El acto creador supone un movimiento exílico,
una retracción, una distancia y, en la praxis humana,
una retirada de los honores
y, ciertamente, del territorio impuro del poder.
José Ángel Valente
I
Desde el dolor, apenas concebible, causado por la muerte de un perro o por el Atlanta, un club de fútbol descendido a la segunda división y después desaparecido, hasta los vientos del exilio y la derrota autoasumidos en varios países y durante tantos años, además de la nostalgia forzada de hijos y amigos, la poesía de Juan Gelman se ha ido labrando contra todo y contra todos, incluso contra su autor. Y es que hay que ver cómo el lenguaje se retuerce y da más de sí ante semejante proyecto, en primer lugar humano, pero también, a qué negarlo, poético. Ni siquiera el Gelman militante que no ha dejado de escribir contra todo lo que representó la tiranía que se adueñó de Argentina puede hacernos olvidar que el lamento, la elegía, la endecha en la mejor tradición bíblica, son el mejor vehículo para lo que ha pasado por su vida. Extraña ternura habita, por ejemplo, en los poemas de Si dulcemente (1980) o en Carta a mi madre (1984, 1987), y, por supuesto, el dolorido homenaje de Carta abierta (1980), desgarradora cirugía cardiaca que va más allá de cualquier compromiso ideológico. Por ello tenía razón Cortázar cuando escribió: “Acaso lo más admirable en su poesía es su casi impensable ternura allí donde más se justificaría el paroxismo del rechazo y la denuncia, su invocación de tantas sombras desde una voz que sosiega y arrulla, una permanente caricia de palabras sobre tumbas ignotas”.
El crítico uruguayo Ángel Rama, autor de un texto ya clásico (La poesía en el tiempo de los asesinos), resumió muy bien esta trayectoria poética: “La proposición poética de Gelman ha sido clara y ha venido ajustándose respondiendo a una necesidad interior. Surgiendo cuando declinaban los ecos del vanguardismo surrealista, su obra se edifica fuera de su influencia, recogiendo astillas del populismo de los veinte y el rigor realista y alucinado de la escuela norteamericana. Su precisión, su sequedad y laconismo, su medio tono, su emoción bajo cenizas, su exacta relojería, dan la medida de su madurez. Sobre todo testimonia uno de los más raudos y riesgosos vuelos del ave poética, pues la reencontramos mientras atraviesa el fuego y la carnicería y nos habla desde las llamas y nos dice cómo se sale de las llamas”.
París, Ginebra, Roma, Calella de la Costa, Madrid, Zürich y finalmente México, son los puntos geográficos del itinerario forzado de una poesía que ha transfigurado el dolor como tarea ineludible, obligando al idioma a personalizarse mediante una experimentación radical que algunos no han tenido más remedio crítico que explicar por el sustrato caucásico de su autor. Nada más errado y fácil, porque el propio Gelman reconoce cómo bebió en Vallejo sus dos atmósferas y, aunque no lo hubiera dicho, ellas han salido a la luz porque no tienen de otra. La indagación lingüística y la mirada preocupada por el destino de la sociedad se han trenzado sin estorbarse, pues al contrario, al no ceder a las tentaciones de uno y otro terreno, esta poesía levanta aun más vuelo sin nunca despegarse del piso. Bien ha expresado Eduardo Milán el triunfo de la poesía en la obra de Gelman en el prólogo de Pesar todo (FCE, 2001), amplia muestra de este trabajo literario:
Aunque atravesada por los afectos, la poesía de Gelman es una poesía material, una de las experiencias materiales más profundas de la poesía latinoamericana del siglo. La palabra como signo material impregna el mundo de las emociones, contamina el aire de la historia, baja de estatura los grandes discursos heroicos. Y ocupa, por esa voluntad de raíz, de ir al centro del acto donde todo ocurrió y ocurrirá, un preciso lugar en la lengua.
