Antropología teológica en tiempos hipertecnificados.
Algunas intuiciones inquietantes
Está claro —o pienso que debería estarlo— que el mundo y sus consecuentes cosmologías, cosmogonías y cosmovisiones no es algo estático e inerme, sino que está en constante cambio, desarrollo y evolución. No es igual el mundo —definitivamente no lo es— en el que vivieron nuestros ancestros mayas, babilonios, griegos o visigodos, no son iguales sus problemas, sus costumbres, su entorno, sus contextos, y tampoco es igual la cosmovisión que ellos pudieron tener, es decir cómo y cuál fue su reflexión sobre ese mundo que habitaban.
Asimismo, no es igual a la nuestra la idea que esos hombres y mujeres tenían de sí mismos, de sí mismos en relación con otros y otras, y de sí mismos en relación con una instancia superior. No solo porque ellos y ellas fueron muy diferentes a nosotros y nosotras hoy, sino por otras dos razones, básicamente: porque el desarrollo de la civilización y su acumulación de conocimiento tenía menos “historia” en su haber, y porque las herramientas para pensar ese mundo eran muy distintas a las actuales.
Concomitantemente, no podría ser igual una antropología teológica esbozada por los escritores de los evangelios —canónicos y extra canónicos—, en un mundo judío bajo dominación romana del siglo I, que una antropología teológica posterior, semita-latina-helénica, pensada por la patrística, o una medieval, o la que tuvo que lidiar con los pormenores de la Revolución Industrial, o, más cercana en el tiempo, la que redimensionó a Dios (y con ese redimensionamiento también al ser humano) después de Auschwitz.
El mundo cambia, la humanidad cambia, las reflexiones sobre el mundo y la humanidad cambian, y la idea de Dios también. Sin embargo, hay fundamentalismos de lo estático que ven en el cambio corrupción. Bajo camuflajes de pureza dogmática siguen pensando con categorías perimidas y, lo que es todavía peor, esa manera de pensar deja afuera los grandes problemas y preguntas que nos atañen a los seres humanos del presente que, obviamente, no son los mismos que los de hace unas décadas atrás, sin ir más lejos.
Es una verdad sin discusión que estamos asistiendo a una revolución tecnológica sin precedentes en la historia. Alguien podrá decirme que siempre que se obtienen adelantos científico-técnicos considerables la humanidad cree que no habrá nada que pueda superarlos, y finalmente se superan. Puede ser. Lo que hasta ahora es inédito es que la evolución es de una proyección exponencial, es decir que su capacidad puede duplicarse cada uno o dos años, cumpliendo de esta forma la Ley de Moore, un investigador de Intel que predijo esta revolución en 1965.
Prácticamente no hay área del mundo, de las sociedades y de la vida particular de las personas que no esté atravesada, directa o indirectamente, por alguna tecnología. Ahora mismo, mientras escribo, doy cuenta de ello. Ahora mismo, mientras ustedes leen, también.
Nick Bostrom, un filósofo sueco muy conocido por sus posturas antropológicas, entiende que la humanidad va encaminada a traspasar lo que él llama un “portal” que es inexorable: como en un embudo, el desarrollo tecnológico nos obliga a atravesarlo hacia lo que él cree es un cambio total de la existencia y del mundo tal como lo conocemos. La creación de la Inteligencia Artificial es una muestra de que vamos en ese camino. Raymond Kurzweil sostuvo, a comienzos del siglo XXI, que la tecnología evolucionaría de tal forma que sería capaz, hacia mediados del siglo, de crear máquinas inteligentes que incluso podrían diseñar máquinas superiores a sí mismas (la “superinteligencia”). A este fenómeno llamó “singularidad”, tomando la palabra de otros antes de él que ya venían augurando este salto hacia el futuro, incluso desde la década del 50 del siglo pasado.
Esta singularidad daría paso a la existencia de una inteligencia artificial perfeccionada, pero también a una mejora de la biología humana e, incluso, a interfaces humano-tecnológicas.
Bostrom explica este acontecimiento como “bolas” de un “bolillero” que los seres humanos vamos sacando. Hasta ahora, dice, hemos sacado “bolas blancas”, pero no somos muy buenos con las predicciones, advierte, y es posible que saquemos una “bola negra”. El “paso” por el portal es inexorable y no tiene vuelta atrás, cree: si al pasar lo hacemos con la “bola negra”, ya no habrá posibilidades de regresarla al bolillero para tomar otra. Por eso, él entiende —y quién no lo juzgaría con él— nos encontramos ante una encrucijada, un poderoso “riesgo existencial”.
