Artículo V de la Confesión de Fe de la IEE (revisión de 1954): La caída del ser humano
(La confesión de fe de la IEE[1] está inspirada en la Segunda Confesión Helvética).
Lejos de lo que veo en mi propia ciudad, pareciera que está caducando la tendencia a formar comunidades evangélicas postdenominacionales de nombres frescos repletos de anglicismos, liturgias diluidas y condensadas en formato concierto, y una formación doctrinal laxa. En cambio, nos encontramos en un resurgimiento –tal vez tímido– de la confesionalidad (en su sentido denominacional) lo que no quita la unidad en la diversidad, como también reaparece el interés por los textos de la Reforma magisterial y una búsqueda de identidad doctrinal por parte de personas jóvenes (y no tan jóvenes) procedentes de contextos eclesiales poco definidos. Hay una sed catequética y una necesidad de fundamentos que la gente trata de paliar al margen de sus comunidades o vinculándose a otras de una identidad más marcada. Pero esta necesidad de formación y de identidad, conduce a tomar como válidos algunos presupuestos y paradigmas que necesitan actualización si de verdad quieren tomarse en serio.
La mayoría de confesiones de fe y catecismos protestantes (principalmente elaborados en la escolástica protestante del siglo XVII pero también en el siglo anterior), asumen, respecto a la doctrina de la caída y sobre la obra salvífica de Cristo, una indudable comprensión agustiniana (heredada de Agustín de Hipona) y anselmiana (heredada de Anselmo de Canterbury). La Confesión de Augsburgo cap. II, los Cánones de Dort IV.1-4, el Catecismo de Heidelberg 6, 7 y 8; o la Confesión Belga art. 14 y 15 (pueden servirnos como ejemplo, pero hay muchos más documentos que heredan la misma perspectiva, así como lo hacen también las diversas confesiones de fe de las tantísimas iglesias libres de hoy en día).
La Confesión de Fe de la Iglesia Evangélica Española dice así en su artículo V:
Creemos y testificamos que el hombre, al pretender igualarse orgullosamente a su Creador mediante el hecho de la desobediencia, perdió la justicia original que poseía, quedando quebrantada por el pecador su comunión con Dios. Aunque como criatura no perdió del todo “su imagen y semejanza con Dios”, esta imagen y semejanza resultó para siempre borrosa y corrompida. De aquí que desde la Caída o Pecado Original todos los hombres nazcan inclinados al mal, incapaces por sí mismos de hacer la voluntad de Dios, impotentes para salvarse por esfuerzo y merecedores, por sus pecados, de la muerte eterna, por carecer de verdadera comunión con Dios.
Puede sorprender el añejo sabor de la formulación de este artículo V que tan incomprensible puede resultar a la gente de nuestro tiempo. Antes de proseguir, cabe agradecer que nuestra confesión de fe, a diferencia de la primera Confesión Escocesa de 1560 y a diferencia también de la perspectiva del reformador Enrique Bullinger, no considera, desde una perspectiva exagerada de la depravación total, que el ser humano perdiese por completo toda la imago Dei, sino que esta imagen quedó meramente borrosa y corrompida. Esto se ajusta más al pensamiento de los Padres de la Iglesia e incluso a Santiago 3,9 que considera vigente la imagen de Dios en cada persona.
En cuanto al concepto de caída habría mucho que decir. Nadie es capaz de rebatir que vivimos en un mundo sufriente en el que encontramos dolor y maldad. La existencia del Cosmos está afectada del mal. En el plano humano podemos hablar de injusticias, guerras, desigualdades, racismo, hambre… y todo un horizonte de muerte. Conocemos una vida caduca. Sin embargo, no todo el mal (el gran problema al que se enfrentan las teodiceas) es obra directa del ser humano, existen desastres naturales como terremotos, volcanes, plagas, accidentes, inundaciones que no necesariamente tienen origen inmediato en los seres humanos. Vivimos en una realidad afectada, pero es así desde el mismo origen del universo. ¿Qué es entonces la caída y en que concierne a los seres humanos?