El exilio, en esta poesía, no es sólo un tópico, es el lugar desde donde se escribe. Es posible afirmar que desde sus primeros libros escritos en Buenos Aires, el tono exílico ya traía su marca de origen, pues el pasado familiar, aunque no descrito con pelos y señales, ya cobraba sus cuentas en esos poemas. Así, habría que hablar de un doble exilio, consecuente con lo señalado líneas arriba: el histórico, implícito en lo lingüístico, y el existencial, tan explícito en el compromiso político de otras épocas y en el tránsito de país en país. Por eso hay que reprocharle a Elena Tamargo no haberse sumergido en estas aguas en su libro Juan Gelman: poesía de la sombra de la memoria (Universidad Iberoamericana, 2000), aun cuando ese era aparentemente su propósito, y divagar en una teorización intrascendente. Cuando al fin se decide a hablar de Gelman, encuentra la veta mística de esta poesía:
Gelman reconoce el valor de la lengua desde otra experiencia más, la mística; tiene en el exilio su encuentro de fondo con la cultura judía. Relee a los místicos, San Juan de la Cruz y Santa Teresa, sobre todo, obsedidos por la presencia ausente de lo amado, y esto lo conduce a la Cábala, donde reconoce su propia visión exiliar de la vida. Los cabalistas se preguntan si acaso el hombre no está exiliado sobre la Tierra, y en esa indagación de sí mismo, a través del fundamento de lo hebreo, encuentra la idea extraordinaria que suscribe, en Isaac Luria [siglo XVI, Safed, Palestina], acerca de que el gran exiliado es Dios, porque se retira de sí mismo para dar espacio a su creación.
La voz gelmaniana no sólo habla desde la obviedad territorial del destierro (o transtierro), sino que discute y pelea, metapoéticamente, con él. Acaso el poeta pensó que para esto era necesario escribir en prosa, divagar sin concesiones sobre su condición y hacer de la dolor (como ha transgredido tantas veces la gramática) un interlocutor visible, con todas sus aristas, desde la evocación de sucesos y personas, hasta el diálogo nostálgico con ese fantasma posmoderno, la patria (“Es justo que la extrañe. Porque siempre nos quisimos así: ella pidiendo más de mí, yo de ella, dolidos ambos del dolor que uno al otro hacía, y fuertes del amor que nos tenemos”), como amada inmóvil omnipresente en el pensamiento y en la vida. Ingrata y todo, pero matria al fin, amada siempre: “Te amo, patria, y me amás. En ese amor quemamos imperfecciones, vidas”. Y aunque ella tiene nombre de hijos, nieta, amigos y compañeros, no se funde con ellos, sigue allí, imperturbable como motivo del dolor transfigurado. Carlos Monsiváis advierte: “Gelman es un indagador metafísico, un evocador de vidas como epitafios, un poeta político, un poeta amoroso, un enamorado de la metamorfosis de la tradición, un dilapidador de Dios… requiere de lectores con experiencia poética, de seguimiento de su complejidad, del lector que sepa complementar lo que Gelman deja ahí como claves, señas, puestas, silencia incluso. Gelman cree que cada poema demanda del lector una respiración específica, que el poema es un entramado orgánico de versos en donde el último ilumina al primero y así sucesivamente en la cadena interminable”.
Admirar esta poesía por su desgarramiento no es sadismo (como se quejaba Bob Dylan cuando se celebraba el sufrimiento que aparece en Blood on the tracks), es poca cosa. Porque admirar no es suficiente, apenas es el inicio de una conexión humana, simpatética, con una obra que, sin una gota de autoconmiseración, dice más que los discursos encendidos: “Nosotros arrastramos los pies en ríos de sangre seca, almas que se pegaron a la tierra por amor, no queremos otros mundos que el de la libertad y esa palabra no la palabreamos porque sabemos hace mucha muerte que se habla enamorado y no del amor, se habla claro, no de la claridad, se habla libre, no de la libertad”.
La ajenidad, vivida desde la raíz en tierra extraña, se experimenta, también, al compararla con la tierra propia. Ésta es única, aquélla apenas brinda ocasión para saborear la alteridad. Por eso ahora que Gelman ha hecho público su deseo de terminar sus días en México, no queda más que agradecer que siga siendo el canal por el cual la poesía ha alcanzado tonos y énfasis universales —por humanos— desde esta parte del mundo que, por lo que se ve, no logra encontrar la brújula que marque su destino propio. La poesía, con todo, sin ser un consuelo barato ni mucho menos, es un asidero en espera de tiempos más favorables. Si alguien ha refutado a Adorno sobre la posibilidad de escribir poesía después de las catástrofes humanas, ése es Juan Gelman.
