Posted On 27/08/2014 By In Opinión, Teología With 4129 Views

Viviendo bajo la conmoción de la gracia

No son pocos los que piensan que toda religión debería desaparecer. Así, las religiones serían las responsables de innumerables atrocidades, guerras y odios enconados por generaciones. El ateísmo tiene como uno de sus argumentos estrella precisamente esta idea y el hecho de que el elemento religioso esté actualmente presente en toda una serie de conflictos armados parecería darles la razón. Ante esto cabe preguntarse si están en lo cierto, si al fin y al cabo el cristianismo y el islam, por ejemplo, no son en el fondo más de lo mismo.

Conocida es la anécdota en la que durante una conferencia sobre religiones comparadas en Inglaterra una serie de expertos discutían qué era aquello que hacía diferente al cristianismo, si existía una doctrina que le fuera única. Tras un tiempo presentando ideas y descartándolas C. S. Lewis entró en el salón en el cual se estaba debatiendo esta cuestión. Lewis preguntó a qué se debía aquella algarabía. Le contestaron que estaban discutiendo acerca de aquello que distinguía al cristianismo sobre cualquier otra religión. Lewis contestó:

Muy fácil. Es la gracia.

Tras una breve discusión todos aceptaron que Lewis tenía razón.

No es cierto que todas las religiones sean lo mismo, al menos al cristianismo no lo pueden meter en el mismo saco que al resto. Pero es que además el concepto de gracia es tan especial que pensar y escribir sobre ella conlleva cierta dificultad. De hecho, aún muchos cristianos no logran captar lo que significa.

Esta dificultad aparece debido a que se trata de una concepción de la vida muy distinta a la nuestra. Para complicar aún más las cosas también nos cuesta mucho entender la justicia de Dios, concepto muy relacionado con el anterior. No es lo mismo que la justicia humana, es más, para nosotros tratar con la justicia divina es llegar a la conclusión de que Dios es tremendamente injusto.

El Dios que presenta Jesús es un Dios de amor, es más, es un Padre que ama. La gracia procede de aquí. El Abba del Maestro de Galilea no es el Dios que da su gracia y pide justicia a la vez. No presenta ambas cosas en paralelo. Procede a dar de su gracia y en ella se hace su justicia, no es lo mismo. En el preciso instante en el cual se coloca algo al lado de la gracia la misma se resiente, deja de ser, se toca y se ensucia.

Vez tras vez se suele decir que Dios es tanto amor como justicia y que por ello mandó a su Hijo a morir por nosotros. En él se habrían realizado ambos objetivos. Pero presentar así las cosas lleva, como decía, a desvirtuar la gracia y a no entender su justicia.

Pensemos en un caso hipotético en el cual un inocente fuera condenado a muerte en lugar de un culpable al que se conoce. El juez sabe que es inocente, la fiscalía y el abogado defensor también. A pesar de ello al final del proceso el juez da su sentencia: muerte al inocente voluntario para salvar al culpable. Si esto fuera posible sería uno de los casos de mayor injusticia de la historia judicial, pero es que como viola todos los principios del derecho es por lo que en la práctica llega a ser ridículo, no es válido ni siquiera como caso hipotético. Pero es esto precisamente lo que Dios nos dice que hizo en Cristo, lo cual evidencia que su concepto de justicia es distinto al nuestro. Ello se debe a que la misma depende de la gracia, nunca a la inversa. El Salvador no vino en busca del hombre movido, impulsado, por su deseo de justicia, sino por su amor. El versículo más famoso de las Escrituras dirá:

“Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su hijo único, para que quién crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”.

Primero es la gracia, ella envuelve su justicia.

Es esto precisamente lo que hallamos en los evangelios. El juicio de Jesús violó todos los principios judiciales. Aparecieron testigos falsos, había un juez que tenía la clara intención de condenarlo, no tuvo defensa. El derecho saltó por los aires. Curiosamente esto será interpretado teológicamente, sobre todo por Pablo, quién dirá que aquí se realizó la justicia divina. El contraste es total y el no diferenciar entre ambas “justicias” ha llevado a una mayoría de creyentes a no percatarse de ello. Hablar sin más de Dios como juez, de Jesús como la víctima inocente, y del ser humano como el culpable distorsiona todo el sentido bíblico de la salvación. Generaciones de cristianos han entendido las anteriores declaraciones bíblicas llevándolas a su medio,  a la justicia que conocen, y han dejado de entender la gracia. Colocar ambas en paralelo es un error. No están en igualdad de condiciones.

Hay una definición clásica que sostiene que la gracia es el regalo que Dios da de forma desinteresada y que el hombre no merece. Pero la gracia es más que esto… mucho más. Se trata de la declaración de amor de Dios hacia el hombre perdido, doliente. Es la carta en donde muestra qué siente y qué está dispuesto a hacer por él. La gracia es la obra maestra del perdón divino.

La gracia explica lo que motiva la búsqueda del enamorado, de su desesperación por hacer volver a sus brazos a la amada. Es lo que impulsa al padre, que sufre la burla y el desprecio de su hijo que decide dilapidar toda su herencia, a salir al encuentro de éste cuando llega arrepentido. La gracia no busca compensación (esto sería lo justo según parámetros humanos), Dios asume todas las pérdidas, toma todos los daños, recibe todas las heridas. Esta es la justicia divina.

Al ser humano le cuesta entender que no tiene que hacer nada, que todo ha sido ya realizado, únicamente debe acudir al lado de su Padre. Esta compresión hace que la persona cambie, es una gracia que transforma, el ser humano ya no es el mismo.