Puede haber quien piense, al leer estos garabatos, que Eliana ha perdido la razón de tanto leer “novelas de Ciencia Ficción”, tal como le pasaría al Quijote con las novelas de caballería. Bueno, no es el género que más disfruto, en rigor de verdad, y no es pertinente aquí explicar la relación entre la Ciencia Ficción y la realidad, como ya he explicado en otros escritos. Lo que trato de expresar es algunas cuestiones medulares que, creo, hay que pensar desde la filosofía y desde la teología, a la luz de los acontecimientos que atraviesan nuestras vidas.
La tecnología, es indudable, está reportando múltiples beneficios a la vida y al mundo: las comunicaciones, el trabajo, la exploración e investigación en todas las áreas, la organización social, la seguridad y una larga lista que podríamos citar. También reporta perjuicios, y están a la vista. El asunto es el límite.
Si es verdad lo que muchos científicos y filósofos ven en el horizonte, es posible no solamente que la tecnología asista a los seres humanos en sus déficits, lo cual es bueno y deseable, sino algo mucho más inquietante.
Las prótesis —todo dispositivo prostésico—, la nanotecnología, la ingeniería genética, la medicina nuclear, la biotecnología, son algunos de los ejemplos de tecnologías que solucionan dolencias o discapacidades, o incluso las previenen y evitan. El alargamiento de la expectativa de vida, sin ir más lejos, es una de las consecuencias positivas del desarrollo de estos tiempos.
Ahora bien, tanto Bostrom como Kurzweil, y muchos otros científicos y filósofos —en mayor o menor grado— anuncian algo más sobre esta revolución de paradigmas que significa y significará la tecnología en un futuro más o menos cercano. Su idea es que no solamente jugará un papel preponderante como el descripto en el párrafo anterior, de curar lo enfermo o de suplir lo que falta, sino que, además, nos conducirá a un mejoramiento de la raza humana (“enhacement”): potenciar la inteligencia, la fuerza, la “belleza” (cualquier cosa que se entienda por ella), la rapidez, los talentos, direccionar los gustos, agudizar las percepciones, lograr de manera exógena que una persona sea más eficaz en el trabajo o mejor en cierta área, en fin, manipular la humanidad con algún fin y, de máxima, dinamitar todos los límites que la humana condición nos impone, incluso la muerte. ¿Es esto posible? No todavía, pero ¿quién se atreve a decir que no podrá serlo? La mitología y la literatura están llenas de narraciones en este sentido: Prometeo, Ícaro, Midas, Frankenstein, el Golem o el Hombre y la Mujer Nucleares.
Los límites de la humanidad están siempre siendo desafiados por alguna ilusión o una alquimia: todos y todas deseamos la vida eterna, quizás, porque nos ha sido puesta eternidad en el corazón, como dice Eclesiastés, y también deseamos la “vida en abundancia”, como dijo Jesús, y vivir en donde no haya muerte ni dolor, como promete Apocalipsis. Las Escrituras captan muy bien esa sed de infinito con la que venimos a este mundo finito.
El Movimiento Transhumanista —y su versión más radical, el posthumanismo— intuyen un escenario en el que la humanidad será superada. Algunos piensan que de llegar a construir una máquina consciente el ser humano, incluso, ya no sería necesario: sería, pues, el último descubrimiento posible. Las atmósferas apocalípticas que podrían instalarse están ampliamente documentadas en la filmografía de efectos especiales. Hay muchas derivaciones de esto que no es el caso discutir aquí, como aquella de la “Hipótesis de la simulación” de Bostrom, o muchas otras. Solo me quiero centrar en que, aun sin saber si la humanidad llegará a ver estas realidades o si solo son producto de “mentes enfermizas”, hay algo que sí es indiscutible, a esta altura de los acontecimientos: el ser humano no es igual al de unos años atrás y por esto urge revisar nuestros presupuestos de antropología teológica, una y otra vez, para que nuestras respuestas hoy no sean de acuerdo a un paradigma de ayer.
