He. 13:2; 1:14 – «No os olvidéis de la hospitalidad, porque por ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles… ¿no son todos los ángeles espíritus dedicados al servicio divino, enviados para ayudar a los que han de heredar la salvación?”
Miércoles 24 de octubre de 2018, ayer salí de Reanimación. Me siento agotada, confusa y desanimada. Hace tres días que nacieron mis hijas. El dolor se impone a la alegría que debería invadirme pensando en la posibilidad de poder abrazarlas por primera vez. No quiero recordar lo sucedido. Me siento ante el momento más vulnerable de mi vida. Las limitaciones físicas se igualan a las mentales y no encuentro fuerzas para remontar, y entonces, de pronto y sin esperarlo, él se hace presente con su bata blanca y una sonrisa en la cara.
El ángel aparece en mi historia, me toca, me sostiene, me alienta y me acompaña. En la soledad de mi espíritu vulnerable, saber que está ahí me hace sentir sostenida por misteriosas fuerzas eternas que me permiten recuperar el aliento y seguir adelante. “Vamos, tienes que verlas”, me dice confiado. No me veo capaz, pero él insiste en que puedo, y con la fuerza que solo el amor puede otorgar, me impulsa a recomponerme de nuevo. El ángel empuja mi silla de ruedas hasta llegar a la unidad de neonatos y él, como un espectador satisfecho, presencia el abrazo entre una mamá y sus dos tesoros. El encuentro más sanador.
¿Y si los ángeles que nos rodean llevan camiseta y pantalón? ¿Y si esos mismos ángeles caminan, sufren y sienten como nosotros? Ellos son queridos compañeros de viaje, hombros en los que llorar, abrazos en los que descansar, sonrisas que iluminan la oscuridad del alma. En momentos de inquietud inexplicables, al borde de la desesperación, faltos de recursos y vacíos de sentido, ellos, ángeles sin disfraces ni fachadas, vienen a restaurarnos la vida, curan nuestras heridas, reducen nuestras miserias con infinitas raciones de misericordia inmerecida y, como mensajeros de paz, traen a nuestro presente el amor de un Dios que no es indiferente al dolor, que cuida a través de manos amigas dispuestas a luchar a nuestro lado para recomponernos de nuevo. ¡Que amor más puro! la esencia misma del mensaje de Dios.
A nosotros nos toca hacer un cambio de perspectiva en nuestras situaciones límite. Resintonizar el corazón en medio del caos para descubrir esos regalos que Dios pone en nuestro camino, en momentos en los que querríamos pasar por la vida de puntillas, cómo si pudiéramos ahorrarnos el dolor, cómo si eso no formara parte de nuestra historia, cómo si el aprendizaje y el crecimiento vinieran de la nada. Cuando entregamos nuestro destino y decidimos, conscientes de la incertidumbre que eso supone, dejarnos en las manos del Dios todopoderoso, la perspectiva cambia, la gratitud aflora porque los ojos ven y el corazón siente el abrazo de nuestro Señor. Y es en ese instante cuando, de manera inesperada, miramos a nuestro alrededor y les vemos. Están ahí, son reales, existen. No hay que esforzarse para identificarlos, están cerca y tienen nombres y apellidos. Solo necesitamos dejarnos amar para saber a ciencia cierta que son ellos, ángeles visibles enviados por el cielo amparando, acompañando y alentando nuestro corazón débil y abatido.
Pero ¿Y si pudiéramos ser uno de ellos? ¿Y si prestáramos nuestro hombro para llorar, nuestro abrazo para descansar y regaláramos nuestra sonrisa para iluminar la oscuridad del alma? Amemos, amemos como Jesús amó. Hagamos presente su amor. Retémonos a ser ellos, grandes instrumentos de nuestro Dios. Ángeles sin disfraces, ni fachadas. Ángeles sin alas.
«Y Aquis respondió a David y dijo: Yo se que tú eres bueno ante mis ojos, como un ángel de Dios…» 1 Samuel 29:9
Dedicado a Sergio Martín Zamora, médico pediatra del Hospital Universitario y Politécnico La Fe de Valencia, quién hizo presente el amor de Dios en mi vida, y de qué manera. Y a vosotros, ángeles que me sostenéis tantas veces para recomponerme de nuevo.
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