Cuando me presenté a Barth en 1961, y le dije que era de Costa Rica, Centroamérica, me dijo, «Ah, revoluciones, ¿verdad?». Le expliqué que en Costa Rica hemos tenido un gobierno estable, a lo que respondió, «Ah, volcanes y terremotos entonces, ¿verdad?». Le interesaban todos los países y estaba muy bien informado. Era muy enemigo del régimen de Francisco Franco.
Mis recuerdos son mayormente del coloquio inglés de Barth donde dialogaba con los estudiantes extranjeros (unos cien; tenia coloquios también en alemán y francés). Una vez un alumno comenzó su pregunta con, «¿Usted, como el teólogo más grande del siglo XX, qué piensa de …?». Barth le respondio, «No hay teólogos grandes. Al pie de la cruz, todos somos párvulos» (en parte estaba citando a un autor de otro tiempo
Barth tenía un maravilloso sentido de humor. En un coloquio donde conversábamos sobre la creación, un profesor norteamericano (según recuerdo) hizo una pregunta algo larga sobre los dinosaurios. Barth respondió que no tenían nada que ver con el tema bíblico y la teología de la creación. El norteamericano cuestionó la respuesta de Barth, como manera errada de relacionar ciencia y fe, y más adelante en el debate, volvió a insistir en el tema de los dinosaurios. Evidentemente molesto, Barth exclamó, «¿Qué están haciendo todos estos dinosaurios en nuestra aula de teología? Me los saquen ya; llévenlos al zoológico donde deben estar».
Me tocó dirigir el coloquio y escogió un pasaje de la Dogmática que juntaban dos problemas importantes, la predestinación y el juicio final. Hice un esfuerzo tremendo y Barth elogió el trabajo, aun dijo que no tenía respuestas para todos mis argumentos, pero me dijo que tenía una pregunta para comenzar. Me había basado fuertemente en San Juan 5:28-29, que los muertos saldrán de sus sepulcros a resurrección de vida o de condenación, pero no me había fijado bien en todo el texto, que dice «los que hicieron lo bueno» y «los que hicieron lo malo». Barth me preguntó con simpática malicia, «Dígame, señor Stam, ¿Usted ha hecho lo bueno?». ¡Me agarró fuera de base! Si digo que no, cae mi argumento o pierdo la salvación; si digo que sí, soy un fariseo soberbio y la salvación sería por obras. «Yo no», le contesté, «pero Cristo por mí». «Y sólo por usted», «No, por todos los que han puesto su fe en él». «Entonces», replicó él, «¿no sería salvación por las obras?»
Al final de la sesión, se acercó un alumno y le dijo «Ay, profesor, qué complicado esto, me duele la cabeza». Estuve sentado al lado de Barth, vi que señaló al estudiante con su dedo y le dijo, «Usted ha quitado sus ojos de Cristo. Cuando fijamos la mirada en él, toda la teología es gozo porque es reflexión sobre la gracia de Dios». ¡Seguramente ese colega se lamentó de haber hecho ese comentario!
Una mañana estuve en la casa de Barth, y ese día Cullmann, desde el Concilio Vaticano en Roma, en vez de analizar el proceso conciliar envió a la prensa un fuerte ataque contra Bultmann. Le pregunté a Barth qué le parecía ese artículo y respondió: «Yo también discrepo con Bultmann y he escrito contra su teología, pero Cullmann siempre tiene a Bultmann frente a sus ojos. Yo prefiero ver a Bultmann por un espejo retrovisor, y fijar mi mirada en Cristo».
Barth tenía una humildad muy propia de su condición. Cuando él disputaba con Agustín, Aquino, Lutero o Calvino, uno sentía que estaba presenciando un diálogo entre iguales. Pero a la vez no tenía pena en decir que no sabía algo o en pedir información. Más de una vez, preguntaba a los estudiantes alemanes, «¿Qué dice von Rad de eso?», etc. Recuerdo otra ocasión cuando estábamos enfrascados en un pasaje complicado, y Barth preguntó, «¿Cómo tradujo Bromiley eso al inglés?» Es mucha humildad que un autor famoso tenga en cuenta a su traductor como criterio de interpretación de su propio escrito.
Recuerdo con gratitud otra bella experiencia con Barth. En febrero de 1964 me tocaban los exámenes orales del doctorado con Reicke, Barth y Cullmann. A una serie de estudiantes estadounidenses les había ido mal y había mucho pánico. Unos días antes de la fecha de mis exámenes Barth me dijo, «Herr Stam, yo no voy a hacerte una cantidad de preguntas. para encontrar lo que tu no sabes; te voy a poner un tema y dejarte hablar, para que puedas mostrar lo que sí sabes». Eso me dio mucha tranquilidad y confianza y me fue superbien la experiencia.
Cuando regresé a nuestro Seminario en Costa Rica y me pidieron una charla sobre Barth, resumí mi impresión de su persona con tres palabras latinas: humanitas, humilitas, e hilaritas. Eso fue Karl Barth.
La personalidad de Barth era tan rica y creativa que se ha convertido en leyenda y sujeto de innumerables anécdotas apócrifas. Las historias, incluso éstas, crecen al ir contándose. Pero lo que cuento ahora son recuerdos que creo que son fieles. Sobre todo, son fieles a la personalidad del maestro.
(ver comentarios sobre Cullmann para más en cuanto a Barth)
[Barth: el ser humano en es único animal que se ríe, y que fuma]
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