Álvaro Soler es escultor. Uno de sus últimos trabajos consiste en esqueletos de animales fantásticos rellenos de residuos de plástico. Es su forma de llamar la atención sobre la degradación ambiental que sufre el planeta. De seguir la tendencia actual, a mitad de siglo habrá más plástico que peces en el mar, ya que el plástico requiere entre uno y cinco siglos para desaparecer del ecosistema. Alrededor de un millón de pájaros y cien mil mamíferos mueren cada año a causa de estos residuos.
No es el único tema de preocupación. A la contaminación de ríos y mares hay que añadirle la desertificación de amplias zonas del planeta, la carencia de agua potable en diversas partes del globo, la pérdida de la biodiversidad por la transformación de los ecosistemas, los efectos del cambio climático o la amenaza de las centrales nucleares. La cuestión ecológica empieza a preocupar.
¿Ha llegado el momento, como se pregunta el teólogo Jürgen Moltmann, de sustituir la arrogancia del dominio del mundo (derivada de una interpretación tradicional de los primeros capítulos del Génesis) por la humildad cósmica (resultado de una hermenéutica que incluya el hecho de nuestra dependencia de la Tierra y del cosmos)? No podemos olvidar que nuestra subsistencia depende del mantenimiento del ecosistema que nos alberga. Con independencia del estatus que la revelación bíblica otorga al ser humano, este es también parte de la naturaleza.
Citando de nuevo a Jürgen Moltmann, «lo que compete al ser humano no es una actitud arrogante de poder sobre la naturaleza ni la libertad de hacer con esta lo que le venga en gana. Lo que compete al ser humano es una actitud de atención respetuosa en todo cuanto hace con la naturaleza». Nuestra casa común necesita curas urgentes y afecto continuado. Es ya imperativo modificar nuestra concepción del mundo, nuestras formas insostenibles de vida, el consumo desproporcionado… si pretendemos legar un planeta habitable a las generaciones posteriores.
La Tierra puede mantenerse sin la especie humana. Así ha sido durante millones de años en los que se ha ido gestando la aparición de la vida, su emerger y diversificación hasta alcanzar los niveles de complejidad de los seres humanos. Pero nosotros no podemos sobrevivir sin la Tierra. Necesitamos el aire que respiramos, plantas y animales, el agua, la luz, los ciclos de las estaciones y el universo entero cuya inmensidad es condición necesaria para la existencia de la vida, según indican los presupuestos de la astrofísica.
El rol de administradores de lo creado, hecho que comporta su cuidado y atención, ha sido sustituido por el de expoliadores y destructores que no tienen en cuenta que los recursos naturales son limitados. Hoy hablamos de la huella ecológica como indicador del impacto ambiental generado por la demanda humana de los recursos existentes en el planeta, relacionándola con la capacidad ecológica de la Tierra de regenerar sus recursos. Es bien conocido que, a nivel global, estamos consumiendo más recursos y produciendo más residuos de los que el planeta puede generar y admitir. Se están alterando las condiciones de vida sobre el planeta. Parafraseando el texto de Pablo, la creación gime.
El cambio de paradigma se hace necesario. Los movimientos en defensa de la Tierra presionan a los políticos para que legislen, en todo aquello que sea necesario, a fin de revertir el proceso de deterioro que pone en peligro el devenir del planeta y de quienes lo habitamos. Pero los intereses económicos de quienes más contribuyen al impacto de la huella ecológica suelen prevalecer sobre la necesidad de arbitrar medidas de corrección y prosigue, de este modo, el uso irresponsable y depredador de los recursos. Junto al pecado personal y estructural, se hace necesario tomar conciencia de la dimensión cósmica del pecado.
Si la teología tradicional ha considerado que la Tierra es algo que el ser humano puede sojuzgar y dominar, la nueva teología ecológica o ecoteología debe partir de la Tierra como patria. En la medida en que el hombre destruye su hábitat, el galope de los jinetes del Apocalipsis aparece como algo peligrosamente cercano.
A la luz de la situación presente, ¿es adecuado el paradigma de la centralidad del hombre en la naturaleza, que desplaza al resto del planeta a la categoría de hábitat? Nuestro mundo, ¿no es también el hábitat para millones de otros seres sobre los que Dios exhaló su Espíritu vivificante como describe poéticamente el salmista: Escondes tu rostro, se turban; les quitas el hálito, dejan de ser. Envías tu Espíritu, son creados? Se impone una mayor dosis de humildad.
La frase del sofista griego Protágoras, recuperada durante la visión humanista del Renacimiento: El hombre es la medida de todas las cosas, ha de dejar paso a la de considerar no el hombre, sino la naturaleza entera, en la que el hombre se inserta, como criterio relacional y de valor. El lugar del antropocentrismo debe ser ocupado por el biocentrismo. Es hora de contemplar la naturaleza no tan solo en clave de interés económico, sino como expresión de la creación divina con toda su belleza intrínseca en la que todos los seres somos interdependientes y necesarios.
Es momento de entender que la sostenibilidad es una responsabilidad derivada del mandato creacional que solo se alcanzará respetando los ciclos naturales y a través de un consumo racional de los recursos tanto renovables como no renovables. La Tierra reclama un descanso sabático. Del dominio arbitrario deberemos transitar al responsable. Una visión holística de la salvación debe incluir la del mundo creado del que el hombre forma parte.
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