La renovación cristiana es, ante todo, transformación integral. No se trata de querer volver hacia un ideal que dejamos atrás (El paraíso perdido, del gran poeta inglés, Milton), sino de ir hacia adelante (el paraíso encontrado, de Juan, el vidente del Apocalipsis). El horizonte final de la trasformación cristiana es avanzar hacia el modelo perfecto de ser humano pleno: Jesús (Efesios 4:13).
El apóstol Pablo enseña que esa trasformación implica todo nuestro ser: espíritu, alma y cuerpo. Dice él: «No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente». Y después explica que: «Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta» (Romanos 12:2-3). Es decir, que en la medida como nos vamos trasformando, vamos también comprendiendo cuál es la voluntad de Dios. Se trata de ir experimentando (así, en gerundio) la trasformación, para ir comprendiendo la voluntad del Señor. ¡Extraordinario proceso siempre continuo!
Tenemos, entonces, que la transformación que buscamos tiene que ver con todo lo que somos y hacemos. ¿Qué significa eso? ¿Significa, acaso, que nada de lo que ahora somos y hacemos sirve para algo?. Algunas teologías populares así lo promulgan haciendo mal uso de la expresión «depravación total» del gran Calvino.
Recuerdo ahora un coro que se canta en toda América Latina: «Renuévame, Señor, Jesús; ya no quiero ser igual» y después dice: «porque todo lo que hay dentro de mí necesita ser cambiado, Señor»
¿Todo debe ser cambiado? ¿Nada sirve? Estas preguntas estuvieron en el centro de las discusiones de Jesús con los religiosos de su tiempo. Jesús los sorprendió cuando les enseñó que el arrepentimiento no era solamente dejar de hacer lo malo para llegar a hacer lo bueno, sino, algo aún más difícil de lograr: dejar de hacer lo que consideraban que era bueno, para llegar a hacer lo que consideraban que era malo. ¡Esto sí que es arrepentimiento! Eso fue lo que le pasó, por ejemplo, a Pedro en su experiencia en la casa de Cornelio, el gentil (Hechos 10:13).
Volvamos a la pregunta inicial, ¿Cuándo hablamos de renovación, qué es lo que hay que cambiar? En Romanos 12:2-3 encontramos unas pistas. Cambiar la forma como conceptualizamos y cómo nos relacionamos con los criterios que imperan en el mundo presente. En este mundo algo anda mal; eso ya lo sabemos. Por eso, los trasformados en Cristo deberíamos vivir de manera contra-cultural (John Stott). Lo que no significa aborrecer la cultura, sino contradecir (resistir) los patrones culturales que atentan contra la vida plena. ¡Imagínense si esto no tiene que ver con nuestra manera de hacer política, de vivir nuestra ciudadanía responsable, de relacionarnos con la Creación y de vivir nuestras relaciones laborales y familiares, entre muchas otras!
Por otra parte, enseña Pablo, que la trasformación está asociada a un cambio en la manera de pensar. Las diferentes traducciones bíblicas, de una u otra manera, con unas u otras expresiones, apuntan siempre al mismo concepto: trasformación de la mente, o una nueva mentalidad. ¡Qué nos ayude Freud a comprender el tamaño de esta afirmación apostólica… si es que el puede auxiliarnos! Una de las traducciones, la Versión Popular Dios Habla Hoy opta por «cambien su manera de pensar para que cambie su manera de vivir».
De lo anterior, algo queda claro, y es que la trasformación (renovación) no es, como lo dijimos por tantos años, cambiar la manera de creer (credo doctrinal) para asegurar la manera de morir (sobre todo, tener la seguridad de la gloria eterna). Es algo más: «La conversión tiene lugar en medio de nuestra realidad histórica e incorpora la totalidad de nuestra vida, porque el amor de Dios está preocupado por esa totalidad»[1]. Involucra nuestra manera de ser y de estar en el mundo; es una trasformación que conduce «hacia una existencia caracterizada por el perdón de los pecados, por la obediencia a los mandamientos de Dios, por una renovada comunión con el Dios Trino, y por un crecimiento y una restauración de la imagen divina y la realización del amor de Cristo».[2]
Junto al cambio de cosmovisión (no conformarnos a este siglo) y al cambio de mentalidad (renovación del entendimiento), se suma la trasformación del sentido religioso y litúrgico de la vida. Ésta última dimensión del cambio se relaciona con lo que Pablo enseña acerca de ofrecer el cuerpo «en sacrificio vivo, santo y agradable a Dios» y de rendir así un «culto racional» (Romanos 12:1). Es decir, que la fe en Dios es mucho más que en un ritual divorciado de la existencia y sujeto a la rigidez de la normatividad eclesial; es, ante todo, una expresión dinámica de ser integral rendido al servicio (culto) de Dios. Ya enseña el viejo principio reformado que «celebramos el culto en cualquier lugar y en cualquier momento»; allí donde la vida respira y dónde la caridad convierte en sagrado todo lugar del mundo.
Entonces, ¿qué es lo que hay que cambiar? ¿qué áreas necesitan conversión? No hay una respuesta que sirvan como fórmula universal. Cada cristiano o cristiana, cada comunidad cristiana o sociedad, en su momento histórico particular, necesita ejercitar el don del discernimiento para encontrar sus caminos de renovación. La Declaración sobre Misión y Evangelización. Una afirmación ecuménica, lo plantea con acierto: «Si bien en cierto que la experiencia de la conversión es básicamente la misma, la conciencia del encuentro con Dios revelado en Cristo, la ocasión particular en que se da la experiencia y la forma concreta de la misma, difiere de acuerdo a la situación de cada persona»[3] Sin embargo, las Escrituras nos auxilian en el propósito de comprobar «cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta».
Romanos 12:2-3, señala, por lo menos, los siguientes dominios de cambio: nuestra cosmovisión (mirada particular del mundo inspirada en la mirada de Jesús) que anime la resistencia e impida que nos conformemos «a este mundo»; la mentalidad o «renovación del entendimiento», que nos permita pensar siguiendo los criterios de Jesús (la «mente de Cristo», según 1 Corintios 2:16) para actuar según sus pisadas; y el sentido litúrgico de la vida, para vivir con reverencia ante Dios (Ignacio de Loyola) y desarrollar la percepción mística de la presencia de Dios, allí donde otros suponen que él ya no está.
Cantaba la Mercedes Sosa: «Cambia el rumbo el caminante/ Aunque esto le cause daño,/ Y así como todo cambia/ Que yo cambie no es extraño/ Cambia todo cambia/ Cambia todo cambia…» Entonces, que cambiemos también nosotros. ¡Un canto a la conversión!
[1] Consejo Mundial de Iglesias, Declaración: Misión y evangelización. Una afirmación ecuménica., 1982, p. 16.
[2] Ibid., p. 16.
[3] Ibid., p. 16.
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