Una de las virtudes más valiosas que ha perdido nuestro mundo actual ha sido sin duda alguna la capacidad de escuchar. Y ni siquiera diré escuchar con el corazón o el alma, porque aquello siempre ha sido cuestión trabajosa en toda época y generación, sino con el mero ademán físico de detenerse, inclinar el oído y mirar siquiera al otro cuando habla, permitirle continuar con su relato y no interrumpirlo, tomando más bien nosotros la palabra, dando a entender con ello que lo que el otro tenga que decir la verdad es que tiene minúscula importancia para nosotros.
Ciertamente, no es fácil escuchar al otro, mucho más hacerlo con el alma y el corazón, aquello requiere serenidad, una visión del ser humano como quien es digno en todo tiempo de nuestro respeto y dignidad, requiere, por qué no decirlo, de un fondo valórico, espiritual, incluso cultural mucho más amplio del que se acostumbra a observar en nuestros días, en donde el narcisismo y el culto a sí mismo se ha llegado a instalar como el valor más preciado de la vida. Por el contrario, el interrumpir, el abundar en rudos hábitos sociales, el no prestar ninguna atención a lo que el otro nos intenta comunicar, se ha convertido más bien en la norma y en aquello que pareciera surgir naturalmente en un mundo tan tecnologizado y narcisista como el nuestro en el que lo rápido, lo instantáneo es lo que prima, y el silencio, el valor por las sutilezas brilla, por el contrario, completamente por su ausencia.
En efecto, no es fácil escuchar, y mucho menos con el alma y el corazón. Y si Ud., es parte de ese grupo de personas que, como yo, disfrutamos más hablando que escuchando, verá que el ejercicio de escuchar requiere de un fuerte llamado a la voluntad más que un fluir espontáneo y natural. No obstante, aquello, y reconociendo mis propias limitaciones para saber escuchar, me vi en la necesidad hace algún tiempo atrás, de confrontar a un conocido y pedirle que por favor se abstuviera de interrumpir tan frecuentemente al momento en que habiéndole escuchado yo por largo tiempo discurrir sobre sí mismo, intentaba de algún modo participar de aquel monólogo, o por lo menos mostrara si quiera algún grado de atención en las pocas instancias en que me permitía tomar la palabra.
La respuesta de este conocido, muy honesta me pareció en aquel momento, debo reconocerlo, fue que actuaba de esta forma debido a una falta de mayor roce social. Sin embargo, y evitando todo tipo de detalles que no vienen al caso, descubrí al poco tiempo que este mismo conocido en cuestión, sí era capaz de escuchar al otro, y con una devoción casi religiosa, sí era capaz de mostrar interés en aquel otro, como si fuera casi un asunto de vida y muerte, y sí era capaz de desarrollar agradables hábitos sociales y convertirse en un verdadero “gentleman”, cuando ese otro resultaba capaz de retribuirle algún tipo de beneficio, cuando ostentaba un mayor estatus que él y que yo mismo también, desde luego, cuando necesitaba impresionarle a objeto de conseguir ciertas metas y objetivos que él le pudiera proporcionar. ¿Poco roce social o simplemente arribismo? ¿Déficit atencional, incapacidad para escuchar o lisa y llanamente oportunismo y vulgaridad?
Comoquiera juzguemos verlo, no es momento para rasgar vestiduras y pensar que estamos en condiciones nosotros mismos de arrojar la primera piedra sobre este asunto. Incluso, más, todos los que en algún momento u otro nos hemos dedicado al trabajo pastoral o simplemente hemos trabajado interactuando con otras personas, bien sabemos que existe la recurrente tentación de prestar mayor atención, estar más solícitos a escuchar, dar un trato más preferencial a aquellos que poseen un mayor estatus social y económico, cuya charla podría resultarnos más “beneficiosa”, en otras palabras, y aunque no se diga, cuyo contacto nos podría resultar más auspicioso.
La mayoría de los que me conocen saben que suelo frecuentemente citar la anécdota narrada por el filósofo chileno, Jorge Rivera (discípulo de Heidegger y traductor de una excelente edición de su “Ser y tiempo”), que tuvo con Martin Heidegger, en el que consultado el maestro por su discípulo acerca de qué sentido tenía después de todo la onerosa cavilación filosófica para la vida práctica del cristiano, éste respondió algo más o menos así: “Si el pensar filosófico puede hacernos sensibles para escuchar la palabra del hombre, también puede hacernos sensibles para escuchar la Palabra por excelencia”.
En efecto, lo que queda de todo esto es que, si no somos capaces de atender a la palabra del otro con respeto, atención y dignidad, y no sólo cuando aquí está en juego un asunto de retribución personal, ¿cómo podremos, luego, escuchar al Dios que nos habla y que quiere comunicarse con nosotros a través de Cristo y su revelación? Si no somos capaces de escuchar sin interrumpir, y escuchar con el corazón y el alma al otro, ¿cómo sabremos oír la voz del Espíritu de Dios, que nos susurra suave y tiernamente al oído, si somos siempre ruido, palabrería, movimiento y un interminable hablar de uno mismo? Mucho más, si no somos capaces de tomar en serio al otro, por medio de la escucha atenta y respetuosa, ¿cómo podremos tomar en serio a Dios, si nuestro tomar en serio a Dios pasa indefectiblemente por tomar también en serio a nuestro prójimo, su decir, su hablar, su clamar?
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