Posted On 26/10/2020 By In Liturgia, Opinión, Pastoral, portada, Teología With 2151 Views

Advertencia: Puede contener trazas. Una homilética honesta | Rubén Bernal

 

Hay muchos modelos de predicación y todos pueden ser buenos, lícitos y deseables según la ocasión y el mensaje. Desde hace algunos años la predicación expositiva ha llegado a ser casi sinónimo de un tipo de iglesia y doctrina determinada. No quiero entrar demasiado en eso pero se habla de ella como si se hubiese descubierto la pólvora, cuando en realidad viene a ser lo más natural del mundo, al menos para quienes queremos adentrarnos con profundidad en los pasajes bíblicos y vivirlos en comunidad (aunque no sea esta la única manera de hacerlo). Diría que el 90% de mis predicaciones asumen este modelo, exegético-expositivo en torno a un pasaje. El culto cristiano, en parte, es una recapitulación de los eventos de la historia de la salvación, y por tanto la congregación revive los pasajes bíblicos de modo que puedan iluminar nuestra vida actual. Por ello, en algunas iglesias –como la mía– es importante el calendario litúrgico y seguimos un leccionario que generalmente puede ser el Leccionario Común Revisado o el Leccionario Trienal Ecuménico (en nuestro caso el primero). De ese modo no se repiten las lecturas, y al cabo de pocos años, se le da la vuelta completa a la Biblia. También dentro del propio ciclo anual tenemos la oportunidad de contar de forma gradual la historia de la obra redentora de Dios.[1] Garvie señala que: “En la Reforma se volvió a prestar más atención al calendario litúrgico, de modo que el sermón estaba conectado con el día del año eclesiástico”.[2] Para la predicación dominical, Karl Barth recomendaba una lista de textos basados en el calendario eclesiástico para no repetirse.[3] Respecto a las iglesias que no acostumbran a usarlo, es interesante lo que el teólogo bautista Samuel Escobar indica:

“El calendario cristiano ayuda a que la iglesia vaya leyendo toda la Biblia y que la predicación, enseñanza, oración y cántico sigan una secuencia y un orden que son de veras enriquecedores. Las iglesias de tipo libre y las bautistas muchas veces han rechazado la idea de un calendario cristiano porque lo vinculan con lo que hace la Iglesia Católica Romana, que bien puede terminar en una rutina que se cumple mecánicamente como un ritual. Al no sustituir este recurso pedagógico con algún otro plan, lo que muchas veces hay es una falta de orden y dirección en el uso de la Biblia en la Iglesia”.[4]

Por supuesto, el leccionario que programa los textos acorde al calendario, no ha de ser considerado como algo obligatorio, siempre es opcional. El Espíritu puede soplar por otro lado y recomendarnos, acorde a la situación, otro pasaje distinto para el sermón. Pero de no ser así, es bastante interesante seguir esta guía. De ese modo, cada predicador/a, lejos de exponer solo sus pasajes favoritos de la Biblia, se enfrentará a un texto que tendrá que ir preparando durante la semana, estudiando pasajes que no siempre son fáciles, pidiendo la dirección del Señor, invirtiendo tiempo para acudir a una exégesis tanto filológica como del contexto sociológico, cultural e histórico. Mirando también comentarios bíblicos y otras ayudas para el quehacer homilético. Se invertirá un esfuerzo grande para sacar todo el jugo al pasaje, y ser lo más fiel posible a su mensaje, tanto en lo que fue para su tiempo como para la actualidad. Lógicamente requiere una actitud devocional “de escucha” durante la semana (lo que también se requiere con otros modelos de predicación como es obvio). Una de las cosas interesantes de predicar sobre pasajes y no tanto sobre temáticas genéricas[5] es que estos consuelan, desafían o hablan a cada persona que escucha de un modo distinto, acorde a su situación existencial (por decirlo de alguna manera). Lo bueno de no condicionar un pasaje a una sola temática es que, un mismo texto, puede contener diversas cuestiones, puede retarnos a cambiar,  corregirnos, puede darnos esperanza, puede consolar, puede advertir, puede concienciar, etc. Desde cada uno de estos aspectos, Dios puede arrojar luces muy concretas a cada oyente.[6]

Con todo esto en mente, en lo personal, cuando me subo al púlpito, siempre tengo cierto respeto, una inquietud nerviosa recorre mi cuerpo, todo gira en torno a una cosa: no traicionar el sentido del pasaje y ser comprensible en el discurso. Lo he preparado durante toda la semana, pero ha llegado el momento definitivo de exponer. Me inoportuna la idea de que, por mi torpeza, la audiencia entienda algo distinto a lo que pretendo comunicar, como también me alarma pensar que pueda estar enseñando algo que no es correcto. No entiendo cómo algunos predicadores, de esos que abanderan la “sana doctrina” y presumen de ser expositivos, alardean de predicar siempre –sin añadidura propia– la Palabra de Dios. Para los tales, el hecho de ser sumamente literalista ya es garantía de ser fiel, pero no siempre el literalismo es signo o garantía de hacerlo bien. Tampoco comprendo a quienes sin dar un palo al agua, se escudan detrás del Espíritu Santo para improvisar un sermón conforme la marcha.

