La metáfora de la Iglesia como “niña”, nos hace recordar la responsabilidad de velar por un sano crecimiento integral y no repetir la historia que vivieron las iglesias orientales y europeas, quienes producto de su expansión, se volvieron estructuras poderosas que han perdido su pertinencia en medio de la sociedad actual.
Decir que la iglesia evangélica en América Latina tiene poco más de 150 años es un motivo para afirmar que aún camina por ¡la niñez de su vida!
Si “esta niña”, a pesar de haber soportado embates, murmuraciones, críticas, traiciones y hasta lágrimas de sangre, ha sabido conservar su esperanza, pureza e inocencia, es gracias a no haber olvidado que nació de las entrañas de Cristo, que por sus venas corre el sabor divino-humano gracias a aquel Dios-hombre que la tomó, la amó y la compró a precio de sangre.
Sin embargo, en ocasiones “esta niña” quiere sentirse grandecita porque sabe que puede ser más admirada, más deseada y más poderosa. Y no es que sea malo extenderse, ¿Acaso no es el proceso natural de todos aquellos aspiran a grandes cosas?
El peligro de crecer rápido y sin medida es olvidarse de sus raíces, perder la inocencia, sentirse arrogante y autosuficiente y pretender que con su fuerza puede aplastar y subyugar a todos aquellos que no son, o no se parecen a ella.
Eso mismo les paso a “otras”, quienes florecieron antes. Crecieron tímidamente en medio del dolor y el esfuerzo, se hicieron grandes y poderosas, pero ¿cuál fue el costo? Tristemente, han envejecido y con el tiempo se han marchitado.
Actualmente son concurridas, pero por cientos de turistas con cámara en mano, que tratan de captar los galardones que hablan de sus glorias pasadas.
Actualmente su grandeza está mayormente en las edificaciones que muestran sus estructuras imponentes y que se extienden hacia el cielo, pero son incapaces de tocar a los peregrinos extraviados anhelantes de beber de algún manantial que les conceda descanso para sus almas.
A esta “niña” le recuerdo que si aspira a ser grande deberá hacer memoria de que el corazón del evangelio traduce grandeza en servicio y asombro.
Servicio, pues es así como cumple su propósito y se asemeja más a Cristo. Es por medio del servicio como aprende a amar a Dios y lo que él ama hasta sus consecuencias finales (Mateo 20:28).
Y también asombro, porque es recobrar la admiración presente en aquellos pequeños y sencillos detalles, aunque capaces de capturar las grandezas incontenibles en Dios. Allí tenemos a Jesús, quien lo ilustra ante aquellos hombres embelesados al momento siguiente de haber probado el poder celestial: ¡Señor, hasta los demonios nos obedecen en tu nombre!
Pero estaban olvidando cuál era la verdad revelada, la joya celestial, porque solo aquél que tiene el corazón de niño puede cambiarlo todo, dejarlo todo, por correr a los brazos de su Padre que le conoce por su nombre: “Pero no se alegren de que los espíritus los obedezcan, sino de que sus nombres ya están escritos en el cielo” (Lucas 10:20).
¿Acaso existirá algo más grande que nuestro nombre pronunciado por el Padre?
Por tanto, Dios ha puesto en las manos de cada creyente ya sea, niño, niña, adolescentes o adulto, la tarea de velar por su amada: la Iglesia. Así que, proclamémosla a los cuatro vientos y amémosla, pero cuidémosla para que de verdad crezca bella y saludable, y así podremos presentarla a su amado Señor como hermosa novia ataviada cuando él regrese a por esta “niña crecidita”.
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