La confesión de fe de la IEE se sustenta, entre otros conceptos tomados de la Biblia, en la idea paulina de Romanos 5,12-21 basada en el relato de Génesis 3. Pablo dice: «Por tanto, del mismo modo en que el pecado entró en el mundo por un hombre y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a toda la humanidad, por cuanto todos pecaron» (Ro 4,12 RV2020, cf. 1Co 15,21-22). En toda esta sección Pablo hace una comparación hermenéutica entre Adán y Cristo para comprender claramente la obra del segundo. Sin embargo, más allá de esta intencionada comparación teológica ofrecida por el apóstol de los gentiles, el pasaje podría llevar a equívoco, especialmente cuando se trata de entenderlo en sentido historiográfico.[2] La idea paulina no fue tan nueva como se le suele atribuir, pues ya aparecía en cierto sentido en El Libro de los sueños[3] perteneciente a 1Henoc, donde el mesías aparece como un nuevo Adán, y a su semejanza se transformarán quienes pertenecen al reino.[4] El objetivo principal en el pasaje de Ro 5,12-21 o 1Co 15,21-22 es resaltar a Cristo como un segundo Adán en el sentido de que en él y por él comienza una nueva humanidad que contrasta con la anterior.
Toda la teología occidental de la caída y del pecado original procede principalmente de una interpretación agustiniana de la etiología de Génesis 3. Como Moltmann señala, el judaísmo nunca dio una importancia decisiva a este relato ni dedujo sobre él ninguna doctrina del pecado original.[5] Respecto a ello, Francisco Lacueva dijo: «No estará de más añadir que los rabinos judíos creen no en el pecado original, sino en la virtud original. Si Adán y Eva fueron expulsados del paraíso, no fue para castigo, sino para reflexión, arrepentimiento y enmienda».[6] También es distinta la interpretación que el cristianismo oriental (Iglesias ortodoxas) hace respecto a este pasaje de Génesis.
Sobre al pecado original es interesante lo que indica Justo González:
Aunque la visión más común del pecado original en la teología occidental ha sido la que se hereda de Adán y Eva, en la iglesia antigua había varias maneras de entenderlo. En el siglo segundo, Irineo creía que, puesto que Adán era la cabeza de toda la humanidad, en él literalmente toda la humanidad pecó. Por el mismo tiempo, Clemente de Alejandría sostenía que el pecado original, más que una herencia, es un símbolo que expresa el hecho de que todos los humanos pecan. Luego, para él el pecado original no era sino una expresión de la inevitabilidad del pecado actual. Unos años después de Irineo y de Clemente, fue Tertuliano quien primero propuso entender el pecado original como algo que heredamos de nuestros primeros padres. Doscientos años más tarde, Agustín desarrolló la teoría del pecado original como herencia…[7]
Aunque González menciona cronológicamente aquí a Irineo, Clemente y Tertuliano, la designación «pecado original» fue finalmente una expresión acuñada por el propio Agustín de Hipona. Cuando tratamos de referirnos concretamente al pecado de Adán es más propio hablar de «pecado original originante».[8]
La visión agustiniana del pecado original ha centrado la atención en el relato de Génesis 3 sin atender como se merece la bondad original de Dios sobre esta creación en la que nos incluimos (serían los capítulos 1-2 de Génesis). Por otra parte, aunque para otra discusión, el centro de Génesis 3 tal vez no sea propiamente una etiología sobre el origen del pecado, sino un relato que responde al interrogante sobre qué es el ser humano, cómo es posible que conozcamos el bien y el mal siendo seres mortales. Es decir, tal y como indica Taranzano se trataría de una cuestión antropológica alrededor de este interrogante.[9]
En cualquier caso, lo que nos ocupa aquí es tomar en serio la realidad en la que se encuentra el ser humano, tanto en su relación con Dios, con sus semejantes y con la naturaleza sin necesidad de remontar su situación a un supuesto punto de la historia, ya que la muerte y el mal como tal no proceden literalmente de una caída humana, sino que ya existían desde los orígenes del mismo proceso evolutivo en el que muchas especies tienen que morir para vivir otras, así hasta la aparición del ser humano.[10] Desde nuestra realidad finita e imperfecta se desarrolla toda la historia de la salvación y hace destacar la necesidad de un salvador que al fin conduzca nuestra existencia alienada, y la de nuestro universo, a un plano redimido y armónico hacia Dios (Col 1,20, Ro 8,22-23). En este sentido no se trata en absoluto de negar una doctrina de la caída pues esta viene a ser substratum doctrinal de la salvación. Más bien se trata de entenderla como una realidad que nos afecta, de la cual no podemos escapar por nosotros mismos. No obstante, creo que muchas personas cristianas, al igual que el creacionista Ken Ham se hacen una pregunta mal planteada:
…los que mantienen las dos posiciones al mismo tiempo (evolucionismo teísta) están destruyendo la base del evangelio. Si la vida es una progresión “ascendente”, ¿cómo pudo el hombre haber caído hacia arriba? ¿qué es el pecado? El pecado entonces sería una característica animal heredada, no algo que ocasionó la desobediencia del hombre.[11]
