Antes de abrir la boca, debemos detenernos para escuchar con atención el corazón de la cultura. Esa es la tesis número 84 de mi libro: 95 tesis para la nueva generación.
Uno de los motivos fundamentales del éxito que tuvo la Reforma protestante en el siglo XVI fue su decidido arraigo popular. Lejos de los estrechos pasillos de la universidad de París, donde la élite intelectual de Occidente se medía en las turbulentas aguas de la teología escolástica, un monje abrió la cancha a una experiencia espiritual que trastornaría la historia. El Dios inalcanzable de la pirámide medieval, que se confundía prácticamente con el sistema político y económico, de pronto habitaba las calles, era adorado en lengua vernácula y daba de qué hablar en la mesa familiar.
Un panfletista de la época escribió que, mientras la Reforma llegaba a las ciudades de Europa, a su paso quedaba un tendal de «doncellas, estudiantes, peones, artesanos, sastres, zapateros, panaderos, toneleros, jinetes, caballeros, nobles y príncipes como los duques de Sajonia, que saben más acerca de la Biblia que todas las universidades, aun las de París y Colonia, y todos los papistas del mundo».
Aunque la Reforma nació en los pasillos de las universidades, los reformadores entendieron «su acción como un movimiento popular, una verdadera revolución del pueblo llano contra las sofisticaciones de los intelectuales». Mientras traducía la Biblia al alemán, Lutero caminaba por las calles para escuchar cómo hablaba y pensaba su pueblo. Las canciones eran su forma preferida de enseñarles la Biblia; para componer sus himnos, el reformador se metía de incógnito en las tabernas. Allí aprendió las melodías pasionales y toscas con las que el pueblo alemán luego proclamaría Ein feste Burg ist unser Gott: Castillo fuerte es nuestro Dios.
Uno de los textos donde brilla más claro el espíritu popular de la Reforma es la Carta sobre el modo de traducir de 1530. Lutero se pregunta allí por la forma correcta de traducir Lucas 6:45, ya que creía que la gente no entendería fácilmente una frase como «De la abundancia del corazón habla la boca». Eso no es un «buen alemán», decía el reformador, porque en realidad «las amas de casa y el hombre sencillo se expresan así: “El que tiene el corazón lleno, se le sale por la boca”».
Lutero ignoró olímpicamente el prestigio académico y el estatus del latín. Al traducir la Biblia, decía: «No debemos preguntarle al latín cómo se debe hablar alemán, más bien, debemos preguntarle a la madre en la casa, a los niños en las calles, al hombre común en el mercado sobre esto, y mirar sus bocas para ver cómo se debe hablar, y recién ahí hacer nuestra traducción».
«Mirar sus bocas para ver cómo se debe hablar». Esa frase esconde un mapa hacia la misión de la Iglesia en el siglo XXI mucho más prometedor que muchos proyectos que andan todavía dando vueltas. Antes de abrir nuestra boca, debemos mirar atentamente las otras bocas, atender a lo que el mundo que nos rodea está preguntando, escuchar el corazón de la cultura que palpita por doquier.
¿Qué están diciendo las series, los tuits, las noticias? ¿Cómo se nombra el mundo en la gran aldea? ¿Y en la esquina de mi casa? ¿Cuáles son los dolores, las esperanzas, los grandes conflictos existenciales y las ínfimas preocupaciones banales de nuestros contemporáneos? Hay que escucharlos muy bien, con interés genuino y paciencia, para poder apreciar su idiosincrasia, sus valores y verdades.
Recién entonces, nuestra traducción del Evangelio podrá resultarles significativa.
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