En España, la “crisis” está en todas las conversaciones. Con ella se alude al tremendo fiasco de las estructuras políticas nacionales y europeas, y sus terribles consecuencias sociales y económicas. Como en Grecia, y como en otros muchos lugares, el estado de bienestar se hunde, y millones de personas son empujadas a la pobreza.
En vano buscaremos el término “crisis” en las traducciones modernas de la Biblia. Más bien habría que buscar expresiones como “hambre”, que de hecho recorren la experiencia del pueblo de Dios desde los tiempos del patriarca Abraham (que por una hambruna tuvo que emigrar a Egipto, cf Gn 12:10), hasta la situación de las comunidades cristianas del Nuevo Testamento, también expuestas a las hambrunas periódicas de la Antigüedad (Hch 11:28-29).
Sin embargo, el término griego krisis sí aparece en el Nuevo Testamento, aunque traducido en dos sentidos fundamentales. Por un lado, la krisis puede designar, en lenguaje más bien jurídico, el “juicio”, o la “sentencia”. Por otra parte, krisis puede tener también el sentido de “discernimiento”, o de “decisión”. Una señal de que la crisis puede ser también una oportunidad.
En la versión griega del Antiguo Testamento (la Septuaginta), la krisis se refiere a los “juicios” (shfatim) de Dios sobre los dioses de Egipto (Ex 6:6; 7:2-5; 12:12). El imperio de Egipto es el paradigma de un sistema cerrado, en donde el orden natural (centrado en las subidas del Nilo), el orden socio-político (con el Faraón en su cabeza), y el orden divino se complementan asegurando la estabilidad milenaria de las instituciones.
Los “grandes juicios” o grandes crisis (megale krisei) de Dios se expresan preferentemente en las diez plagas, en las que los dioses de Egipto (el dios del Nilo, la diosa de la fecundidad, el dios de la tierra, la diosa del ganado, etc., etc.) se muestran como incapaces de mantener el sistema. No se trata de un “castigo”, sino de un “juicio”, es decir, de una nueva perspectiva sobre la historia humana, en la el poder liberador de Dios cuestiona radicalmente los poderes de este mundo.
Precisamente por ello, la crisis significa también decisión. El relato del Éxodo reconoce que, junto con los israelitas, también salió de Egipto una muchedumbre que no eran descendientes de Jacob (Ex 12:37). Para muchas personas, la crisis fue el momento de decidir si permanecer junto a los poderes tambaleantes del sistema, o unirse a la aventura de comenzar algo radicalmente nuevo en la historia.
No se trata de meros recuerdos. También los sistemas sociales y políticos actuales se organizan en torno a “poderes” más o menos divinizados, que cumplen la función de garantizar la correspondencia entre la acción humana y sus resultados, tal como he mostrado en Reinado de Dios e imperio. Son los dioses del dinero y del poder, los dioses del placer y de las adicciones, los dioses del consumo y de la moda, los dioses del deporte y del espectáculo, etc., etc. Ya Pablo de Tarso, a la vez que hacía una afirmación radical de monoteísmo, reconocía la presencia de otros dioses y señores (1 Co 8:4-6). Es lo que un pintor no creyente, como José Clemente Orozco, representó en su famoso mural sobre “Los dioses del mundo moderno”.
La crisis pone en cuestión a los dioses en los que creímos: el dios del euro, y sus promesas de prosperidad; el dios de Europa, como garantía de una vida asegurada; el dios de Occidente como punto final de la historia y como ilusión de superioridad; los dioses de unas democracias vacías de todo contenido ético. La crisis es por eso una ocasión para revisar nuestras “creencias” ingenuas, y nuestras lealtades a los poderes de un sistema que, en los momentos difíciles, muestra su verdadero rostro.
En el salmo 82, el Dios de Israel entra en la asamblea divina (v. 1), y reprocha a los dioses el haber favorecido a los poderosos, marginando a los pobres, y legitimando la opresión (vv. 2-4). Entonces la crisis (“son sacudidos los cimientos de la tierra”, v. 5) se muestra como un juicio de los dioses, a los que se le anuncia su destino: precisamente porque se han aliado con el sistema, caerán como caen sus gobernantes (vv. 6-8).
La ventaja aparente de los dioses de este mundo es que, precisamente porque son parte del sistema, su poder es obvio y manifiesto. En eso consiste precisamente su carácter idolátrico: en que son realidades visibles. Pero esta visibilidad es también su debilidad: son parte del sistema, y perecen con él. El Dios vivo, el Insurgente, no es un dios visible, y precisamente por ello, no es parte de ningún sistema, y puede llamar a la libertad. Toda crisis, tanto personal como social, entraña una opción entre lo que se ve, y lo que no se ve, entre lo que nos hace parte del sistema, y lo que nos lanza a construir algo nuevo.
Por eso, la crisis es una oportunidad. La oportunidad de vivir creyendo en el poder de Dios, y no en los poderes del sistema. Toda opción vital implica la confianza en algo o en alguien de quien nos fiamos. La crisis nos brinda la oportunidad de revisar las orientaciones fundamentales de nuestra vida, para preguntarnos para qué o para quién vivimos realmente. La crisis es una oportunidad para no cerrarnos en nuestra propia carne, para ayudar y ser ayudados, y en definitiva para reorganizar los valores que estructuran nuestra vida.
En realidad, la crisis es la oportunidad de ser iglesia, verdadera asamblea cristiana. El intenso compartir los bienes entre los cristianos no terminó en el siglo I, sino que se prologó durante siglos. Y este compartir ha sido una característica de todo movimiento de renovación en el interior del cristianismo. Los modelos del compartir pueden cambiar, pero su principio básico, la igualdad entre los cristianos y entre las comunidades cristianas (2 Co 8:12-14), es el contenido fundamental de la oportunidad que se nos ofrece a los cristianos. La crisis, como juicio y como oportunidad, es la ocasión de la esperanza.