La madrugada del 9 de marzo de 2012, falleció Enric Capó Puig, pastor de la Església Evangèlica de Catalunya (presbiterio de la Iglesia Evangélica Española) y una figura destacada y vanguardista entre el liderazgo evangélico de España. Tuve el privilegio de conocerle en los últimos 8 años de su vida, como compañero ejemplar del ministerio. Su partida me tocó y fue entonces cuando escribí el siguiente texto:
(Para Manolita, con todo el afecto)
Cuando a Felipe Melanchthon le informaron de la muerte de Martín Lutero, estando enseñando en el aula de la universidad, se dice que exclamó: “Mein Vater, mein Vater, du Wagen Israels und sein Gespann!” (¡Padre mío, padre mío, carro de Israel y su gente de a caballo!). Esas palabras fueron el grito de Eliseo cuando su maestro, el profeta Elías, le fue arrebatado por un carro de fuego y ya no le vio nunca más (2Reyes 2,12).
Son palabras que dicen lo indecible cuando se trata de un adiós, de una despedida. Y es también lo indecible lo que le queda a uno ante la pérdida de un hombre humilde y sonriente, cuya grandeza siempre se expresó por medio de las palabras: porque Enric Capó fue un amante de las palabras, un traductor cuidadoso de las palabras que podían ser fieles al sentido del mensaje, un escritor de pluma precisa y esperanzadora, un pastor que no tenía palabras propias sino que compartía esa palabra “ajena” (como decía Lutero) que es la palabra del evangelio.
Conocí a Enric antes de conocerle en persona: Jaume Botey me habló de él en mis primeros días en Barcelona, cuando Jaume me hospedó en su casa al llegar yo como un completo forastero. Me habló de Enric Capó como un pastor evangélico comprometido con el ecumenismo, de mente lúcida y abierta. Un referente, vamos.
Un día, tiempo después, cuando le expliqué a Enric cómo había conocido a Jaume Botey, al hospedarme sin conocerme, me dijo sonriente: “qué bueno, eso es algo muy cristiano”. Así era Enric, podía decir las cosas en su sentido esencial, preciso.
Me gustaba encontrarlo en las reuniones del Consejo de Pastores, porque opinaba, conversaba, bromeaba, se indignaba. Y entre las muchas cosas que se decían, uno aprendía de quien ha peleado muchas batallas y no las ha ganado todas, pero ha mantenido la capacidad de ser libre y de transmitir esperanza ante todo.
Recuerdo una conversación en su despacho, en la iglesia de Tallers, durante mi primer año en la Iglesia Evangélica Española, en la que hablamos de muchos temas: de cómo se comenzó a ordenar mujeres pastoras en la IEE, del mundo evangélico en España y en América Latina, de los años de dictadura franquista y lo que ello supuso para los evangélicos… Enric se acordó con alegría de un curso que tomó (me parece que en Perú) con el teólogo metodista José Míguez Bonino, cuando hablamos de él. Al despedirnos, me dijo “qué bueno que has venido, ahora nos conocemos mejor”.
Se dice que la amistad es una filigrana de encuentros. Y que a los amigos les encuentras en los momentos delicados. En un momento así, cuando las puertas se me cerraban y me hallaba ante el riesgo de quedarme sin papeles para seguir en España con mi familia, Enric me envió un e-mail que fue todo un abrazo solidario. Comparto un fragmento, porque me parece que ello dice quien era Enric Capó:
“En cuestiones como ésta de la inmigración, donde hay tanta injusticia y tanto egoísmo, no creo que hayamos de atenernos en absoluto a las leyes discriminatorias que nos rigen. Por encima de ellas está la solidaridad con los inmigrantes y la defensa de sus derechos a la residencia y el trabajo. En éste sentido, muchas iglesias metodistas de USA que he conocido se han distinguido por dar acogida y protección a los emigrantes del sur, contra todas las leyes […] Me gustaría que también en España nuestra iglesia tuviera actitudes críticas ante las leyes estatales y adoptara posiciones muy claras en lo que se refiere a este colectivo de emigrantes que viven entre nosotros.”
Así era Enric Capó. Y sus palabras fueron entonces el aliento que me permitió seguir con esperanza.
Despedirse, en tanto gesto que inaugura un duelo, no es solamente una fórmula. Decimos adiós desde una cierta orfandad, porque nos sentimos un poco más solos en el camino que todavía nos toca andar.
Decimos un adiós sentido, en ciertos casos, como me pasa con Enric, porque sabemos que nos toca ir un poco más al frente y hay cierto desgarro y soledad en esa nueva responsabilidad. Son los maestros que nos dejan y ahora caminan a nuestro lado de otra manera. Los interiorizamos y comenzamos un nuevo diálogo, otra manera de conversar, sin ellos pero con ellos.
Pero antes debemos decir adiós. Decir adiós pronunciando su nombre. Cuando él ya no nos responde porque, como dice Jaques Derrida en el sensible adiós para su amigo Emanuel Levinás: “él responde en nosotros, desde el fondo de nuestros corazones, en nosotros ante nosotros, –llamándonos, recordándonos: ‘a–Dios’.”
Y, sin embargo, el adiós es también parte de la vida. De ésta vida. La única que tenemos, como le gustaba decir a Enric. Lo decía reiteradamente: el evangelio no es para soñar un mundo más allá de la vida, sino para trabajar por un mundo mejor, el mundo soñado por Dios que se llama Reino de Dios, en ésta vida que tenemos. Enric siempre proclamó un evangelio para la vida de aquí y de ahora. Y en esa proclamación de la fe cristiana para ésta vida, siempre luchó por la inclusión de todos y todas: mujeres, homosexuales, contra todas las injusticias. Enric tenía 81 años y aún nos invitaba a soñar y a simpatizar con un movimiento social como el 15-M (cf. “Recuperar la utopía”, Lupa Protestante, 25 de junio de 2011).
El grito de Melanchthon ante la muerte de Lutero advierte del vacío que deja una voz que se aleja para siempre, cuando esa voz ha servido de modo ejemplar a la palabra de Dios. El profeta se ha ido y ahora toca prestar nuevas voces al servicio de esa Palabra. Voces que también sean proféticas, voces humildes y sonrientes. Voces que sean el instrumento de esperanza para un mundo que clama por esperanza. Voces que toquen los corazones y los impulsen a soñar, que hagan levantarse a todos los cuerpos cansados y que recuperen el deseo de trabajar con las manos unidas, de orar con espíritu ecuménico y de sembrar plantas para el porvenir.
Por ello, dejo la palabra a Enric, con éste poema suyo, que casi podemos oír con su voz, con el tono con que hablaba su amada lengua materna, el catalán:
Si algun dia em voleu fer un regal,
no em regaleu una flor:
naturalesa trencada, violentada, morta…
Si algun dia em voleu fer un regal,
regaleu-me una planta:
viva, plena d’esperança i de futur.
Quan em mori, si ho recordeu,
no m’envieu flors.
Planteu una planta al vostre jardí,
I expliqueu-li com ens estimàvem.
Enric Capó (11 de juny de 2000)