Era abril lluvioso cuando empezaron a caer los primeros trozos del techo de la última chavola del poblado. Se trataba del hogar de Petronio. En cuanto se enteraron de la fatal noticia, los amigos de la iglesia comenzaron a alzar sus plegarias al cielo. Preciosas oraciones retumbaban en el ambiente. Palabras, grandilocuentemente sentidas, se respiraban por doquier. Subían como globos de helio hasta dar en el techo. Se desviaban para chocar contra las paredes y enseguida, perdida la fuerza, bajaban despacio hasta depositarse sobre el suelo. Al mismo tiempo, las manos se alzaban con vigor. Los ojos suplicantes cerraban sus ventanas para concentrarse mejor. Los rostros compungidos mostraban dolor, incluso alguna lágrima se escapó juguetona cara abajo.
Con el transcurso de las horas y los días, la casa continuó su curso en el derrumbe. Con asombrosa rapidez cayeron las paredes. Los muebles viejos que se acomodaban en el recinto quedaron inservibles bajo el escombro.
Petronio, con la cruz de su pena a cuestas, se dejaba consolar por aquellos apoyos verbales que recibía. Se dejaba querer porque ya no era invisible. Hasta que ocurrió la catástrofe nadie antes había reparado en su persona.
Todo el mundo desea ser protagonista alguna vez en la vida, aunque sea en la desgracia.
Mientras intentaba reunir materiales de deshecho con intención de volver a construirse un techo bajo el que cobijarse, en la iglesia continuaban orando por su situación.
Los domingos, el necesitado aparecía en el culto con las manos cada vez más encallecidas y la tos de perro que, a causa de la humedad ambiental a la que vivía expuesto, había echado raíces en sus bronquios. Eran los mismos tres de siempre los que se dirigían a él para saludarle y transmitirle de parte de los demás la preocupación que sentían por su situación. Como parecía que Petronio sentía apoyo de los suyos, se atrevió a pedir ayuda para acelerar la construcción. Pidió ayuda, no dinero. Pidió mano de obra, no dinero. Pidió compañía, no dinero. Pidió esfuerzo, no oraciones. Puso diferentes fechas y horas para que acudiera quien quisiera y pudiera auxiliarle.
Acudieron los tres que normalmente le saludaban. Para colocar las vigas más pesadas, de manera milagrosa tuvo que bajar Dios del cielo y remangarse con ellos.
Pasó un año y Petronio vivía ya en su nueva chavolita. Le quedó guapa. Humilde pero todo lo guapa que cabía esperar. Los miembros de su iglesia daban gracias al Señor por cumplir sus oraciones. Es más, para dar por finalizada aquella carga y poder borrar de la lista tal necesidad, prepararon una cadena de oración de veinticuatro horas, para que nunca más le volviera a pasar lo mismo. Se apuntaron todos.
*Publicado en Protestante Digital con permiso de la autora
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