Posted On 20/10/2012 By In Opinión With 2178 Views

“Au revoir, Emmanuelle”

La misericordia triunfa sobre el juicio (Santiago 2, 13 RVR60)

Hace ya unos días que la prensa de todos los colores, del rosa al negro, se ha hecho eco de la muerte por cáncer de la emblemática estrella del porno de los 70 Sylvia Kristel, actriz holandesa que fue sobre todo conocida por su protagonismo en la película francesa Emmanuelle, de 1974, y alguna de sus secuelas. El hecho podría habernos pasado completamente desapercibido —cada día los rotativos y los noticiarios transmiten el deceso de alguna figura importante de la grande o pequeña pantalla—, de no ser por los comentarios que nos han llegado de parte de algunos conocidos, todos ellos creyentes y de cierta edad, en los que se evidenciaba, y sin ningún tipo de disimulo, una cierta alegría por el evento, cuando no una clara condenación de la artista, a la que no han faltado quienes la tildaran de “emisaria del diablo” o “instrumento de perdición” para muchos hombres jóvenes (y no tan jóvenes) de los años 70.

Sinceramente, nunca hemos tenido la oportunidad de visionar ninguna de las películas protagonizadas por Sylvia Kristel, ni tampoco son los géneros en los que ella destacaba los que más nos interesan, por lo que no nos sentimos autorizados a emitir juicios sobre sus aptitudes profesionales o sus capacidades interpretativas, pero nos ha llamado mucho la atención, y no precisamente con agrado, la saña con que algunos se han lanzado a vituperarla y a especular incluso sobre su destino eterno. Podríamos decir que su deceso ha venido a mostrar el verdadero rostro de más de uno que se tenía tal vez por un modelo de cristiano.

Vaya de entrada que la pornografía, entendemos, es altamente reprobable por sus connotaciones eróticas exageradas y el alto componente despersonalizador que conlleva. Los consumidores de este tipo de producto reducen a la persona a la categoría de un simple objeto sexual, es decir, la cosifican, lo que es, sin lugar a dudas, una de las muchas formas de desprecio a la dignidad humana de que nuestra especie es capaz. El personaje de Emmanuelle venía a encarnar, a lo que parece, toda esa fuerza erótica y ese atractivo puramente carnal que hacía de ella, según se dice, un objeto de deseo más que una mujer. Por decirlo de forma clara, representaba todo lo contrario del ideal femenino que hallamos en el proyecto original de Dios en relación con nuestra gran familia humana.

Emmanuelle es, por ello, una figura condenable, repulsiva incluso para un creyente. Pero no Sylvia Kristel. El trágico Edipo, rey de Tebas, resulta un personaje desagradable para muchos que han leído la tragedia homónima de Sófocles o la han visto representada. Pero no el actor que lo encarna sobre el escenario. Y lo mismo podría decirse de cualquier personaje de ficción que haya ocupado páginas de la literatura, escenas del teatro o secuencias y cuadros cinematográficos.

Hace ya bastante tiempo que nos preocupa la vertiente exageradamente “moralista” que toman muchos cristianos actuales, centrada en exclusiva en aspectos relacionados con el sexo. Daría la impresión de que se empeñaran en repetir esquemas medievales, en los que la obsesión insana por los llamados “pecados carnales” ocupaba un destacado lugar en la concepción de lo que debía ser una vida virtuosa. La historia ha evidenciado con creces la hipocresía de esa pretendida moral, y la podredumbre de muchos que a lo largo de los siglos han pretendido pasar por grandes santos cuando en realidad vivían comidos por pasiones mal controladas y a veces peor dirigidas.