Quiero ser honesto. Así como algunos envases o envoltorios de alimentos contienen la advertencia de que en su interior puede encontrarse partículas pequeñas de ingredientes que no corresponden al producto referido, mi predicación puede contener trazas no siempre positivas, de añadidos, deslices y torpezas. Lógicamente, cuando expongo un pasaje, mis vivencias personales, mi modo de comprensión y mi contexto, determinan algunos aspectos, destacan algunos puntos y aminora otros, pero no me estoy refiriendo a ello. Lo que quiero decir es que, a pesar de la preparación semanal puedo equivocarme, soy falible. Por eso mismo, me hace temblar la definición que Karl Barth dio a la predicación. Él expuso que: “La predicación es la Palabra de Dios pronunciada por él mismo, Dios utiliza como le parece el servicio de un hombre [y aquí añadiría: “o una mujer”] que habla en su nombre a sus contemporáneos, por medio de un texto bíblico…”.[7] Según esta definición, implicaría dejarse conducir por Dios, para que su Palabra sea predicada desde la Biblia (algo presumiblemente claro y sin embargo, amenazado en muchos púlpitos). El teólogo suizo añade: “El sentido de la predicación es indicar la verdad divina”,[8] es “soberanía por parte de Dios, y obediencia por parte del hombre”.[9] Habiendo visto en mi temprana juventud a tantos predicadores cantamañanas y engañabobos, esta definición de Barth la veo demasiado alegre, pero me da que pensar.[10]

La audiencia espera encontrarse con la palabra de Dios proclamada en la torpe boca de un ser humano, pero la realidad es que también cada una de estas personas necesitará del discernimiento del Espíritu para distinguir lo que es, de lo que quizá no sea. Con esto no quiero sembrar duda, sino madurez y la necesidad de que cada persona busque de Dios con tal de que puedan retener lo bueno y desechar lo malo (1Tes 5,21-23), y que sobre todo, si acaso en mi labor de predicador patino, no acepten todo viento de doctrina como si tal cosa (Ef 4,14).

A la vista está, que la enseñanza que se imparte en los sermones (además de en los estudios bíblicos) configura el sentir, el pensar y el vivir de la comunidad cristiana. Cuando se asientan ideas peligrosas o erróneas puede ser fatídico. Juan Sánchez Nuñez expresa que “la mala teología produce malos creyentes”.[11] Aunque el Señor me llevó a formarme académicamente en estas áreas, como persona falible que soy, debo advertir que mi predicación puede contener “trazas” de una teología a veces deficiente.

La formación es necesaria, sobre todo hoy en día, creo que atrás quedaron los días de los pastores y predicadores autodidactas, hoy la formación puede ser a distancia, compaginando horarios de trabajo y familia, incluso a precios muy económicos. Un/a predicador/a que no ha querido prepararse –con lo que Dios le ha dispuesto a su alcance– no ha respondido con excelencia al llamamiento del Señor y es, a mi entender, signo de negligencia y desidia. Sin embargo, la formación teológica del predicador/a no es dada para convertir a éste/a en “un conferenciante que tenga que plantear debates académicos en tercera persona”.[12] Aunque las personas a cargo del sermón debieran ser pasionales, que disfruten y vivan la predicación, tampoco deberían hacer alarde de sus conocimientos bíblicos para presumir y fardar. El púlpito no es lugar para este tipo de envanecimiento, no es espacio para despliegues de oratoria con tal de lucirse en público.[13] Sin embargo, tengo que decirlo una vez más, mi predicación, puede contener trazas, intentos de querer ostentar un discurso bien formado con tal de autoponerme una medalla o alcanzar el aplauso fácil. En el afán por querer hacerlo bien, y reconocer mi propio esfuerzo, puedo añadir en un sermón aquello que realmente sobra y que además estorba. Es muy fácil usar el púlpito simplemente para trasmitir conocimientos sin que estos sean precisamente Palabra predicada,[14] y lo que es peor, es fácil usar la predicación como discurso utilitario de mi propia ideología,[15] en vez de dejar que sea la proclamación del evangelio la que interpele mis convicciones personales. Aun siendo consciente de estos peligros, debo avisar: mi predicación puede contener trazas.

