Posted On 25/01/2021 By In eclesiología, Liturgia, portada With 1923 Views

Breves pinceladas de los enfoques homiléticos de Karl Barth, Paul Tillich y Rudolf Bultmann | José Viladecans

Para Karl Barth, padre de la teología dialéctica, la predicación parecía estar sujeta a dos principios fundamentales, estos eran: que la predicación es la Palabra de Dios pronunciada por Él mismo y, en segundo lugar, que la predicación es “fruto de la orden dada a la Iglesia de servir a la Palabra de Dios, por medio de un hombre llamado a esta tarea[1]. Podemos ver que, entre estos dos conceptos, acababan por mezclarse la acción humana y la acción de Dios Padre. En este sentido y, atendiendo a la acción humana, para Barth el predicador exponía la Palabra, pero esta, fundamentada en el convencimiento y respeto de que Dios ya se ha revelado y, en el futuro, lo volverá a hacer.

La exposición desde el púlpito, según el pensamiento de Barth, debía estar alejada de una estética en la que se usasen imágenes o que ofreciera una presentación del Nazareno sentimental (idea que se desprende de la forma de predicar de Pablo, alejada de cualquier floritura; plasmada en su Carta a los Gálatas y con la vista puesta en el mandato de Dios: “No te harás ninguna escultura ni imagen[2]). Por otro lado Karl Barth señalaba que sería conveniente que conservásemos en nuestras predicaciones un carácter humilde. Un carácter que entendiese que, aunque Dios está hablando sirviéndose de nuestra palabra, no tendríamos que considerarnos a nosotros mismos como profetas:

“Si Cristo se digna a hacerse presente con ocasión de nuestra palabra, es precisamente porque ahí hay un acto del mismo Dios, y no nuestro.”[3]

Es así que el intentar “conducir” a las personas que están escuchando el sermón a que tomen una actitud determinada, sería hacer lo radicalmente contrario a lo que Dios realmente quiere con la predicación. Para el teólogo suizo lo importante era que no se mantuviese un propósito en la exposición y que, por otro lado, nos esforzásemos en que nuestras predicaciones fueran, simple y llanamente, explicaciones de la Escritura. En esta línea, tendríamos que dejar el suficiente espacio a Dios para que Este pueda hablar (revelarse) a la persona que se encontraba enfrente del púlpito. Barth ponía la Palabra de Dios en el centro, siendo esta la motivación y el único contenido de la predicación.[4]

Otro aspecto a destacar, de la visión que tenía Karl Barth sobre la predicación, era el tratamiento de la “Esperanza”. Para Barth el predicador no debía evadir el hablar del pecado y de los errores que poseen los humanos, aunque lo debía de hacer desde el punto de vista que se entendiese que esa “caída” ya había sido perdonada, perdonada por el Cordero de Dios en la Cruz. Mediante este movimiento descendente, aparecía un misericordioso y cálido acercamiento de Dios Padre (Abba) para con el hombre y para con la iglesia, donde se buscaba la reconciliación en una forma no provocada por el ministro de la Palabra.

Poniendo ahora nuestra mirada en el trabajo de Rudolf Karl Bultmann (en especial en su obra Teología del Nuevo Testamento[5]) podríamos destacar la intención que tuvo en no poner como prioridad la necesidad de llegar al conocimiento más profundo del Jesús histórico. Podría ser más importante el comprender cuál fue la palabra de Jesús, cuál fue la esencia de su mensaje. Para Bulmann la Palabra de Jesús tiene que ser “captada con toda radicalidad, no debe ser reducida a un conjunto de frases, de ideas, o mera doctrina.[6] Es por ello que en nuestra tarea como ministros desde el púlpito, quizás sería conveniente el adentrarnos en el mensaje que Jesús pretendió transmitir. Para ello tenemos su predicación, una predicación que se encuentra plasmada en los evangelios, una predicación que ponía gran énfasis en el anuncio de la llegada del Reino de Dios (Mc 1,15).[7]

Mediante este mensaje escatológico entendemos pues que todo lo que se opone a la autoridad divina, a Dios, llega a su fin dejando paso a un nuevo orden salvífico. Para ello, y según Rudolf Bultmann, es necesario que nosotros como hombres demos un paso decisivo en la aceptación y seguimiento de Dios o, por el contrario, sigamos atados al mundo material.[8] Lo esencial de este pensamiento es que la Palabra se hace factor primordial para que el hombre, de todos los tiempos, pueda llegar al perdón de Dios. Para eso esta Palabra, como lo era la de Jesús, debe de ser un mensaje verdadero (el cual conserve aún el Kerigma primario) y donde el oyente pueda tomar la decisión de seguir a Dios.

