Cuentan los libros sagrados hebreos que el Señor dio a Israel una Torá (Ley) a fin de crear un orden social alternativo al del resto de los pueblos que les rodeaban. Un modelo social que posibilitará una sociedad sin dominantes ni dominados.
Para llevar a cabo dicho proyecto social necesitaban de una nueva tierra donde gozaran de autonomía para desarrollarlo en todas las esferas de la existencia del ser humano. A esa nueva tierra se la denominó la “tierra prometida” debido al pacto hecho en el pasado con los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob.
Más temprano que tarde –asi lo narran las tradiciones hebreas- dicho proyecto derivó en la monarquía, algo no querido por el Señor que les liberó de Faraón en las tierras de Egipto. Esa derivación, de alguna manera, logró que “Faraón” se instalará de nuevo como el poder que les iba a gobernar a partir de su instauración (1 Sam. 8: 1-22 [11-18]).
Los profetas se encargaron de denunciar la distorsión del modelo social que el Señor había querido para su pueblo. Denunciaron a los reyes y a la casta sacerdotal que justificaba y legitimaba un modelo social que producía desigualdades sociales, cada ves más insalvables, entre en el pueblo.
La estructura social que se habían dado, en abierto contraste con la Ley dada por el Señor, fue una estructura empecatada generadora de lo que hoy llamamos pecado estructural. Esa estructura potenciaba modelos de vida personales también empecatados, que permitían, de alguna manera, que el pueblo llano “sobreviviera” pagando un alto precio: Por un lado la insolidaridad y la codicia; por otro, el continuo gemir ante la opresión socioeconómica que dicho modelo social producía. Al final perdieron “la tierra”, ésta había perdido su finalidad. Y sin ella la Ley del Señor derivó, cada vez de forma más intensa, en una carga pesada y difícil, por no decir imposible, de realizar (Mat. 23:4). La Ley se convirtió en letra que mata.
Siglos después, el apóstol Pablo escribiría: “lo que hago no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago… De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mi” (Rom. 7:15,17). El pecado estructural nos alcanza, y acaba formando parte de nuestro ser más íntimo, de tal manera que hacemos lo que no quisiéramos hacer. El nuevo orden social propiciado por la Ley, sin tierra liberada, lo que logra es la eclosión del pecado personal (Rom. 7:12,13). Es decir la adecuación de nuestras existencias al estilo de vida que las estructuras injustas alientan.
Pablo, seguirá escribiendo, que en su interior existe una aspiración a un modelo social nuevo con aquellas conductas que le corresponden (Rom. 7:22), sin embargo su experiencia se rinde a la realidad social que le rodea, y experimenta la cautividad a las estructuras sociales injustas (Rom. 7:23).
¿Cómo liberarse de los poderes de este mundo? ¿Cómo liberarse del poder de unas estructuras sociales empecatadas? ¿Quién nos puede librar del drama de no ser nosotros mismos? ¿De qué manera seremos capaces de desarrollar toda nuestra capacidad de solidaridad y justicia, creando un modelo social alternativo? El mismo Pablo nos dará la respuesta: “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro” (Rom. 7:25ª).
El Mesías Jesús de Nazaret nos capacita, por la fuerza del Espíritu, para experimentar la resurrección a un mundo nuevo aquí y ahora (Rom. 6). Un mundo nuevo en medio del caduco modelo social empecatado. El pueblo de Dios (Iglesia) está llamado a plasmarse a través de una estructura social “santa”, es decir una estructura social que promueva la fraternidad, la misericordia, la solidaridad, la justicia y la verdad entre los seres humanos (Mat. 23: 8-11). Una estructura social donde no existen, al contrario de lo que ocurrió en el antiguo Israel, ni dominadores ni dominados. Eso es lo que suelo denominar la aldea alternativa a la aldea global.
En las comunidades cristianas debiera eliminarse el pecado estructural que padecen por transparentar más unas estructuras emparentadas estrechamente con el modelo social caduco y agotado. que al nuevo modelo social que Jesús de Nazaret promueve a través del Evangelio. Si fuera así podríamos decir con Juan, el discípulo amado, que “todo aquel que permanece en él (en Cristo), no peca; todo aquel que peca, no le ha visto, ni le ha conocido” (1 Jn. 3:6).
En mi opinión falible, creo que hay una relación estrecha entre pecado estructural y pecado personal, de tal manera que se retroalimentan el uno al otro. De eliminarse el primero, se posibilita que el ser humano emprenda un proceso de “reeducación” que le libere de los valores que el modelo social actual ha grabado a fuego en su corazones.
Las iglesias -junto a los seres humanos de buena voluntad- somos llamadas a iniciar el mundo nuevo en la “tierra” más adecuada para su crecimiento y extensión, la comunidad entendida al modo de Jesús de Nazaret. Nueva “tierra” donde nadie se siente sólo y abrumado por la consecuencias sociales y personales que el actual sistema provoca. Nueva “tierra” que nos permite, por la fuerza del Espíritu, resistir a los poderes de este mundo que nos proponen el actual modelo social como el mejor de los posibles.
De no ser así, continuaremos diciendo, con Pablo, y esta vez utilizando la primera persona del plural, “lo que hacemos no lo entendemos; pues no hacemos lo que queremos, sino lo que aborrecemos, eso hacemos… De manera que ya no somos nosotros quienes hacemos aquello, sino el pecado que mora en nosotros” (Rom. 7:15,17). Por ello saludemos al mundo nuevo que está a la vuelta de la esquina, y iniciemos su construcción aquí y ahora. Ello posibilitará una “tierra” habitada por mujeres y hombres auténticamente libres, y por ello capacitados para ser agentes sociales de la liberación que debe acompañar al Evangelio que anunció y vivió, hasta las últimas consecuencias, Jesús de Nazaret, nuestro único Señor y Maestro.
Deseo finalizar con unas palabras extraídas del libro del profeta Jeremías (Jer. 31:33-34) y de la carta a los Hebreos (heb. 4:7): “Pero este es el pacto que haré con –el pueblo de Dios-, dice el Señor: Pondré mi ley en su mente y la escribiré en su corazón; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Y no enseñará más ninguno a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: “Conoce al Señor”, porque todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande, dice el Señor.” Por lo tanto, “si oyeréis hoy su voz –la del Espíritu que mora en nosotros-, no endurezcáis vuestros corazones”.
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