Me gusta especialmente la versión cinematográfica de la obra maestra de Víctor Hugo, Los miserables, que se hizo en el año 1998 bajo la dirección de Bille August. Ello creo que se debe a cierta debilidad hacia el actor principal, el magnífico Liam Neeson. Dicho lo cual debo admitir que quien está verdaderamente impresionante es Geoffrey Rush en el papel de Javert. En ocasiones su interpretación es hipnótica.

Condenado a diecinueve años de trabajos forzados Jean Valjean (Liam Neeson) ve su vida desintegrarse. Su crimen había sido robar pan, no tenía qué comer. Durante estos años de duro presidio se va endureciendo para poder sobrevivir en medio de hombres que se han convertido, y son tratados, como animales.

Al cumplir su condena Valjean sigue siendo y considerado por todos como un expresidiario. Nadie confía en él, está sólo. Tras cuatro días durmiendo en la calle llama a la puerta de la casa de un obispo quien le hace entrar y le aloja sin hacerle una sola pregunta. En mitad de la noche se levanta mientras el obispo y su hermana están durmiendo. Toma los cubiertos de plata pero el ruido despierta al obispo quien lo sorprende. Valjean lo golpea dejándolo en el suelo y huye con lo robado.

A la mañana siguiente llaman a la puerta. Son tres policías que han detenido a Valjean. Sólo vienen a devolver lo robado, el caso está claro, y al detenido le espera la cadena perpetua. Pero contra toda lógica el obispo miente y responde de una forma que nadie se espera. Les dice a los policías que él le había dado aquellos cubiertos de plata, pero no sólo eso, sino también unos candelabros que había olvidado llevarse. Éstos, sigue diciendo el obispo, valen por los menos doscientos francos y ha sido un gran despiste el haberlos dejado atrás.

Jean Valjean queda conmocionado. Los policías no creen lo que están escuchando… pero el obispo insiste. Entonces quedan solos, el obispo y Valjean. Éste último está en estado de shock, no entiende nada, y cuando puede articular palabra hace una pregunta:

¿Por qué?

La contestación del obispo es puro evangelio. Le dice que con aquél acto compra su vida pero con el propósito de que no la viva como la anterior.

Desde entonces Valjean cambia de forma radical. Es alguien que ha conocido el perdón, la misericordia, y hace que el sentido de su existencia sea precisamente transmitir, dar de esa misericordia a todo aquél con el que se cruza. Toda su dureza, maldad, escombros interiores dan lugar a un nuevo hombre. Se siente profundamente agradecido a Dios.

Pasado el tiempo su camino se vuelve a cruzar con un detective llamado Javert. Éste había sido uno de los inmisericordes policías que había tenido durante su encarcelamiento y que vigilaba a los presidiarios que realizaban trabajos forzosos.

Javert es un hombre que se rige por la ley. Para él no existen nada más que dos tipos de personas: las que respetan esta ley o las que la violan. Toda su vida gira, se sostiene sobre esta base. Busca siempre hacer cumplir el orden, la justicia. Por ello cuando tiempo después reconoce a Valjean, convertido ahora en un respetado y querido alcalde, toda su motivación será descubrirlo y llevarlo de nuevo a presidio.

El odio va creciendo en Javert, la sed de venganza lo corroe. Durante las siguientes dos décadas tendrá esta única fijación. Como él dirá, la ley no entiende de clemencia.

En un momento dado Valjean llega a tener la vida de Javert en sus manos. En vez de dispararle lo deja en libertad. El detective le advierte que debería matarlo, de lo contrario volvería a por él. Valjean le contesta:

Ya estás muerto, y lo deja marchar.

Finalmente, y viendo que todo su mundo de ley y justicia se había derrumbado, Javert se suicida tirándose al río ante la mirada perpleja de Valjean al que de esa forma le perdona la vida. El motivo de su suicido es que no puede vivir en un mundo en donde además de la ley exista el perdón. Si ha perdonado a un transgresor de la ley él debe pagar por ello. Piensa que ha sido vencido, su vida deja de tener sentido, no cree compatibles la justicia que reivindica y el perdón que olvida.

Las últimas imágenes de la película enfocan el rostro de Neeson cuyos ojos están al borde de las lágrimas. Comienza a aligerar sus pasos mientras que una tenue sonrisa de profunda alegría llena su rostro. A la par mira al cielo. La gracia ha vuelto a darle la vida y ahora puede volver al lado de su hija adoptiva para seguir compartiéndola.

La gracia, el perdón y la misericordia tienen su propia lógica. Es una realidad de procedencia divina que está más allá de la ley y la justicia humana. No comprender esto es no entender el mismo corazón de Dios. La justicia exige, busca y aprisiona al infractor. La gracia da un giro inesperado a esta justicia, la transforma y la cumple proveyéndola de un sentido y significado fuera del ámbito humano. Sólo Dios podía hacerlo.

Jean Valjean vivía intensamente agradecido por su encuentro con el perdón. No temía desde entonces morir ya que aquello, como él mismo llega a decir, le supuso robar un poco de felicidad y no tenía inconveniente en pagar por ella. Conocía de dónde había salido y quién era ahora. Desde su encuentro con la gracia encarnada en aquél obispo su nueva vida la había encaminado a ser él mismo el portador de esta misericordia, nada ni nadie le podía hacer cambiar de idea, de propósito. Es a esto a lo que yo llamo vivir bajo la conmoción de la gracia.

“Gracia significa que no hay nada que podamos hacer para que Dios nos ame más… Gracia significa también que no hay nada que podamos hacer para que Dios nos ame menos.”  (Philip Yancey).

Alfonso Pérez Ranchal

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