Alguien dijo alguna vez que el período litúrgico del Adviento es uno de los más hermosos del calendario cristiano. Sin duda, tenía razón. Adviento supone un tiempo muy especial de espera para la Iglesia universal, tal como se ha entendido tradicionalmente en las confesiones históricas:
Por un lado, recuerda el momento en que el antiguo pueblo de Dios aguardaba la llegada del Mesías, la gran promesa constatable sobre todo desde los escritos proféticos del Antiguo Testamento (1) y latente en el sentir general del judaísmo de los dos últimos siglos antes de nuestra era. De ahí que, al iniciarse el Ciclo de Navidad, cese la liturgia del Adviento. El Mesías ya ha nacido, el tiempo ya se ha cumplido (2).
Por el otro, apunta indefectiblemente a la Parusía, la Segunda Venida del Señor a este mundo al final de los tiempos para concluir la historia humana y dar paso a la manifestación definitiva del Reino de Dios, conforme a la escatología más tradicional del cristianismo histórico, tal como viene recogida en los credos antiguos (3).
Pero si lo reducimos a estos dos únicos momentos de la Historia de la Salvación, la Natividad del Señor y la Parusía, el Adviento se limita a evocar un acontecimiento del pasado o a proclamar esperanza para el futuro. ¿Dónde queda, pues, el creyente actual en relación con su significado?, cabría preguntarse. ¿Qué implica el Adviento en el día a día del creyente de hoy, en la Iglesia de hoy? Únicamente, vamos a destacar tres puntos que consideramos importantes para comprender esta cuestión.
Diremos, de entrada, que la Iglesia no puede conformarse con una referencia única a épocas o eventos pretéritos, pero tampoco con una esperanza relacionada tan solo con tiempos futuros. Dicho de otro modo, no está llamada a dirigir su mirada exclusivamente al pasado y al futuro. La tensión vital entre las dos dimensiones que son la historia transcurrida y la esperanza escatológica conforma, sin duda, la fe de la Iglesia en tanto que Cuerpo de Cristo, le proporciona una identidad que marca su caminar en este mundo y la condiciona para ser aquello que es y no otra cosa. La referencia al pasado tiene su peso, pues no resulta fácil explicar la existencia de la Iglesia sin una clara constatación de una Historia Salvífica que se inicia en un momento concreto y alcanza su culminación en otro, ambos acaecidos en épocas remotas (4); algo similar podemos decir de la previsión del futuro revelado por Dios al que la Iglesia está llamada a encauzar su trayectoria (5). Dicho lo cual, ese pasado histórico y ese futuro escatológico carecen de sentido si no se plasman en una realidad presente.
Por otro lado, el Adviento, como todos los períodos litúrgicos que la Iglesia universal celebra, y al igual que la propia Escritura en la que se inspiran, consiste, no tanto en eventos o acontecimientos, como en la realidad de una persona muy concreta, que es Cristo. La llegada que esperaba el antiguo pueblo de Dios era la de Cristo y la Parusía a la que se dirige la atención de la Iglesia no puede ser otra que la de Cristo. Las Sagradas Escrituras son tan determinantes en este sentido que estigmatizan a los falsos cristos del mismo modo que a los falsos profetas. Pero una simple lectura superficial de los cuatro Evangelios canónicos, tal como nos los presenta el Nuevo Testamento, basta para hacernos comprender que el propio Jesús de Nazaret, en su predicación y su enseñanza, actualiza en su persona, en su presente, la realidad de un Antiguo Testamento que solo él puede cumplir y la de una escatología que solo él puede anunciar —¡y anticipar!— con autoridad, de tal manera que en ocasiones parece darse a entender una plena actualización de todo el propósito divino en la vida de la Iglesia por medio de él (6). Cuando leemos en Filipenses 1, 21 que para el apóstol San Pablo “el vivir es Cristo”, entendemos bien que el conjunto del Nuevo Testamento nos convida a una actualización permanente de Cristo, a una encarnación perpetua de su persona y su obra.
Es así como el presente de la Iglesia se convierte en un presente de plenitud de la presencia de Cristo, un presente dilatado que se inicia con el nacimiento del Mesías y que concluye con la Segunda Venida del Señor, histórico y escatológico al mismo tiempo, y por encima de todo, existencial. El período litúrgico del Adviento solo tiene sentido cuando, en tanto que discípulos y seguidores del Nazareno, hacemos presente al Niño de Belén y al Rey de Reyes que vuelve por segunda vez para poner el punto final a la historia humana y llevarla a su culminación definitiva. Y esa realización no tiene otra fórmula que la proclamación y la vivencia del Reino, reivindicando la dignidad de todos y cada uno de los seres humanos que han vivido, viven y vivirán en la tierra, anunciando la liberación de todas las cadenas que nos aherrojan, del tipo que fueren, y abriendo de par en par las puertas del Amor de Dios revelado en ese Cristo que es Emmanuel, Dios con nosotros.
¡Feliz Adviento!
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- Isaías 7, 14; 9, 1-7; Miqueas 5, 2, por no citar sino los pasajes más conocidos.
- Gálatas 4, 4.
- Ver el llamado Discurso Escatológico de Jesús contenido en San Mateo 24-25, San Marcos 13 y San Lucas 21, amén de las menciones a la Parusía de las epístolas y el Apocalipsis.
- La Historia Salvífica se inicia, en opinión de los mejores exegetas y teólogos, con el llamado de Dios al patriarca Abraham (Génesis 12, 1-9), evento que tiene lugar hacia el siglo XVIII a. C., y alcanza su clímax en los eventos pascuales narrados en el Nuevo Testamento (pasión, muerte, resurrección y ascensión del Señor), acaecidos hacia el