Digo, pues: ¿Ha desechado Dios a su pueblo? ¡De ninguna manera! (Romanos 11, 1a BTX)
Que nadie se extrañe ni se asuste: los judíos son nuestros hermanos mayores. No nos referimos al hecho de que cierto porcentaje de la población de nuestro país —bastante elevado, en opinión de algunos genealogistas— sea de raigambre hebrea. Hablamos exclusivamente en términos religiosos: el judaísmo fue la matriz en la que se gestó el primer cristianismo palestino del siglo I de nuestra Era. Es cierto que aquel judaísmo no era el actual, y que desde un punto de vista puramente étnico los que hoy se llaman judíos no proceden necesariamente de aquellos que encontramos en las páginas del Nuevo Testamento o en los escritos de Flavio Josefo. Es evidente. Pero sea como fuere, desde el punto de vista de la fe los judíos son nuestros hermanos mayores, y como tales, dignos de todo nuestro respeto. Lo que constatamos, por desgracia, es que el mundo cristiano ha estado —y en realidad sigue estando— muy lejos de manifestarlo como es debido.
Una corriente de pensamiento muy arraigada en siglos pretéritos, y con sus correspondientes representantes en nuestro tiempo actual, ha difundido a los cuatro vientos que los judíos son “el pueblo deicida” por antonomasia, vale decir, los asesinos de Cristo. En consecuencia, tienen bien merecidos todos los padecimientos que han ido sufriendo a lo largo de los veinte siglos de historia cristiana, desde la toma y destrucción de Jerusalén por Tito en el año 70 hasta el holocausto nazi del siglo XX, pasando por las persecuciones inquisitoriales, bautismos forzosos o expulsiones, pogroms o matanzas colectivas, y confinamiento en ghettos muy bien delimitados, cosas que nuestro país conoce de sobras, como la mayoría de los europeos, digan lo que digan. Esta forma de pensar, inspirada en un principio por un celo cristiano mal entendido (deseos de “vengar” o “reparar” las injurias que padeció nuestro Señor de manos de sus compatriotas), ha ido reforzando —cuando no ha gestado directamente— el antisemitismo visceral que constatamos en la cultura occidental, y que, dígase lo que se quiera, sigue vivo en muchos sectores del pensamiento contemporáneo. Estamos cansados de leer noticias procedentes del Medio Oriente, tendenciosamente redactadas, en las que se critica de forma sistemática y acerva, y en muchas ocasiones irracional, cualquier acción emprendida por el actual Estado de Israel frente a sus enemigos palestinos o de otros estados árabes, sea la que sea. Y nos aterra la peligrosísima moda de negar la realidad del holocausto nazi, que parece calar entre algunos elementos sociales de clara tendencia ultraderechista y se infiltra hasta en escuelas e iglesias. Es cierto que, en conciencia, no siempre podemos aplaudir la actuación del Estado judío contemporáneo (la de ningún estado, judío ni gentil, en realidad). Pero ello no puede obligarnos a negar hechos históricos demasiado recientes y bien documentados, o a cerrar los ojos a la realidad de que el mundo cristiano no ha tratado demasiado bien al pueblo judío. Hay que ser equilibrados por encima de todo.
Si esta forma de pensar nos parece errónea, e incluso peligrosa, no lo es menos la que, yéndose al otro extremo, ve en los judíos el único pueblo real de Dios y hace de la Iglesia cristiana un simple “paréntesis” en la Historia de la Salvación, como si se tratara de un remiendo temporal, una especie de “zurcido teológico” que viene a maltapar un agujero no deseado. Bien decimos que esta forma de pensar es, cuando menos, tan peligrosa como la anterior. Del antisemitismo visceral e irracional (¡y radicalmente anticristiano!, todo hay que decirlo) se pasa a un filojudaísmo exagerado, que no solo no se justifica con las Sagradas Escrituras, sino que deviene campo abonado para una serie de fantasías en extremo repudiables, una mitología carente de fundamento histórico serio, y una peligrosísima teología. Recordamos con estupefacción las especulaciones sobre el milenio futuro a que son tan proclives ciertos grupos fundamentalistas de nuestros días, según las cuales será necesario (?) volver a restaurar el Templo de Jerusalén con todo su sistema sacrificial veterotestamentario y su sacerdocio levítico, cosas que parecen constituir el núcleo exclusivo de la fe de algunos; nos vienen a la memoria, y con no pequeña dosis de tristeza, conversaciones mantenidas con ciertos creyentes de buena fe, pero de escaso conocimiento escriturario, dispuestos a creerse cuanto afirmen autores judíos acerca de los libros de la Biblia o de sus figuras más destacadas, por más disparatado o ilógico que pudiera parecer, simplemente porque lo dicen los maestros judíos, al parecer la última palabra en asuntos de esta clase; y nos producen verdaderos escalofríos las discusiones mantenidas en ciertos grupos evangélicos contemporáneos acerca de la necesidad real de evangelizar a los judíos, dado que, si como se empeñan algunos, son el único pueblo real de Dios y la Iglesia solo es un paréntesis, ¿para qué molestarles o crearles un conflicto innecesario? No necesitan el Evangelio porque son Israel de todos modos y ya conocen lo suficiente al Señor.