Desde un interés catequético y confesional, sin forzar ningún concordismo pero en valor de la tradición, quisiera poner algunas cuestiones críticas sobre la mesa y por otra parte reivindicar parte del fondo que nuestra herencia cristiana tiene respecto a una existencia alienada, rota, desvinculada de Dios en cierto sentido y, repleta de injusticias y dolor en relación al ser humano. Por ejemplo, tomando las palabras de Stuart Park[12] sobre el pasaje de Génesis 3: «No es necesario asumir la historicidad de aquella trasgresión para apreciar su trascendencia, pues todos hemos sido engañados en la vida, y ninguno de nosotros es capaz, en último extremo, de resistir el mal. Para rectificar aquel error, y darnos una segunda oportunidad, Jesús vino al mudo para dar testimonio de la fiabilidad de Dios».[13] El teólogo alemán Paul Tillich aclara además que: «La teología tiene que presentar “la caída” como un símbolo de la situación humana de todos los tiempos, y no como la narración de un acontecimiento que sucedió en un remoto antaño».[14] Por su parte Karl Barth habló del «pecado» (o los pecados) como el incidente que remite a una caída que se encuentra realmente más allá de lo temporal. Definió a Adán como:
…autor del pecado invisible de apostatar a Dios, hizo que la muerte entrara en el mundo. Pero Adán es este uno no en una carencia de relación histórica, sino en su relación metahistórica con Cristo. [y explicó que:] Sin la visión de la justicia invisible de Cristo que muere obedeciendo, ¿cómo llegaríamos a ver el pecado invisible de Adán que vive en la desobediencia? ¿Dónde aprenderíamos qué significa caer de Dios […] Es igualmente obvio que tampoco la “entrada” del pecado en el mundo por medio de Adán puede ser en algún sentido un suceso histórico-físico.[15]
En este sentido, es un error moderno creer que la verdad viene determinada por lo histórico. Nuestro Señor Jesús enseñaba por parábolas que no necesariamente eran historias reales acaecidas como tal en la historia y, sin embargo, expresaban verdades profundas. Un ejemplo al margen de la Biblia que también puede ayudarnos a entenderlo podría ser el conocidísimo mito de la caverna de Platón que no remite a un acontecimiento histórico pero expresa una enseñanza verdadera. Volviendo a Génesis 3:
Se trata, claramente, de una etiología simbólica (es decir, de la explicación de un fenómeno presente mediante una narración de los orígenes, generalmente no con intención histórica –en el sentido moderno de la palabra–, sino buscando abrir su significación profunda). Tomarla a la letra sería el camino más directo para falsearla –cosa que sucede normalmente cuando, desde una situación más racionalista, se ha perdido la sensibilidad para lo simbólico–.[16]
Esto no quita ningún tipo de importancia en nuestra hamartiología (doctrina del pecado). Más bien nos ayuda a tomar conciencia que cada persona, cada ser humano, tiene responsabilidad de sus actos. Como dice Justo González «…no cabe duda de que la nuestra es una creación “caída”, en la que dominan la violencia y la muerte, y en la que por tanto las cosas no son como Dios lo desea».[17] En cuanto a la cuestión del pecado como algo heredado:
Mientras se creyó en la historicidad literal de la narración del Génesis, se buscaron nexos causales entre la culpa de Adán y la “mancha” en sus descendientes. Si se considera el relato como un símbolo que describe la realidad de cada hombre, hay que renunciar a las teorías de transmisión fisiológica. La innegable tendencia al egoísmo puede tener su origen en el ambiente y ser resultado de la educación. La sociedad en que nacemos no es un vehículo de verdad y de amor, sino atmósfera de corrupción y egoísmo. Desde la cuna empieza el niño a absorber actitudes, ejemplos y principios egoístas e insinceros; cuando llega al uso de razón está ya condicionado, posee una componente psicológica que influirá perversamente en sus decisiones. Esa oblicuidad del espíritu es para cada individuo su pecado original. Cada maldad concreta la ratifica y la refuerza.[18]
Por supuesto, el ser humano está impregnado de soberbia y de muchas formas podemos ver su intención de ser igual a Dios tratando de imponer su propia soberanía a espaldas de él, una soberanía desde la desigualdad, la injusticia, el autoritarismo y, por qué no decirlo, produciendo estragos ecológicos en una Creación que deberíamos administrar cuidadosamente. Vivimos dándonos la gloria al desvincularnos de Dios y nos edificamos en la autosuficiencia.[19] Podríamos hablar también de lo que los teólogos llaman el pecado estructural y el pecado como sistema. El Nuevo Testamento expone el estado del ser humano como necesitado de salvación al encontrarse distante de la voluntad de Dios. Veo importante poner de relieve la necesidad que, como personas alienadas, tenemos de Dios –y sobre ello– destacar la potencia de la obra salvadora de Dios por medio de Cristo.