II
Ahora que Gelman ha sido galardonado con el Premio Cervantes, precisamente cuando acaba de publicar Mundar, estas reflexiones adquieren una nueva dimensión: el poeta del exilio permanente es reconocido, en primer lugar, por las virtudes de su obra literaria, pero también (hay que decirlo) por su intransigencia ante la muerte. Acaso se estén premiando ambas cosas en una o acaso ambas sean una, pero lo cierto es que al leer este nuevo poemario queda la sensación, una vez más, de que se encuentra uno por primera vez con la ternura gelmaniana, con la forma en que pelea a palabrazos contra la muerte y la tristeza. Y es que, para quienes lo hemos seguido, al menos desde los años ochenta, Gelman sigue dejando constancia de su batalla experimental contra los resabios del dolor que lo ha agobiado sin descanso, pero también sin queja.
Cómo entender los múltiples pronunciamientos acerca de su poesía, que de manera casi unánimes repiten los lugares comunes: poesía comprometida, exilio, guerrilla, luchas populares… En el texto aludido líneas arriba, Rama sintetiza al respecto: “Es comprensible que uno de sus temas sea el de la supervivencia de la poesía y su legitimidad en tiempo revolucionario. Confianzas y Hechos persuasivamente reflexionan sobre que ningún endecasílabo acabó con un dictador pero simultáneamente reconocen la fatalidad de una escritura que no cesa ni debe cesar, el empecinamiento de la función poética que aun en los lugares inhóspitos, aun constreñida, no deja nunca de brotar, como dice en “Poderes”: “como una hierba como un niño como un pajarito nace la poesía la torturan y nace la sentencian y nace la fusilan y nace la calor la cantora”.
Había que estar cerca de sus versos para encontrarlos como epígrafe en libros tan improbables como el de Leonardo Boff sobre el Padre Nuestro (Oración de un desocupado), en los años más álgidos de la teología de la liberación, o en la cinta El lado oscuro del corazón, de Eliseo Subiela. Conmueve, claro está, saber que María Macarena, la nieta que encontró en Uruguay luego de tanto esfuerzo, se congratula por este premio que llega cuando el poeta se ha expresado a lo largo de su vida con una voz no solamente “inconfundible” (otro lugar común), sino también entrañable, en el sentido más literal, de entrañas, esto es, que se ha desgarrado las entrañas para extraer el canto que lo define. Es nuevamente Monsiváis quien de manera inmejorable valora las alturas y profundidades de esta poesía, pues a propósito del premio, observa que la poesía de Gelman es “de una potencia lírica considerable y, en última instancia, [está] regida por una idea de Dios no afiliada a las religiones”. Y afirma: “Él, escritor con rabia y desesperanza y denuncia, se da tiempo para reelaborar su experiencia política como poesía, volviendo inconcebible el panfleto, y dándole a la indignación moral la dignidad literaria que es, en sí misma, un sentimiento distinto. En el vértigo de esta poesía, los símbolos y las imágenes, sin alejarse de su función específica, se extienden discretamente, e iluminan la “abierta oscuridad”.
Mundar (2007), obviamente, es un verbo típicamente gelmaniano, de esos que brotan en su hablar poético vallejiano, que alude a lo que debe hacerse siempre con el mundo para vivir: yo mundo, tú mundas, etcétera. Mundar es estar en el mundo y dejarse llevar, no por la belleza que se sabe siempre relativa, sino por las cosas que se encuentran aquí, mudas y silenciosas, pero también trágicas y terribles. En “Callar” lo dice sin ambages: “El manantial de vos / cae como vino en la copa / y el mundo calla sus desastres. / Gracias, mundo, por no ser más que mundo / y ninguna ora cosa”. Amor, desastre y lenguaje se conjugan sin grandilocuencia mediante una coloquialidad acompasante que avasalla la experiencia y la hace decir más de lo que “normalmente” dice, “se dice”. El dolor va y viene de la boca a la calle; la ternura nace, muere y resucita; y el exilio se enreda con el ritmo de una poesía que celebra todo lo que pasa sin aspavientos: el poeta munda todo el tiempo y se ancla mediante el lenguaje y el oído atento en algún lugar de México, D.F.: “Unas viejas sentadas en la calle / hacen con suave náhuatl / el pasado de esta tarde contra / el frío de las casas desiertas” (“Tarde”).