Lo hemos dicho desde el principio de esta reflexión: los judíos son nuestros hermanos mayores, y por ello se hacen acreedores de todo nuestro respeto. Es decir, no deben ser tratados con menosprecio, pero, y atención a ello, tampoco con un excesivo miramiento, como si no formaran parte de la gran familia humana. Para nosotros los cristianos constituyen, juntamente con los demás pueblos de la tierra, ese prójimo al que Jesús nos insta a amar como a nosotros mismos, nunca menos, ni tampoco más. Asimismo, forman parte también de esas ovejas por las que Cristo dio su vida, de esa humanidad caída susceptible de redención y a la que es necesario hacer partícipe de las Buenas Nuevas. Jamás los escritos apostólicos del Nuevo Testamento sugieren, ni de lejos, que los israelitas estén exentos de la predicación del Evangelio, o que no deban conocer al Mesías para su salvación. Al contrario, lo que leemos en las Escrituras es que el propósito divino consiste en hacer de judíos y gentiles un único cuerpo, una única familia en Cristo, que es la Iglesia, donde tales distinciones o barreras no pueden tener lugar. El verdadero Israel de Dios no lo componen aquellas doce tribus históricas descendientes de Jacob, que ya no existían como tales cuando los últimos libros del Antiguo Testamento vieron la luz, sino el conjunto de la humanidad redimida, sea cual fuere su procedencia, su raza o su cultura. Quienes se empeñan hoy, llevados por un deficiente conocimiento de las Escrituras, en deslindar lo que Dios ha unido en Cristo, haciendo de Israel y de la Iglesia dos polos opuestos o dos compartimentos estancos, cometen un gravísimo error de enfoque que los aleja del hilo conductor del Evangelio.
El pueblo judío hoy sigue necesitando que los cristianos oremos por él, pidamos sobre él la bendición divina para que el Señor le abra los ojos y le quite el velo de que habla San Pablo Apóstol en 2 Corintios 3, 12ss. Y los creyentes cristianos también necesitamos que los judíos oren por nosotros y vean en nosotros esos hermanos pequeños que tienen mucho que aportarles y a los cuales también pueden instruir. Han resultado hasta la fecha altamente provechosos los estudios conjuntos realizados sobre ciertos temas escriturarios desde una perspectiva seria. No todos los especialistas judíos son simplemente maestros talmudistas que se limitan a repetir tradiciones anquilosadas y fantásticas, alejadas en realidad del Antiguo Testamento, de la misma forma que no todos los estudiosos cristianos son fundamentalistas obsesionados en unos cuantos temas a los que se aferran como a clavos ardiendo.
Dios nuestro Padre tiene un hermoso plan para los judíos, nuestros hermanos mayores sin duda alguna. Nunca los ha rechazado ni repudiado como tales. Simplemente, espera su conversión a la fe de Jesús el Mesías, de igual manera que espera con la misma paciencia la de los gentiles. Unos y otros somos beneficiarios de aquella promesa inicial hecha al patriarca Abraham, padre de todos los creyentes: Y serán benditas en ti todas las familias de la tierra (Génesis 12, 3b). Una promesa que solo en Cristo puede hacerse realidad. Y así será.
Dios bendiga a nuestros hermanos mayores. Paz sea sobre Israel, ahora y siempre.