Lo que las comunidades cristianas no pueden hacer, por parte del cuerpo pastoral o la escuela dominical (especialmente en adolescentes y adultos), es insistir en una enseñanza literal de la caída en un sentido historiográfico, que no solo evidencia nuestra falta de competencia lingüística para adéntranos en los géneros literarios de la Biblia,[20] sino que destroza la etiología y su sentido.
_________________________________________
[1] La Iglesia Evangélica Española (IEE) es una Iglesia protestante formada por la unión de comunidades presbiterianas, congregacionalistas, metodistas y luteranas (si bien nunca hubo comunidades propiamente valdenses, esta influencia estuvo en la vida de Francisco de Paula y Ruet quien coordinó e impulsó desde la Iglesia Presbiteriana de Gibraltar la misión evangélica en España). Nacida en 1869, la IEE representa los principios de la Reforma del siglo XVI. Se rige por un Sínodo General, cuyos miembros son elegidos de forma democrática.
[2] Cf. A. TORRES QUEIRUGA; Recuperar la salvación. Para una interpretación liberadora de la experiencia cristiana. 2ª ed. (Santander: Sal Terrae, 1995) p.166.
[3] Probablemente escrito sobre el año 164 a.C. cf. R. BERNAL PAVÓN; Conocer la apocalíptica judía para descubrir el Apocalipsis. Similitudes y diferencias (Viladecavalls: CLIE, 2022) p.89s.
[4] Cf. G. ARANDA; Apócrifos del Antiguo Testamento, en: G. ARANDA PÉREZ- F. GARCÍA MARTÍNEZ – M. PÉREZ FERNÁNDEZ; Literatura judía intertestamentaria (Estella: Verbo Divino, 1996) p.287.
[5] Cf. J. MOLTMANN; El Espíritu de la vida. Una pneumatología integral (Salamanca: Sígueme, 1998) p.142.
[6] F. LACUEVA «Caída del hombre» en: F. LACUEVA; Diccionario Teológico Ilustrado. Revisado y ampliado por A. Ropero (Viladecavalls: CLIE, 2001) p.129.
[7] J. GONZÁLEZ; «Pecado original», en: J. GONZÁLEZ, Diccionario manual teológico (Viladecavalls: CLIE, 2010) p.220.
[8] Cf. G. CANOBBIO; Pequeño diccionario de teología (Salamanca: Sígueme, 1992) p.232-233.
[9] A. TARANZANO; «El pecado de ser hombres. Algunas consideraciones acerca del relato de la “caída original”» Revista Bíblica Vol 76, Nº 1-2, 2014, pp.17-57.
[10] Creo que, aunque los lectores no sostengan todas las tesis del siguiente libro, lo considero muy recomendable: J. C. POLKINGHORNE (ed.); La obra del amor. La creación como kénosis (Estella: Verbo Divino, 2008). Es interesante porque abarca en un sistema la cuestión de la teodicea, la Creación como proceso evolutivo y otras cuestiones.
[11] K. HAM; La mentira: la evolución (Miami, Betania/Caribe, 2001), p. 100.
[12] Este autor fue por muchos años director de la revista alétheia del Comité de Teología de la Alianza Evangélica Española vinculada a la ortodoxia doctrinal evangélica. Destaco esta nota como ejemplo de que este posicionamiento no es necesariamente liberal, modernista o progresista como suele decirse.
[13] S. S. PARK; La fe del carbonero, 1ªed. (Valladolid: Camino Viejo, 2020) p.27.
[14] P. TILLICH; Teología Sistemática II. La existencia y Cristo. 3ª ed. (Salamanca: Sígueme, 1982) p.48.
[15] K. BARTH; Carta a los Romanos (Madrid: BAC, 1998) pp.225-226.
[16] TORRES QUEIRUGA; Recuperar la salvación. p.163.
[17] J. GONZÁLEZ; «Caída», en: J. GONZÁLEZ, Diccionario manual teológico (Viladecavalls: CLIE, 2010) p.54.
[18] J. MATEOS; Cristianos en fiesta. Más allá del cristianismo convencional (Madrid: Cristiandad, 1981) p.27.
[19] M. VIDAL; «Pecado», en: M. VIDAL, Diccionario de ética teológica (Estella: Verbo Divino, 1991) p.450.
[20] A. A. GARCÍA-SANTOS; El Pentateuco. Historia y Sentido (Madrid: San Esteban/Edibesa, 2003) p.42-43.