No podíamos pasar por este siglo, en cuanto a enfoques homiléticos se refiere, sin hacer referencia a uno de los grandes teólogos de influencia de la época: Paul Johannes Tillich. Este teólogo se preguntaba de qué manera se podía comunicar el Evangelio. Para él, a diferencia del pensamiento de Karl Barth y de Rudolf Bultmann, parte de esa respuesta estaba en el hecho de que aquel que predicaba el Evangelio lo debía de hacer con un conocimiento de los demás, siendo auténtico partícipe de sus vidas. Tillich escribía sobre esto:

We do not need to go into the problem of participation in respect to other groups. We in America know about that! We know about the bitter feeling and the resentment of some of the groups among us, not because of lack of good will but because of our inability to participate. Think of groups like the Jews, the colored peoples, even sometimes the Roman Catholics. Participation means participation in their existence, out of which the questions come to which we are supposed to give the answer.[9]

Los sentimientos de frustración son una parte característica de la personalidad de la persona de nuestra época. Es así que si consultásemos a aquellos especialistas (psicólogos, médicos…) de nuestros días, estos nos contestarían que no existe una respuesta universal; cada uno, según su entorno, necesita una respuesta acorde a su situación personal.[10]

Llegando a este punto es cuando nos preguntamos si solamente es posible comunicar el Evangelio a solo un tipo de personas. Paul Tillich se decantaba por realizar una exposición de la Palabra tal como si fuera un mensaje al hombre que comprende su situación, es decir, abriendo la puerta a mostrar las estructuras de ansiedad, de conflictos, de culpa… que atormentan al ser. Además de esto sin pasar por alto todas aquellas preguntas existenciales que se desprendían de su época, respondiendo a estas bajo una mirada cristiana, actual y atractiva. Es posible que este fuera un ejercicio de riesgo, pero entendemos que a la vez estaba realizando un ejercicio de humildad, ya que alentaba a mostrarse tal como uno realmente es. En esta actividad de trasmisión parecía quedar en un lugar destacado la participación, intentando dar respuestas concretas a los acontecimientos que surgían alrededor de las comunidades.

La comunicación, por tanto, es una cuestión de participación, pero inevitablemente se trata de una participación limitada. Hoy en día, sobre todo con la gran afluencia de los espacios telemáticos, podemos llegar a estar “presentes” en un gran abanico de espacios virtuales, los cuales nos conducen a una “superparticipación”, en detrimento de atender los espacios que realmente están a nuestro lado.

El mensaje cristiano es pues un mensaje de una Nueva Realidad. Una nueva realidad en la que podemos participar y que nos da un poder regenerador, para hacer frente a los sentimientos de ansiedad y desesperación que nos acompañan en nuestra vida diaria. Tillich creía que el mensaje que deben escuchar las personas es el mensaje de la Nueva Criatura, el mensaje del Nuevo Ser. Un mensaje que tiene relación directa con el trasfondo reformador que apuntaba a una justificación por la fe o al perdón de los pecados. Un mensaje que incluye, como así lo describía Bultmann, el Reino de Dios; pero además se nos ofrece una nueva, auténtica e incomparable realidad curativa. Una realidad que aparece delante nuestro, como divino ofrecimiento y dispuesta a entrar en nosotros con solo decir “si”. Paul Tillich habla de un mensaje que, a diferencia del pensamiento de Karl Barth, parecía partir de la base de la comunidad. Se creaba así un movimiento ascendente, el cual empezaba desde una base personal o desde una comunidad, donde los sentimientos y las frustraciones esperaban obtener una respuesta, dejando atrás una homilética que, debido a su erudición y su empeño por lo teológicamente correcto, sus palabras se podían haber vuelto un tanto monótonas y en lugar de proclamar el evangelio lo encubrían.

 

José Viladecans.


[1]     Barth, K. La proclamación del Evangelio. Colección Diálogo. Ediciones Sígueme. Salamanca. 1969. p. 13

[2]     Ex 20:4

[3]     Barth, K. 1969. p. 22

[4]     Praedicatio verbi Dei est verbum Dei. La predicación de la palabra de Dios es -ella misma- palabra de Dios. El trabajo del predicador es entonces ser un mero cartero, entregando lo que ha recibido. Por lo tanto, para Karl Barth, no hay lugar para la creatividad ya que la palabra de Dios se impone sola.

[5]     Bultmann, R. Teología del Nuevo Testamento. Ediciones Sígueme. Salamanca. 1981.

[6]     Bueno de la Fuente, E. Una vocación teológica para una encrucijada cultural. Ciclo II: Teólogos clásicos del Siglo XX. Aula Teológica. Universidad de Cantabria. Santander. 2009. p. 12 [Online] [21/08/2020]  https://web.unican.es/campuscultural/Documents/Aula%20de%20estudios%20sobre%20religi%C3%B3n/2008-2009/CursoTeologiaRudolfBultmann2008-2009.pdf

[7]     Bultmann. Op Cit. pp. 39-60

[8]     Mt 6:24

[9]     Tillich, P. Theology of Culture. Oxford University Press. New York. 1959. p. 205

[10]   Ibid. p. 203.

José Viladecans

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