Nos gustaría, sinceramente, que llegara el día en que toda esa furia condenatoria y esa intransigencia se dirigieran contra situaciones mucho más escandalosas y más perniciosas que las películas de Sylvia Kristel y de tantos otros actores del ramo, y que destruyen literalmente a familias y naciones enteras. Si los cristianos de hoy alzaran su voz contra un sistema bancario que desahucia a ciudadanos empobrecidos echándolos a la calle sin misericordia alguna, o contra todo un entramado empresarial que sin escrúpulo ninguno explota a sus trabajadores o les roba descaradamente esgrimiendo leyes laborales hábilmente redactadas para perjudicar a la clase obrera; si denunciaran abiertamente la opresión con la que muchos partidos políticos que ocupan gobiernos presuntamente democráticos aplastan y saquean a sus conciudadanos reduciéndolos a situaciones de miseria amparándose en el miedo y la pasividad de las poblaciones sobre las que ejercen el poder, otro gallo nos cantaría a todos: a la sociedad y a la propia Iglesia. La primera tendría que replantearse muchas cosas, y la segunda estaría cumpliendo con su misión profética para nuestro tiempo, ni más ni menos. La primera no tardaría en ejercer su presión mediática y hasta policial contra la segunda, sin duda, pero esta última se habría convertido en la voz autorizada de los desheredados y en un vocero imparable del Reino de Dios y su justicia. Y desde luego, la segunda, si en verdad fuera fiel a su misión, no dejaría de ofrecer a la primera la posibilidad de aferrarse a la misericordia del Señor, que Cristo vino a proclamar para todos los seres humanos.

Qué pena que aún el mundo cristiano no haya alcanzado la suficiente madurez para ejercer su ministerio reivindicativo de la dignidad humana en toda su plenitud. Qué lástima que muchos creyentes anden todavía tan obsesionados por asuntos sexuales que no se percatan de otras realidades que requieren su atención.

Sylvia Kristel ha sido, como otros tantos, una de las muchas víctimas del pecado que ha ensombrecido la historia de la humanidad. No más ni menos que lo que podemos ser cualquiera de los que leemos estas líneas. Ha formado parte, simplemente, del número de las ovejas descarriadas por las que Cristo quiso dar su propia vida. Y quien dice Sylvia Kristel puede decir John F. Kennedy, Napoleón Bonaparte, Felipe II, el patesi Gudea, el Arcipreste de Hita, Homero, Virgilio, Gonzalo de Berceo, Montgomery Clift, Brad Pitt, Mata Hari, Benedicto XVI o Pedro Almodóvar, por no mencionar sino unos pocos ejemplos bien conocidos por la mayoría. O podemos decir nuestros propios nombres, el de cada uno de los que estamos en este momento frente a esta página. ¿Por qué no? Los creyentes no somos mejores que nadie, y no estamos en este mundo para emitir juicios devastadores sobre el destino eterno de los demás, algo que compete exclusivamente a Dios.

Por errada que haya estado una persona a lo largo de su existencia terrena, siempre hay una opción para la misericordia divina. Como cristianos, no podemos jugar a salvar a todo el mundo, desde luego, pero tampoco nos corresponde decidir sobre la exclusión eterna de nadie.

Emmanuelle ya ha pasado a la historia. Hay toda una generación que ni la conoce, salvo algún que otro comentario que haya escuchado de alguno de sus mayores, y que muy probablemente ha pasado desapercibido. La noticia del deceso de Sylvia Kristel no ha significado nada para muchos que hoy tienen veinte o treinta años. No formaba parte de su mundo ni de su memoria cultural, sencillamente. Y si su nombre suscita algún recuerdo entre quienes ya tenemos más de cincuenta, más nos vale enfocarlo desde el punto de vista más compasivo, más cristiano.

Descanse en paz la controvertida artista holandesa. Con ella se va toda una vida llena de contradicciones, de desgracias personales, de situaciones equívocas, pero también de dedicación a los suyos, a los que amaba. Artista del porno más repulsivo y más comercial en los setenta, ciertamente, pero también pintora de éxito en los noventa. Un ser humano, ni más ni menos, que como tal merece todo nuestro respeto y nuestra compasión.

Que Dios la juzgue según su misericordia.


Juan María Tellería

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