Posted On 05/10/2020 By In Columna, Espiritualidad, Opinión, portada With 1884 Views

¿Acaso somos nosotros también ciegos? | Ignacio Simal

“¿Acaso somos nosotros también ciegos?”, le preguntaron unos fariseos a Jesús. Nuestro Señor les respondió, “Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; mas ahora, porque decís: Vemos, vuestro pecado permanece” (Jn. 9:40-41). Y es que no hay peor cosa que creerse y confesar a tiempo y a destiempo, que somos “guía de los ciegos, luz de los que están en tinieblas” (Ro. 2:19), sin caer en la cuenta de que, en el mejor de los casos, estamos afectados por puntos de ceguera existencial. No pertenece a la fe en Jesús la soberbia del que se cree mejor que nadie, sino la humildad consciente del que se sabe en camino hacia la perfección.
Cuando una persona solo ve, fuera del grupo de sus correligionarios, apóstatas e inmorales, no hay duda de que está enfermo en lo más profundo de su espíritu. Su discurso estará sembrado de juicio y condena, a años luz de distancia del espíritu perdonador del espíritu de Jesús (Lc. 6:37). No en vano tendrá la pretensión de formar parte del selecto grupo de “los siete mil que no han doblado sus rodillas ante Baal” (Ro. 11:4). Triste existencia la que les espera a los tales. Triste, muy triste, considerarse, de facto, superior a su maestro, de tal manera que cree que su voz ¡es la misma Voz divina! Profetas a los que Dios nunca ha hablado.
El discípulo de Jesús no es un buscador de imperfección en la vida de los demás (Lc. 6:41-43). Bastante tiene con mirarse a sí mismo, a fin de acercarse al modelo que su maestro le propone. Solo así podrá ser de ayuda y ánimo, por el Espíritu del Resucitado, a la familia de la fe. El discípulo de Jesús sabe que “el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio” (Gál. 5:22-23 NVI). Fuera de eso, solo existe ceguera espiritual hecha carne en la hipocresía, y ello conduce a la muerte; un ciego no puede guiar a otro ciego (Lc. 6:39).
Por ello el Espíritu, hoy, claramente nos dice, “te aconsejo que de mí compres oro refinado por el fuego, para que te hagas rico; ropas blancas para que te vistas y cubras tu vergonzosa desnudez; y colirio para que te lo pongas en los ojos y recobres la vista” (Ap. 3:18 NVI). Y hoy, al alba, suplicamos al Señor que aplique a nuestros ojos el colirio del Espíritu, a fin de recobrar la vista. Esa vista que nos ayuda a vernos tal cual somos, sin distorsiones, y ver a los demás a través de los ojos de la bondad y la misericordia divina. Así sea.
Soli Deo Gloria
Ignacio Simal Camps
Mis redes

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