Jesús vivió y murió por nosotros y por nuestros pecados. Pero también lo hizo para que se sepa que no todo está permitido. Está prohibido pisotear el honor y la dignidad de las víctimas de este mundo de manera impune; y está prohibido guardar silencio culpable ante la evidencia de esas prácticas, porque hacerlo supone una manera de pactar con los responsables de esos impresentables comportamientos.
La experiencia, que es una maestra brutal, enseña que los casos de acoso sexual con frecuencia siguen unos patrones que se repiten una y otra vez reproduciendo los mismos dramáticos personajes en cada historia particular: acosadores reincidentes, víctimas de acoso indefensas, encubridores impresentables y un número indeterminado de personas que, habiendo escuchado la gravedad de los hechos, mira despreocupada a otra parte de manera indiferente.
¿Toleramos el acoso sexual en nuestros círculos cristianos? Nadie contestaría otra cosa que no fuera un rotundo no. De acuerdo. ¿Estamos dispuestos a denunciar a los acosadores a cualquier precio? ¿Tendríamos el valor de enfrentarlos señalando la gravedad de sus comportamientos? ¿Apostaríamos por defender el derecho y la dignidad de las víctimas, caiga quien caiga? Muchos dirían: Alto, antes de llegar ahí hacen falta pruebas. No se puede acusar a nadie sin tener evidencias muy claras.
Supongamos que tenemos pruebas de varias mujeres que, una tras otra, como sucede tantas veces, han estado denunciando acoso sin ser creídas hasta que, al final, el aplastante peso de las evidencias ha obligado a enfrentar la situación. Supongamos también que esa indiferencia y falta de respeto y amor hacia las víctimas ha causado un dolor y un escándalo tan brutal en sus vidas que, algunas de ellas, han abandonado el evangelio. Supongamos que al acosador se lo quita de en medio, se lo esconde y se lo convierte en invisible. A las víctimas que aun resisten, sin embargo, se las ningunea con bonitas palabras y consejos impresentables corriendo un tupido velo sobre los hechos y sus consecuencias, dejando que pase el tiempo para que amaine el temporal y las agresiones caigan en el olvido.
¿Quién se haría responsable de semejante desvergüenza de testimonio cristiano? ¿Quién restituiría el honor y la dignidad de las víctimas? ¿Quién se haría cargo de su dolor? ¿Quién daría la cara? ¿Quién tendría que responder? ¿Qué intereses estarían defendiendo aquellos que, creyendo actuar como “hombres de Dios”, lo hicieron con una hipocresía, una indiferencia, una insensatez y una insensibilidad culpables? ¿Habrían actuado del mismo modo si alguna de las acosadas hubiera sido su propia hija? ¿No se les caería la cara de vergüenza?
No es lo mismo no ver que no saber. Se puede no ver, pero negar lo que se sabe habiendo escuchado testimonios incontestables es una acción criminal de la que uno participa como cómplice. A partir de aquí, se les podría hacer algunas preguntas a los responsables copartícipes de esta situación tan dolorosa para las víctimas:
¿Por qué durante tanto tiempo dijeron NO cuando sabían que era SI?
¿Por qué miraron a otra parte cuando la realidad que tenían delante comprometía demasiado?
¿Por qué se vieron “obligados” a colocarse del lado que convenía en vez de hacerlo a favor de las víctimas?
Quizás su respuesta sería que hacer eso hubiera significado arriesgarse a ser impopular, poner en riesgo algunas instituciones, romper el orden establecido, jugarse el puesto de trabajo y, claro, todo esto tiene un costo muy elevado ¿Cómo? Perdón, eso se llama LIBERTAD. LI-BER-TAD. La libertad de aprender a no arrugarse y, ante un hecho delictivo, decir lo que uno piensa y lo que uno siente sin importar el precio que haya que pagar. ¿Cuánto vale decir por ahí no paso? ¿Cuánto cuesta denunciar a los acosadores? ¿Qué precio tiene defender a las mujeres acosadas? ¿Qué valor le damos a mantener las propias convicciones cristianas anteponiéndolas a cualquier otro provecho? Eso es libertad auténtica y la podemos encontrar en la persona de Jesús de Nazaret, en su mensaje, en sus palabras y en su compromiso de vida a favor de los últimos, los indefensos y las víctimas de un mundo depredador. En el modelo del Maestro aprendemos la libertad para vivir y para practicar la justicia, la verdad y el derecho, porque él sí levantó su voz por el mudo en el juicio de todos los desvalidos.
Juan 8:31-32 – Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”.
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