Asimismo, es urgente pensarlo con esa espada de Damocles que se cierne sobre nuestra cabeza y que reconoceremos, también, como “riesgo existencial”. Soy consciente de que habrá quien me diga que mis disquisiciones son absurdas, que la Biblia no predice esto, o que será el fin del mundo supuestamente anticipado por el Apocalipsis, o, sencillamente, que Dios no lo permitirá. Bueno, tal vez. Todas las hipótesis son posibles. Pero sin adherir al entusiasmo transhumanista —ya que soy defensora de la humanidad sin cortapisas— es necesario advertir de sus peligros y hacer planteos morales, teológicos y bioéticos que pongan en entredicho sus perspectivas y que encuadren y den marco a sus proyecciones. La historia está plagada de desastres que fueron hechos en nombre de la ciencia y en el altar del desarrollo: Hiroshima, la investigación médica en la Alemania Nazi ventilada en el juicio de Nuremberg, la experimentación con humanos en Tuskegee, por citar solo algunos.
Supongamos que llegamos a un punto de desarrollo en que sea posible el enhacement: ¿quién tendría en sus manos ese mejoramiento? ¿sobre quiénes se desplegaría? ¿con qué fines? ¿quiénes accederían? ¿cómo se manejaría la desigualdad entre quienes accedan y quienes no? ¿qué clase de poderes estarían detrás de ese poder? ¿qué capitalismo salvaje volverá —mucho más y de formas más perversas— la humanidad en mercancía? Y la pregunta del millón: ¿qué clase de ser humano tendríamos en consecuencia? ¿qué clase de relaciones sociales se establecerían? Y más: ¿cómo ubicaríamos a Dios en ese contexto?
No vengo aquí a proponer dar la espalda a los adelantos y al futuro. Nada más lejos: celebro muchos de ellos y los disfruto, como todos y todas. Mi actitud es la contraria a dar la espalda, es la de mirar por ese telescopio de Galileo, aunque el escenario propuesto todavía parezca película de Hollywood. Propongo hacernos preguntas, ser parte de la discusión que el mundo está dando mientras nosotros estamos en una torre de marfil creyéndonos a salvo, solos con nuestra Biblia. Es más: propongo que demos la discusión con la Biblia en la mano, que también para eso nos servirá, aunque no hable ni una sola palabra de tecnologías.
La tecnología no es buena ni mala en sí misma, como la ciencia: el problema, como siempre, somos los seres humanos. La humanidad no sale manufacturada de Sillicon Valley ni es producida en una cinta transportadora de una cadena de montaje. Hay algo, indecible, inescrutable, que nos diferencia —todavía— de las máquinas o del resto de los seres vivos: la consciencia, ese entramado neurológico, psico-neuro-físico que nos hace ser lo que somos y relacionarnos como nos relacionamos con los otros y otras y con la divinidad. Somos capaces de las mejores cosas y de las peores: a unas las llamamos “humanas” y creemos que lo humano está allí, y a otras llamamos “inhumanas” y creemos que lo humano no está allí.
La humanidad es bifronte, sin embargo, como Jano. Lo bueno y lo malo conviven. Luchar por lo bueno, entonces, es el horizonte de utopía que mantiene la homeostasis en el mundo.
En ese marco, y mirando de frente al futuro, es apremiante discutir qué clase de valores merecen ser sostenidos, qué clase de humanidad estaremos construyendo y qué legaremos a las generaciones que nos sucedan. Porque si la reflexión cristiana no tiene nada para decir sobre estos asuntos, quizás llegue un punto en que se haya vuelto intrascendente y prescindible.
Y no queremos eso, claro.
Bibliografía
Bostrom, N. (2005). A History of Transhumanist Thought. Journal of Evolution and Technology, Vol.14, No. 1
Bostrom, N. (2014). Superinteligencia. Caminos, peligros, estrategias. Oxford University Press.
Kurzweil, R. (10 de octubre de 2008). “The singularity: the last Word”. IEEE 45: 10.
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Moore, M. (1998). The extropist Manifiesto. Recuperado de: https://extropism.tumblr.com/post/393563122/the-extropist-manifesto
Russell, B. (1924). Ícaro o el futuro de la ciencia. Recuperado de: https://ddooss.org/textos/documentos/icaro-o-el-futuro-de-la-ciencia