Preámbulo
Difícilmente la fe puede ser explicitada, en toda su complejidad, desde su mera definición conceptual. El conjunto de creencias y convicciones, ¿es suficiente para describirla? ¿No será necesario integrar la experiencia y el sentimiento? ¿No guarda, asimismo, relación con aquellos valores y actitudes que configuran un estilo de vida y una ética? ¿Forma parte de lo que actualmente denominamos inteligencia espiritual? ¿Es, también, aquello que nos permite abrirnos al Misterio de amor que nos envuelve?
La fe como creencia o ¿qué creo?
En la fe identificamos diferentes facetas que configuran su identidad y nos ayudan a su comprensión. Una de ellas es entender la fe como creencia en el sentido de contenido; creemos unas cosas y no otras. A lo largo de la historia del cristianismo se han redactado diferentes credos para explicitar nuestras doctrinas. Los más antiguos son fórmulas cristológicas anteriores a la redacción de los escritos canónicos del Nuevo Testamento; pertenecen a la denominada tradición de Jesús durante los primeros años del cristianismo recogidos, con preferencia, por Pablo en sus escritos.
Sin caer en posturas excluyentes, es imprescindible profundizar en el contenido de nuestra fe. El judaísmo, el islam y el cristianismo, a pesar de compartir principios comunes como puede ser la creencia en un solo Dios, no sostienen lo mismo respecto a otras cuestiones; incluso los conceptos de unos y otros acerca del Misterio de la divinidad no son completamente coincidentes. Esta dimensión conceptual de la fe nos permite establecer una identidad y una diferenciación.
Y es desde la propia identidad que podemos relacionarnos con otros cristianos en el camino ecuménico o participar, junto a otras tradiciones, en el diálogo interreligioso o departir con personas de diferentes convicciones nuestras inquietudes comunes. Son caminos y encuentros que se producen cuando descubrimos que no es posible pensar en Dios, en el mundo y en el ser humano desde un único modelo.
Por otro lado, vivimos un tiempo en el que se va instalando, en algunos segmentos sociales, una forma de sincretismo que no termina de conceder una excesiva importancia a los contenidos de la fe, como si todas las creencias fuesen análogas. Sin entrar a juzgar el valor final de las diferentes manifestaciones religiosas, asumiendo el que todas ellas puedan aportar su parte de comprensión parcial al fundamento último de la realidad, no es lo mismo la creencia de las religiones monoteístas en un Dios no limitado por las coordenadas del espacio y del tiempo, que la visión más inmanente del panteísmo de las religiones orientales; no es lo mismo la fe razonada y razonable del cristianismo que las prácticas esotéricas como formas emergentes de las llamadas espiritualidades laicas.
La reflexión teológica, desde la patrística hasta la teología contemporánea (con sus luces y sus sombras) así como los movimientos de reforma de la iglesia a lo largo de los siglos, nos ayuda a identificar y actualizar el contenido de la fe. Cuestión necesaria, por cuanto en ausencia de un marco referencial las doctrinas pueden llegar a distorsionarse como resultado de la inevitable subjetividad en la comprensión y expresión personal de las mismas. Este riesgo nos ha acompañado a lo largo de la historia desde las primeras herejías en los albores del cristianismo hasta los posicionamientos fundamentalistas de los últimos decenios.
La dimensión vivencial de la fe o ¿cómo creo?
La fe posee también una dimensión vivencial; no en vano el hombre ha sido definido por las ciencias humanas como una estructura cognitiva-emocional. En este caso, estamos más cerca de la noción de confianza que representa el orientarnos a lo divino. La fe provoca resonancias emocionales en lo más íntimo del ser, generando distintos tipos de sentimientos a nivel personal y comunitario. La vivencia personal es imprescindible en la experiencia espiritual, sin tener que ser necesariamente coincidente con la de los demás. Cada uno la vive de modo diferente, parcial… y ninguno la alcanza de forma completa. No puede ser de otra manera, ya que la experiencia de fe se da en nuestras diferenciales personalidades.