El sustrato eslavo del idioma poético de Gelman reaparece una y otra vez para dotar a sus versos de una cadencia inesperada: “El cerca lejos de / tu despego sin alma / resplandece en servicios de tu voz / y la / conciencia de lo amado” (“Descubrimientos”). Juan Gelman o el arte de hacer preguntas imposibles: “¿Se hace sola la doble conciencia / donde la huella brilla? / ¿Por qué no creer en el sencillo / callejón de la espera?” (“Callejones”), “¿quién podría nombrar al pasado / de este presente seco?” (“Así, así”). Años y años de interrogar al lenguaje, a la vida, de hacerles ver su suerte con todo lo que dan, de hacerles decir, si no lo indecible, sí el fulgor de las dudas que acechan todo el tiempo. Lejos y cerca está la búsqueda en el misticismo de San Juan de la Cruz (el “padre dulce”), Santa Teresa y otros más. Lejos y cerca también la indagación en un idioma casi muerto (Dibaxu), traduciéndose a sí mismo, como en los libros de heterónimos o Los poemas de Sydney West, todo un panteón variopinto y luminoso. Cerca, más bien, la hora de afrontar la muerte en todas sus formas. Aceptar, incluso, quizá a destiempo, nadie lo sabe, que Dios existe, a duras penas, con un diminutivo muy mexicano: “Te fuiste, no dejaste / que una luz te sacara / de vos a la luz de tu luz. / Caen estrellas y está triste / Dios, que existe poquito” (“Envolturas”). Ecos de aquella interrogante sin respuesta: “¿y si Dios fuera una mujer?” (“Preguntas”, Hacia el sur, 1982).
En suma, para captar algo de este ya vasto universo poético, de esta sintaxis única y personalísima, aquejada por tan intensa mundidad, tal vez habría que oír al propio Gelman cuando introduce una antología personal(En el hoy y mañana y ayer) con estas palabras:“Las maravillas y miserias del amor. Sus oscuros fulgores, sus catástrofes. Caminar por el filo de la pérdida. Dar lo que no se tiene. Recibir lo que no se da. El amor a la poesía, a la madre, a la mujer, a los hijos, a los compañeros que cayeron por una esperanza, a la belleza todavía de este mundo. Como cualquier hombre, amé y amo todo eso. Algo de todo eso tal vez tiemble en los poemas que siguen, escritos a lo largo de 40 años. La muerte me enseñó que no se muere de amor. Se vive de amor”.
Bajo la lluvia ajena (notas al pie de una derrota)
(Roma, mayo de 1980)
(Fragmentos)
III
Yo no me voy a avergonzar de mis tristezas, mis nostalgias. Extraño la callecita donde mataron a mi perro, y yo lloré junto a su muerte, y estoy pegado al empedrado con sangre donde mi perro murió, existo todavía a partir de eso, existo de eso, soy eso, a nadie pediré permiso para tener nostalgia de eso.
¿Acaso soy otra cosa? Vinieron dictaduras militares, gobiernos civiles y nuevas dictaduras militares, me quitaron los libros, el pan, el hijo, desesperaron a mi madre, me echaron del país, asesinaron a mis hermanitos, a mis compañeros los torturaron, deshicieron, los rompieron. Ninguno me sacó de la calle donde estoy llorando al lado de mi perro. ¿Qué dictadura militar podría hacerlo? ¿Y qué militar hijo de puta me sacará del gran amor de esos crepúsculos de mayo, donde la ave del ser se balancea ante la noche?
No era perfecto mi país antes del golpe militar. Pero era mi estar, las veces que temblé contra los muros del amor, las veces que fui niño, perro, hombre, las veces que quise, me quisieron. Ningún general le va a sacar nada de eso al país, a la tierrita que regué con amor, poco o mucho, tierra que extraño y que me extraña, tierra que nada militar podrá enturbiarme o enturbiar.
Es justo que la extrañe. Porque siempre nos quisimos así: ella pidiendo más de mí, yo de ella, dolidos ambos del dolor que el uno al otro hacía, y fuertes del amor que nos tenemos.
Te amo, patria, y me amás. En ese amor quemamos imperfecciones, vidas.
VI
Del espesor de la experiencia. Hay discursos que rozan determinado espesor, parecen expresarlo, pero un despegue, una distancia, una nota no falsa pero distraída los distingue. La ajenidad de esos discursos —cualquiera sea su universal aceptación— certifica de nuevo esta perra soledad.
¿Será la soledad, que no tiene discursos? ¿Perra que ladra a la luna, sorda de su derrota, satélite o muertita?
¿En qué lengua podría hablar la soledad? El que perdió sus hijos, su másvida, ¿qué piedras escupiera por la boca? ¿Y quién las iba a recoger como señal de amor, o a entender, aceptar, recibir, aunque sea sentir en la ventana?
