Hace unas semanas nos quedamos viendo en nuestra casa un documental sobre las aves que migran, haciendo en algunos casos miles de kilómetros. Una de esas aves era el colibrí, ave pequeña que uno jamás pensaría que pudiera volar durante tanto tiempo y hacer, luego de la temporada, el camino de regreso. Y eso año tras año, mientras tenga vida. Para ayudar a estas aves en su viaje por la vida, el documental mostraba como algunos pueblos que conocen el paso de las aves en cierto período del año, se organizan para recibirlos, les preparan refugios, bebederos con néctar y agua. Las aves se detienen allí cada año, agradecidas, juntando fuerzas para continuar su travesía por los aires por los que su destino las lleva.
Este gesto de las personas de esos pueblitos me pareció maravilloso. Meses antes ya se junta, se organizan, planifican la recepción de las aves, mejoran los espacios y colectan lo necesario para darles alimento. Con expectativa esperan la llegada de los colibríes que, a diferencia de otras aves, no viajan en bandadas. Unos días llegan algunos, otros días otros. Y el pueblo es feliz con la llegada de estas aves de paso que encuentran en ese lugar un poco de calidez, de amor desinteresado, de alimento para nutrir su cuerpo y su ser todo para seguir viaje.
Todo un ejemplo para quienes queremos ser comunidad en estos tiempos, para quienes deseamos compartir el anuncio de la gracia de Dios en Jesús con nuestros entornos. Y repito que es un ejemplo porque muchas veces en nuestro lugares de encuentro y de celebración, no hay espacio para las personas que necesitan ser acompañadas en el viaje de sus vidas. Sólo como un testimonio de lo que estoy escribiendo, les comparto un correo que me hiciera llegar el presidente de la congregación a la cual pertenecía la última parroquia de la que fui pastor. Ante un proceso de discernimiento sobre qué tipo de comunidad deseábamos ser en el barrio, consciente de las tensiones internas entre dos modelos posibles, sugerí convocar a una asamblea abierta, donde cada persona pudiera expresarse con libertad. Mi intención era sumar a “los de siempre” y a la gente nueva que se había ido sumando y que era la que, de seguir construyendo un espacio de encuentro en torno a la fe, agregaría frescura y renuevo a la comunidad toda. La respuesta fue que se convocara a las personas de trayectoria en la comunidad, “no así las aves de paso que aún no saben que las parroquias pagan sus gastos con los aportes de los miembros.” Interesante, ¿verdad? “No así a las aves de paso…”. Éstas no cuentan, no aportan, no valen nada, no son valiosas para el modelo de comunidad que él tenía (y sigue teniendo) en mente. Y no eran personas valiosas porque “no pagan sus gastos”. Más allá de que esa última afirmación no era cierta, su postura resultó terminante para el futuro de mi relación con la comunidad de fe. No sentía que podía seguir siendo parte de un grupo humano en el que la gracia de Dios se limitara por decreto de manera tan injusta y perversa. No podía seguir anunciando el amor de Dios cuando un sector importante del liderazgo local no tenía intención de compartirlo más allá de quienes eran “los históricos” o de aquellos que, por lo menos, comulgaran con su particular visión de la misión a la que la iglesia está llamada.
Mi propuesta era y es completamente diferente. Mi propuesta apuntaba a convertir una comunidad de fe tradicional, nacida de la inmigración de hace más de 100 años, de la importancia de seguir abriendo puertas, mentes, corazones, propuestas celebrativas, caminos de encuentro con el entorno, haciendo espacio a tantas aves de paso que andan buscando su rumbo en la vida. Muchas de esas preciosas aves que en los años de ministerio en esta parroquia se habían acercado y con las que abrevábamos en las fuentes de agua de vida de la Palabra de Dios y con las que soñábamos agrandar los nidos y los bebederos para sumar a otras aves cansadas y sedientas, volaron luego de sentir el desprecio de una institución que prefirió no involucrarse con las historias de hombres y mujeres (mayormente jóvenes) que habían encontrado en la comunidad un lugar de refugio, un alto importante en medio de trajín de la vida con todas sus complicaciones.
Escribo esto porque siento que lo que expresó en su nota el presidente de aquella congregación es lo que también piensan muchas personas que participan regularmente de nuestros cultos y actividades eclesiales. ¿Para qué inmiscuirse con los dolores y las alegrías de otras personas que ni siquiera conocemos? ¿Para qué “meter” en nuestros templos a personas que no conocen nuestra historia, que no entienden nuestras tradiciones, que no comprenden nuestra forma de ser y que, desde sus búsquedas, cuestionan nuestra forma de vivir y celebrar la fe? Ejemplos sobran: no visten como nosotros, no tienen nuestros apellidos, les gusta otra música, preguntan cuando algo no les resulta claro, traen el mate al templo, te saludan con un abrazo y un beso aunque no te conozcan, hacen palmas en alguna canción, sonríen y se expresan libremente en medio del culto, proponen actividades nuevas que comprometen más que una hora a la semana, ofrecen su tiempo para visitar a los vecinos o para generar nuevos espacios de encuentro más informales. Y, claro, esto amenaza la comodidad de una fe amoldada a formatos, a días, a horarios y a rutinas pre-establecidos.
Pastor desde hace casi 25 años, me cansé de esta hipocresía de nuestras comunidades tradicionales. Me harté de escuchar a los pesimistas de siempre y ya no quiero lidiar más con quienes se sienten “patrones de estancia” en muchas de nuestras iglesias locales. Me despedí de aquella comunidad con mucho dolor, porque sabía que allí se estaba sepultando un enorme potencial transformador para mucha gente y para el barrio. Y también con culpa, porque ya no encontré fuerzas suficientes para seguir luchando por aquello que sentía como una llamado de Dios.
Hoy vivo mi vocación desde otro lugar, voluntariamente, acompañando allí donde haya verdadero deseo de dejarse desafiar por la Palabra de Dios, que no avala nuestro desprecio a las aves que Él, en su gracia y generoso amor, alimenta día a día. Justamente ése es mi consuelo personal: que aquellas “aves de paso”, despreciadas por quienes creen que la iglesia es un museo en lugar de un espacio de plenitud de vida, cuentan con la promesa de un Dios generoso que no dejará que nada les falte. Podrán negarles alimento, bebida y reposo en nuestros templos, pero jamás les faltará quien les provea lo necesario para su bienestar. «Miren las aves del cielo, que no siembran, ni cosechan, ni guardan en graneros, y sin embargo, el Padre celestial las alimenta” (Mateo 6:26).
Mi abrazo a todas las aves de paso que, como un servidor, desean seguir volando libres, buscando descanso y refugio, alimento y afecto, en espacios en los que ser comunidad bajo la gracia de Dios sea una realidad posible.