunidad de afectos y que el concepto paulino de cuerpo de Cristo, con todas sus implicaciones prácticas, queda, en ocasiones, en mera retórica.
Demasiados cristianos hartos de comprobar como la omnipresente motivación de poder induce a ciertas personas y grupos a no evaluar ni considerar los nefastas consecuencias que sus pretensiones de control e influencia tendrán sobre la comunidad. El dolor y los daños colaterales provocados no parecen hacer mella en la armadura de la religiosidad farisaica, de quienes justifican sus injustificables medios con tal de alcanzar exiguas parcelas de poder.
Demasiadas personas insatisfechas con una teología desfasada que poco aporta al hombre y a la mujer contemporáneos. Teología, en general importada de otros mares geográficos e ideológicos alejados de los nuestros, que margina el inmenso caudal de la teología de la reforma, desde sus orígenes hasta la actualidad.
Demasiados creyentes sinceros que desean agradar a Dios y que se sienten agobiados por el peso del yugo de una religiosidad legalista que les impide vivir la gracia y la libertad que el evangelio proporciona.
Cristianos aburridos ante la falta de creatividad litúrgica y de estructuras cúlticas que no favorecen su finalidad: la apertura al absoluto de Dios. Demasiados momentos de distracción y entretenimiento y pocos de introspección. Demasiado viento huracanado, terremotos y fuego en lo que ahora denominamos el tiempo de alabanza y poco silbo apacible de la Palabra, empleando el lenguaje de la experiencia de Elías.
Demasiados cristianos hartos de que se les convoque para dar su placet a decisiones tomadas por quienes, desde las posiciones de liderazgo, no pretenden otra cosa que mantener su status quo, planteamiento u opinión a cualquier precio. La discriminación elitista se convierte en el arma de los mediocres para mantener su ineptitud.
Demasiadas personas cansadas del pensamiento único, de la falta de flexibilidad y de sensibilidad en las estructuras institucionales. Creyentes que terminan por autoexcluirse a fin de mantener su propia coherencia personal y ser fieles, de este modo, a su conciencia. Cristianos perplejos ante la imposibilidad de resolver los problemas de la iglesia de una forma racional, con diálogo, buscando soluciones consensuadas al abrigo de la Palabra de Dios, nuestra pauta suprema en cuestiones de fe y conducta, al menos en teoría.
Demasiadas comunidades se asemejan a los odres viejos del evangelio que no pueden contener, sin romperse, el vino nuevo de formas renovadas y actualizadas de vivir la fe que impulsa el Espíritu.
Todo ello comporta que sea urgente y necesario aprender a interpretar lo que en la negatividad de la institución pueda haber de signo. Este ejercicio viene exigido por lo que Pablo denomina sabiduría de Dios al hace referencia a Jesús de Nazaret, signo primordial del Reino de Dios, aparentemente vencido en la cruz. En este caso, la negatividad de la muerte deviene en signo del poder transformador y de la sabiduría de Dios (1 Co 1, 24).
Esta interpretación de los signos de los tiempos coloca frente a nosotros todo aquello que no es Reino y que debe ser excluido de la praxis creyente si queremos mantener la credibilidad del mensaje cristiano muy desvirtuado por el aparato eclesial. La cruz desenmascara la hipocresía, los discursos aprendidos pero no interiorizados, la falta de amor, la motivación de poder orientada a satisfacer las propias necesidades narcisistas, la falta de sensibilidad interpersonal, la superficialidad en el tratamiento de las cuestiones…
Cuando las expectativas no se cumplen, sólo nos queda la esperanza que nos permite otear, en medio de unas aguas tan revueltas, espacios esperanzadores hacia los que dirigir el rumbo de nuestra vida de fe. Creyentes que viven, en la propia institución, de acuerdo con los valores y principios bíblicos, seguidores honestos de Jesús en medio de los condicionantes de la existencia… son zonas liberadas de la negatividad que nos permiten un punto de esperanza y de credibilidad en el mensaje cristiano.
Auscultar, discernir e interpretar los signos de los tiempos nos induce a descubrir que la comunidad creyente puede encontrarse en otros muchos lugares que no siempre coinciden con la iglesia – institución, cuando en ellos se vive en consonancia con el mensaje de Jesús. Son islas de anticipación histórica del Reino de Dios.
Todas estas realidades positivas, espacios, sin duda, de la manifestación de Dios, son las que ayudan a mantenerse firme en las propias convicciones, renovar energías cuando estas decaen y seguir trabajando para que se cumpla la petición de la oración modelo: Venga tu reino. Nos permiten también seguir esperado, contra esperanza como Abraham, la irrupción del Reino de Dios que, debe motivarnos a la consideración de que el germen del mismo actúa ya en nosotros y en los demás.
Jaume Triginé
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