Posted On 25/11/2012 By In Opinión With 1909 Views

¡Qué pena! Perdieron el tren

Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos. (Mateo 5, 16 RVR60)

De verdad, nos entristece un artículo como este que estamos iniciando. Y lo hace porque viene a reflejar un problema que la Iglesia arrastra desde hace siglos: su (al menos aparente) incapacidad para estar a la altura de los cambios y las demandas sociales, y su (también al menos aparente) condición de institución retrógrada y sin demasiado sentido en el mundo contemporáneo, al sentir de muchos conciudadanos nuestros.

Leíamos hace días con alegría —y con esperanza— cómo la Iglesia de Inglaterra (The Church of England) se reunía en solemne asamblea nacional para decidir por votación si las mujeres podían alcanzar la dignidad episcopal, propia de esta denominación y de todas las que componen la Comunión Anglicana. Hasta un rotativo como “El País” se hacía eco de tal noticia, dado que un evento de estas características supondría un avance extraordinario en el reconocimiento de la idoneidad de las mujeres, como seres humanos que son, para los sagrados ministerios, y una buena lección práctica para instituciones, organismos religiosos y denominaciones que se oponen tenazmente a ello.

El jarro de agua fría no tardó en llegar. Quienes votaron a favor de esta trascendental innovación no alcanzaron el porcentaje mínimo requerido para su victoria. De modo que en la Iglesia de Inglaterra las mujeres no podrán optar a la dignidad episcopal durante un cierto número de años, hasta que de nuevo se vuelva a plantear la cuestión en el momento y el lugar adecuados y, eventualmente, se dé la coyuntura de una votación favorable con el porcentaje necesario. Lo extraño de esta curiosa situación es que en la actualidad la Iglesia de Inglaterra presenta un importante número de mujeres ordenadas al sagrado ministerio que ejercen de pastoras o vicarias en algunas parroquias (personalmente, no nos agrada demasiado leer en ciertos medios de comunicación que se las designe como “sacerdotisas”, debido a los resabios paganos de este término), y que otras iglesias de la Comunión Anglicana ya cuentan con mujeres consagradas a la dignidad episcopal.

En definitiva, una de las muchas contradicciones internas de la Iglesia, no la de Inglaterra en particular, sino de todas y cada una de las denominaciones que componen en cristianismo actual, sin descartar aquella a la que pertenecemos quien escribe estas líneas y todos los que las leen.

Sin entrar a valorar los argumentos o contraargumentos que se hayan podido esgrimir en la Iglesia inglesa a favor o en contra de que las mujeres alcancen la dignidad episcopal, que es finalmente una cuestión que solo ellos podrán decidir cuando llegue el momento, lo cierto es que la Iglesia de Cristo aparece demasiadas veces en nuestro mundo occidental como algo caduco y contrario a la realidad, vale decir, incapaz de responder a las preguntas y satisfacer las necesidades del entramado social. Nos guste reconocerlo o no. Y ello se debe, creemos, a que en el día de hoy se halla aún atada —o tal vez mejor, maniatada— por una falsa autoconcepción. Son muchos los creyentes cristianos, especialmente en los ámbitos evangélicos, que se entienden a sí mismos, y por ende al Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, como “depositarios de la verdad absoluta” frente a otros sistemas religiosos o filosóficos eminentemente falsos, o ante el “mundo”, entendido como terreno acotado del diablo y sus huestes, contra el cual deben mantener la pureza doctrinal y una estricta definición de los dogmas a riesgo de lo que fuere. No faltan quienes, en otros campos eclesiásticos, conciben la Iglesia como una institución sacrosanta, garantía del orden social establecido, y a la cual deben someterse, implícita o explícitamente, las demás instancias humanas, sin excluir las más altas. Por no mencionar a quienes ven en la Iglesia principalmente la salvaguardia de la moral y las buenas costumbres. Tales enfoques minan desde la base el sentido del discipulado cristiano, lo que da su razón de ser a la Iglesia como tal.