La soledad de la palabra. La lluvia barre los países del alma. Una palabra va por el camino, aterida, temblando, no sabe a dónde. Sólo sabe de dónde: tanta sangre camina ahora bajo la lluvia nueva, limpia, fresca, ignorante.
X
Serías más aguantable, exilio, sin tantos profesores del exilio, sociólogos, poetas del exilio, llorones del exilio, alumnos del exilio, profesionales del exilio, buenas almas con una balancita en la mano pesando el más el menos, el residuo, la división de las distancias, el 2 · 2 de esta miseria.
Un hombre dividido por dos no da dos hombres.
Quién carajo se atreve, en estas circunstancias, a multiplicar mi alma por uno.
XII
Mi padre vino a América con una mano atrás y otra adelante, para tener bien alto el pantalón. Yo vine a Europa con una alma atrás y otra adelante, para tener bien alto el pantalón. Hay diferencias, sin embargo: él fue a quedarse, yo vine para volver.
¿Hay diferencias, sin embargo? Entre los dos fuimos, volvimos, y nadie sabe todavía adónde iremos a parar.
Papá: tu cráneo se pudre en la tierra donde yo nací, en representación de la injusticia mundial. Por eso hablabas poco. No hacía falta. Y lo demás —comer, dormir, sufrir, hacer hijos— fueron gestiones necesarias, naturales, como quien llena su libreta de ser vivo.
Nunca te olvidaré, en la oscuridad del comedor, vuelto hacia la claridad de tus comienzos. Hablabas con tu tierra. En realidad, nunca te sacaste esa tierra de los pies del alma. Pieses llenos de tierra como silencio enorme, plomo o luz.
XVII
Amo esta tierra ajena por lo que me da, por lo que no me da.
Porque mi tierra es única. No es la mejor, es única. Y los ajenos la respetan sin querer, siendo ellos, siendo de otra manera, bellos de otra manera.
En sus bellezas me conmuevo. Nada tengo que ver con su manera de llegar a la belleza.
Esto es hermoso: dándome su belleza, me dan también la ajenidad de la belleza. La injusticia, el dolor, el sufrimiento, se interponen casi siempre.
Salú, belleza. Somos pedazos del viaje universal, diferentes, contrarios, las mismas olas nos arrastran.
Iremos a parar a cualquier playa. Vamos a hacer un fueguito contra el frío y el hambre.
Vamos a arder bajo la misma noche.
Vamos a vernos, ver.
XXVI
En realidad, lo que me duele es la derrota.
Los exiliados son inquilinos de la soledad. Pueden corregir su memoria, traicionar, descreer, conciliar, morir, triunfar. En este último caso, se miraron la cara como si fuese suya: estaba llena de traidores, descreídos, conciliadores, muertos, y también de compañeros que murieron con fe y arden bajo la noche y repiten sus nombres y no dejan dormir.
Nadie te deja dormir para que veas las distancias.
Crujís de huesos, vos.
Así sea.
De palabra. Madrid, Visor, 1994 (Visor de Poesía, 310), pp. 312, 315, 319, 321, 326, 337.
Mundar (2007)
La camisa
La luz que toca mi camisa
nada sabe de mí. La recibo,
pero quién la merece.
Poner el cielo al fuego es una
condición de este tiempo, el almanaque
finge inocencia en su papel.
Los bárbaros que manejan las penas
de los demás, espinan
astros que no vendrán.
¿Qué esperan los dolidos en su cueva
con una cama donde
espantos, miedos, duermen cada noche?
El no mundo conversa
con mañanas sin Dios.
La sed
En esos prados donde
dejóse y olvidóse hoy crecen
inviernos y el vacío. Él vio
ciervos de aire cruzando
su sed de amor.
Esos flujos de sombra que arden
tan lejos, don San Juan, interrogaban
lo que no es porque no es.
Es la única forma de vivir,
padre dulce, insaciable.
El agua que no has de beber
moja la mano que te escribe.
Descubrimientos
Derrota/leo tu libro/
maestra íntima/ya libre
de vos/¿qué ángel caído
hay en tu espalda?/vos/
tan siempre/vi tu cara
un día que volabas
de vos a mí/endemientras
el deseo levantaba su furia
en las desgracias del amor.
El cerca lejos de
tu despego sin alma
resplandece en servicios
de tu voz/y la
conciencia de lo amado.
Me recrearás en tu flujo
Donde llorás más que yo.
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