Hay personas expertas en comunicar excelentemente con un lenguaje bello, y a veces enriquecido en los lugares adecuados con palabras inteligentes y rebuscadas, algunas quizá rocambolescas y raras, que resuenan poderosamente aunque su significado es indescifrable, perdido, enigmático. Otras abusan tanto de frases y palabras rebuscadas que ni siquiera el contexto puede determinar qué es lo que están tratando de decir. El púlpito ha de ser espacio para compartir palabras conocidas y comprensibles por la feligresía.[16] El anuncio de Jesús, como ya subrayaba Ernst Fuchs es un acontecimiento lingüístico,[17] y el predicador o predicadora está a merced de que este acontecimiento ocurra. A veces ni siquiera nos damos cuenta de cuántas palabras hay en nuestra jerga cristiana que son jeroglificamente extrañas a los visitantes de nuestros cultos, por mucho que dichas palabras procedan de toda la historia del cristianismo y de la formulación de las doctrinas más básicas y esenciales. Hemos de hablar el lenguaje de la gente, empatizar en la manera en que recibirán el mensaje,[18] pero a veces, advierto, mi predicación contiene trazas ¡lo siento!

Si bien Barth cree que “no tenemos tampoco que exponer la verdad de Dios bajo una forma estética por medio de imágenes inútiles o presentando a Jesucristo a través de efusiones sentimentales”[19] –algo muy dado en nuestros días– no creo que se deba restar al predicador originalidad y creatividad (sin abusos claro). El Espíritu del Señor también nos puede ayudar a elegir formas creativas y prácticas de hacer llegar su mensaje. No obstante, Barth también cree –y en esto tiene razón– que una buena y justa predicación bíblica auténtica es todo lo contrario a una predicación aburrida.[20] Lo que sí ha de reconocerse es que, si el Señor se hace presente en nuestra proclamación, será definitivamente por un acto suyo y no por mérito nuestro,[21] porque lo reconozco, al menos en mi caso, aun en aquellos días que estoy muy acertado y el Espíritu parece incluso “palpable”, mi predicación contiene trazas.

Pido perdón por estas trazas que además contienen alérgenos, y es mi oración que Dios de a mi audiencia el discernimiento para retener lo bueno.

 


[1] F. DELGADILLO LÓPEZ; El Calendario cristiano. Historia y práctica del año eclesiástico (Saint Louis: Ed. Concordia, 2005) p.10.

[2] A. E. GARVIE; Historia de la predicación cristiana (Terrassa: CLIE, 1987) pp.194-195.

[3] K. BARTH; La proclamación del Evangelio. 2ª ed. (Salamanca: Sígueme, 1980) p.79.

[4] S. ESCOBAR; La Palabra: vida de la Iglesia (El Paso: Mundo Hispano, 2006) p.108.

[5] A veces quienes intentan predicar sobre un tema genérico, recurren a la concordancia para hablar de la paz del Señor, la fidelidad, o cualquier tema –no pocas veces moralizante– haciendo casar versículos inconexos para llevarlos a su propia línea argumental. Valoro este tipo de esfuerzos, muchas veces atinado, pero en otras ocasiones bastante desafortunado.

[6] Podría verse: P. ADAM; El predicador y la palabra suficiente. Presupuestos de la predicación bíblica, en: VV.AA. El predicador y su relación con la Palabra. Básicos Andamio (Barcelona: andamio, 2009) p.17. cf. K. BARTH; Op. cit. p.55ss.

[7] K. BARTH; op. cit. p.13.

[8] Ibíd. p.15.

[9] Ibíd. p.23.

[10] El teólogo anglicano conservador J.I. Packer define la predicación como “comunicación encarnada de Dios, profética y poderosa”, definición la cual también me resulta demasiado positiva respecto al percal que alguno se encuentra en los púlpitos, pero no deja de ser sugerente. Cf. J.I. PACKER; El predicador como teólogo. La predicación y la teología sistemática, en: VVAA. Tres facetas del predicador. Básicos Andamio (Barcelona: Andamio, 2008) p.22.

[11] J. SÁNCHEZ NUÑEZ; La mala teología produce malos creyentes, Editorial de Separata Nº40 Vol1 (SEUT, 2011) p.1.

[12] E.P. CLOWNEY; el predicador como pastor. El cuidado del pastor. En: VV.AA. Tres facetas del predicador. Básicos Andamio (Barcelona: Andamio, 2008) p.40.

[13] A.E. GARVIE; Op.cit. p.13.

[14] Ibíd. p.27.

[15] K. BARTH; Op.cit. p.78.

[16] C. ZENSES; Siervo de la Palabra. Manual de homilética (Buenos Aires: EDUCAB/ISEDET, 1997) p.77.

[17] Cf. R. GIBELLINI; La teología del siglo XX (Santander: Sal Terrae, 1998) P.76.

[18] C. ZENSES; Op. cit. p.83.

[19] K. BARTH; Op. cit. p.20.

[20] Ibíd. p.61.

[21] Ibíd pp.21-22.

Ruben Bernal

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