Jesús lo entendía perfectamente. El conjunto de los creyentes, y cada uno de ellos de forma individual, está puesto por Dios en este mundo para ser luz, para que esa luz se plasme en hechos consumados y para que los hombres den gloria al Señor por ello. Pocas veces vemos a Jesús en los evangelios enfrascado en cuestiones puramente doctrinales o dogmáticas; y desde luego, la moral que él predica y difunde no es precisamente lo que nuestra cultura occidental suele entender en líneas generales por tal. Dicho de forma más clara, la intención de Jesús al fundar la Iglesia no era la de constituir una fortaleza inexpugnable de la verdad contra el error doctrinal en todas sus formas, ni tampoco una institución auxiliar de o auxiliada por el Estado. Y por supuesto, estaba muy lejos del pensamiento de Cristo la organización o el establecimiento de una sociedad que únicamente tuviera como fin el mantenimiento o la enseñanza de unas buenas costumbres. De sobras sabía que, dado lo endeble de la naturaleza humana, todas estas cosas, que en sí mismas pueden parecer muy loables, a la larga o a la corta suelen terminar mal. Como precisamente ha terminado la Iglesia en países como el nuestro, o en Inglaterra, o en tantos otros de nuestro mundo occidental, es decir, siendo ajena a su propia realidad fundacional.

Una iglesia que no se proponga ser luz para con los hombres por medio de hechos consumados, está perdida. De nada sirve alzar la Biblia cada domingo en los púlpitos y proclamar que es la única Palabra de Dios revelada a la humanidad, si no somos capaces de ir más allá de una letra que en el mejor de los casos tiene unos 2.000 años de historia, y entender su espíritu, su meollo, su núcleo, aquello que constituye su mensaje central e imperecedero, por encima de las épocas, las costumbres y los prejuicios de cada sociedad humana. Poco valor puede tener una estricta moral predicada a fuerza de sermones si después, de forma completamente inmoral, se cierra la puerta a los sagrados ministerios a la mitad del género humano solo porque es de sexo distinto. Hoy nos horrorizamos al leer, y es un hecho constatado, que hasta hace no demasiado tiempo la Iglesia universal no condenaba abiertamente la esclavitud o la trata de negros africanos o poblaciones de otros continentes para beneficio de las naciones “cristianas” de Occidente y sus vastos imperios coloniales, algo angustiosamente cierto. Y no se puede decir que tal problema fuera propio solo de las grandes denominaciones o las iglesias nacionales. Por eso nos preguntamos: ¿no se horrorizarán igual nuestros descendientes espirituales de dentro de un siglo o dos, o quizá más, cuando lean que en el año 2012 la Iglesia de Inglaterra vetó el acceso de las mujeres a la dignidad episcopal solo por el hecho de serlo? ¿No se escandalizarán de que en pleno siglo XXI haya más cristianos obsesionados por cuestiones de supuesta pureza sexual que por asuntos de orden laboral, desahucios a familias económicamente deprimidas, o la explotación de las clases más desfavorecidas? ¿No se rasgarán las vestiduras, y con razón? ¿No estarán tentados, como humanos que serán, a emitir sobre nosotros un juicio devastador y considerarnos unos hipócritas, simple y llanamente?

Es una lástima que la Iglesia haya perdido el tren de la sociedad tantas veces a lo largo de su historia, o que simplemente haya llegado tarde y de no muy buena forma, casi agarrada al vagón de cola y sin billete, como aquel que dice.

Jesús sigue hablando a través de palabras como las que encabezan nuestra reflexión para recordarnos que hemos de ser luz, ni más ni menos; una luz que alumbre, naturalmente, que incite a los demás a dar gloria a Dios a partir de unos hechos concretos.

Sinceramente, esperamos de corazón que la Iglesia de Inglaterra pueda solucionar esta contradictoria situación en la que hoy vive en su próximo Sínodo Nacional. Que pueda subirse a tiempo en el siguiente tren. Sería trágico que no lo hiciera. Y esperamos de igual manera que las demás iglesias que hoy se llaman cristianas actúen de igual forma en este y en otros asuntos que requieren su atención, su comprensión y su ayuda en nuestro mundo contemporáneo.

Pidamos de todo corazón a nuestro Señor que haya siempre otro tren a una hora más tardía.

Juan María Tellería

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