La revolución que en estos últimos años se ha operado en el ámbito de la comunicación es incuestionable. Internet y las redes sociales son responsables de una vasta red de conexiones, de todos con todos, y de poder acceder a la información en tiempo real. Se habla de una democratización de la comunicación por el hecho de que cualquier persona, con independencia de su estatus, su actividad profesional o formación, puede utilizar las redes para opinar sobre lo humano y lo divino y para reenviar los mensajes que recibe de forma indiscriminada.
El receptor pasivo de antaño se ha convertido en un consumidor de estímulos y en propagador de mensajes propios o ajenos. Los contenidos comunicativos que circulan por las redes sociales son, en general, de carácter emocional. Se ha aparcado la racionalidad y más bien se intercambian ilusiones, sentimientos, odios, intransigencias… y la mentira, si ella fuere necesaria. La conexión emocional que se establece entre la información recibida y el receptor de la misma dificulta el establecimiento de la distancia cognitiva necesaria para el análisis de su contenido.
Las propias redes no pueden considerarse neutrales desde el momento en el que las grandes corporaciones invierten grandes sumas de dinero en publicidad. Los algoritmos nos conocen mejor que nosotros a nosotros mismos y saben que tienen qué mostrarnos, cuándo y qué posible reacción nos provocará (entre ellas, una cierta adicción a las propias redes).
Frente a la inmediatez del mensaje, no se ejerce suficientemente el análisis crítico. Los psicólogos conocemos bien el fenómeno de la identificación con aquel tipo de informaciones coincidentes con nuestra cosmovisión, por cuanto tienden a su confirmación; también el rechazo de aquellas que se hallan en una posición contraria. Sin análisis, sin pensamiento crítico, sin apenas contexto, el sesgo es difícil de evitar.
Uno de los temas más preocupantes, en este complejo mundo de las comunicaciones, es la proliferación de las fake news (especialmente en momentos críticos). Tanto que, la post-verdad se ha convertido en uno de los términos que mejor definen nuestra época. La no aceptación de la realidad política, social o económica conduce a la manipulación del lenguaje y a la producción y proliferación de falsas verdades con finalidades espurias.
Silencios que tienden a anestesiar las conciencias (por aquello que lo que no se ve, no se lee o no se escucha no existe). Repeticiones de hechos inexistentes o distorsionados (pues ya sabemos que a base repetir una mentira, esta termina por aparecer como verdad). Difamar, aunque después se rectifique la información con la letra pequeña, pues algo queda. Informar en exceso para provocar la saturación y, con ella, la desinformación.
Las ideas simples, el populismo, la banalidad intrascendente, la xenofobia… se abren paso en medio del vacío ideológico de amplias capas sociales. El lenguaje nunca es inocente y suele revelar las claves profundas de interpretación de una sociedad, de un grupo de presión o de una persona.
Por todo ello, podemos inferir que la magnitud de la información a nuestro alcance no guarda relación con las certezas que podamos construir; sino, más bien, con la confusión. Accedemos a cantidad de fuentes, noticias, fotografías, videos, artículos de opinión, declaraciones contradictorias, debates… Como insinuaba el filósofo Soren Kierkegaard (1813-1855) la comunicación del poder por delante de la comunicación del saber.
Vivimos cerca del irrealismo definido desde la filosofía del estadounidense Nelson Goodman (1813-1855). La dificultad para determinar la fiabilidad de los mensajes recibidos termina provocando un estado de desconfianza. Tristemente, dudamos de todo y de todos. La incerteza se ha universalizado, pues disponemos de toda la información, mezclada, revuelta e indiscriminada en un mismo dispositivo; hecho que dificulta su discernimiento.
El ámbito de la espiritualidad no es una excepción. Acerca de esta temática proliferan las páginas web, los blogs, los mensajes por e-mail o por whatsapp, la recepción de información a través de las newsletter… Su contenido oscila desde la seriedad y rigor, en unos pocos casos, hasta la superficialidad, la mera opinión sin un criterio fidedigno que la sustente, la ausencia de un planteamiento teológico solvente, en otros muchos.
Ante esta situación se impone el pensamiento crítico, la duda metodológica del mundo científico, asumir que un alto porcentaje de la información que nos alcanza ya no es vigente, es incorrecta, está descontextualizada, es parcial o falsa. Lamentablemente, habrá que cuestionar por defecto.
A partir de este discernimiento, que incluye acceder a varias fuentes, contrastar sus informaciones, establecer una jerarquía de confianza entre ellas…; leer tan sólo aquello que supere el umbral de nuestra exigencia, analizar críticamente sus contenidos y reenviar tan sólo cuanto podemos validar desde los datos objetivos y/o el nivel de confianza otorgado al emisor.
Se hace imprescindible diferenciar los hechos objetivos y contrastados de las opiniones personales, subjetivas, condicionadas, y en el peor de los escenarios, sesgadas o interesadas en favor de una determinada opción ideológica, no siempre nítida en una primera aproximación.
Necesario también el evitar el contagio emocional de las opiniones o las posibles reacciones irreflexivas a las demandas de naturaleza económica, la identificación con una determinada causa, la propagación del mensaje a otras personas, la incorporación a una campaña, la recogida de firmas… Sin duda que habrá circunstancias que puedan requerir nuestro compromiso, pero la prudencia debe actuar como freno a un primer impulso.
Finalmente, debemos posicionarnos al lado de la exactitud de las informaciones. Al igual que los profetas del Antiguo Testamento, estamos llamados a denunciar la mentira, la falsedad, los rumores, debemos desenmascarar el equívoco de las medias verdades y buscar la certeza a través de les recursos a nuestro alcance. Cabe recordar que la verdad es el mejor fundamento de la libertad. Son palabras de Jesús: […] conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres (Jn 8,32 RV60).
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