“… me ha enviado a dar buenas noticias a los pobres,
a aliviar a los afligidos,
a anunciar libertad a los presos,
libertad a los que están en la cárcel;
a anunciar el año favorable del Señor …” (Isaías 61:1-2ª, DHH)
¿Cuál será nuestra misión,
la mía, la tuya, la que tenemos en común
como comunidades de fe o como sociedades?
¿No será que hemos equivocado la senda
y que la verdadera meta, al menos desde la fe,
va en otro sentido del que hemos andado hasta ahora,
persiguiendo las promesas de dioses
que brillas mucho pero que son de barro?
Dios arma su tienda en medio de la gente simple,
Jesús nace en un establo,
hijo de un trabajador y de una mujer humilde,
el Espíritu Santo se manifiesta
sobre un pueblo empobrecido y oprimido.
Quizá este Adviento nos dé oportunidad
para repensar a qué somos llamados y llamadas,
a qué nos convoca el Dios que confesamos.
Lo anunciaba el profeta
y lo hizo suyo el maestro de Nazaret:
“Me ha enviado a consolar a todos los tristes,
a dar a los afligidos (…)
una corona en vez de ceniza,
perfume de alegría en vez de llanto,
cantos de alabanza en vez de desesperación.”
Sea nuestra tarea, de aquí en más,
abrazar a quienes lloran,
levantar a quienes están caídos,
sostener a quienes flaquean,
animar a quienes han perdido sus esperanzas,
dibujar nuevos horizontes con quienes ya no sueñan,
cantar con quienes han enmudecido de resignación,
luchar codo a codo con quienes sienten
que les roban sus derechos y le hipotecan el futuro,
Ser, en fin, reflejo de quien nos llama
a ser sal y luz del mundo nuevo.