Esta faceta más íntima y personal de la fe es crucial si no queremos caer en un frío reduccionismo teológico. Ahora bien, cuando se convierte en el único criterio de análisis y la fe se explica exclusivamente por medio de las emociones que pueda suscitar, nos hallamos también frente a una distorsión originada por la parcialidad del enfoque.
Con frecuencia, empleamos como sinónimos sentimiento y emoción. De ahí que se genere una cierta confusión entre ambos términos. No siempre son claras las fronteras entre los dos conceptos. La emoción es una alteración del ánimo, generalmente intensa, si bien de corta durabilidad, que suele estar acompañada de manifestaciones físicas. Es la reacción a un determinado estímulo cuya valoración depende de su intensidad, de la situación vital de la persona y del contexto en el que se produce. El sentimiento, en cambio, no se centra tanto en el estímulo; sino en la reelaboración interior de las imágenes, recuerdos, experiencias, hechos y pensamientos que alimentan y sostienen la emoción. A diferencia de estas, los sentimientos son menos intensos, pero más persistentes en el tiempo.
Es necesaria esta distinción, porque muchos creyentes, sin duda de buena fe, emplean, como criterio para considerar el nivel de su espiritualidad o la de los demás, el estado emocional (aquello que se experimenta y/o se siente a nivel anímico). Esta forma de evaluación es equívoca porque las emociones varían de una persona a otra. No tiene las mismas resonancias emocionales una persona racional o analítica que una persona altamente empática y sensible. Las emociones también pueden variar en una misma persona en función de su situación personal y de las circunstancias que le rodean. Evaluar la fe exclusivamente desde esta óptica puede conducirnos a conclusiones erróneas respecto a nosotros mismos y a juicios equivocados en relación con los demás. Los sentimientos son demasiado mutables como para fundamentar, exclusivamente sobre ellos, certezas transcendentes.
Implicaciones vitales o ¿cómo vivo?
La fe posee, asimismo, una dimensión práctica. Es una opción fundamental de vida. La psicología y la experiencia nos enseñan que las creencias influyen sobre las conductas. La fe en Jesús nos ha de motivar a vivir en conformidad con la axiología del Reino de Dios: la justicia, la paz, el amor, la alteridad, la inclusión de la diferencia…; si no fuera así, negaríamos las otras facetas de la fe. Muchos de los dones citados en las páginas del Nuevo Testamento: hospitalidad, evangelismo, misericordia, ayuda, servicio… guardan relación con esta dimensión ética de la fe.
Ya Aristóteles, en la Grecia clásica, preconizaba que la credibilidad del mensaje tenía que ver con la credibilidad del mensajero. Un discurso que no esté acompañado de una conducta coherente con su contenido, no suele producir efectos positivos en los receptores; más bien produce su rechazo al constatarse su fondo de hipocresía. El texto de Santiago (Stg 2,14-26) acerca de la falacia de una fe sin obras entronca con esta percepción.
A modo de conclusión
Tanto a nivel individual como comunitario es imprescindible lograr un equilibrio en las diversas formas en las que la fe se expresa. Descuidar la dimensión categorial de la fe comporta mantenerse en los rudimentos de la doctrina (Heb 6,1 RV60) y, en consecuencia, en un déficit identitario.
Reprimir la dimensión vivencial es instalarse en un plano intelectual, sin permitir que cuanto asumimos conceptualmente vaya configurando en nosotros los rasgos del nuevo hombre. Representa una parcelación y una renuncia a una vivencia integral y afectiva de la fe. Dios nos ha dotado de una mente que nos permite conocer, efectuar un análisis crítico de la realidad, optar…; pero también de un corazón que nos permite sentir y experimentar las consecuencias de nuestras decisiones.
Descuidar la dimensión práctica, con su correlato ético, es negar el compromiso con el proyecto de filiación y fraternidad que hallamos en los evangelios. Jesús es el modelo paradigmático de tal forma de obrar al hacer una opción por los pobres, enfermos, marginados… Cuando los discursos religiosos, además de ininteligibles para muchos sectores sociales, tienen dudoso efecto, cabe encarnar el mensaje en la cotidianeidad.
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