¿Qué puedo darte sino el infierno?
Jaime Sabines
De ahí que, siendo aún niño, comencé a invocarte como a mi refugio y amparo, en tu vocación rompí los nudos de mi lengua y, aunque pequeño, te rogaba ya con no pequeño afecto que no me azotasen en la escuela.
Agustín, Confesiones, I, 9,14.
I. Introducción: Razón anamnética – razón corporal
Este trabajo indaga, a partir de una relectura1 de Las Confesiones (397-398) de Agustín (354-430)2, la relación entre teología del dolor y carne – corporeidad – humana en el cristianismo constantiniano.3 ¿Es el dolor sentido y soportado en la carne? O ¿Es la carne – corporeidad – el dolor?4 ¿A través de qué mecanismos el dolor en la corporeidad – experiencia de los cristianismos neo-testamentarios – muta para convertirse en el dolor de la corporeidad? En primera instancia, sin embargo, este texto es una intervención anamnética. Una forma de posicionarse ante un pasado. Para las teologías latinoamericanas es fundamental indagar las formas en las que limita y potencia nuestro(s) presente(s) e imaginarios sobre los futuros posibles nuestras relaciones con sectores de nuestro pasado y de cómo nuestras relaciones con el pasado configuran o modelan nuestra relación con nuestro cuerpo. El texto contribuye a realizar tal indagación de nuestras tradiciones.5
a) Razón anamnética6: La reexploración de nuestro pasado constituye un esfuerzo por apropiarnos, para redimir o desligarnos, de las raíces o tradiciones que nos conforman. La anamnésis no es sólo la recapitulación de lo acontecido sino su activación o desactivación dinámica en nuestro presente. Esta activación no es un echar andar sino una forma de urgir en las razones por las que los movimientos o tramas vitales que producimos y en las participamos se comportan o apuntan en determinadas direcciones y no en otras. Se recuerda para, en el mismo proceso, asentarse y eclosionar. El estallido que provoca el recordar actualizante7 o deshabilitante8 nos faculta no únicamente para redimir las víctimas del pasado sino para percatarnos de cómo nosotros mismos podemos ser víctimas sin siquiera advertirlo. Pensar anamnéticamente es pensar desde el cuerpo, no necesariamente porque haya sido olvidado, sino porque su narración pasada podría impedirnos o nos impide el ejercicio de la memoria. Esto debido a que las narraciones se materializan9 y producen, con el tiempo, un efecto de frontera, límite y dispositivo regulador que impide pensar. La reiteración sedimenta y naturaliza lo que debe ser una disputa. El ansia de pasado no obedece a un esfuerzo de fundamentación argumentativa sino a una revisión de nuestras tradiciones narrativas. Esta revisión podría tener capacidad argumentativa, pero solo ulteriormente. El regresar a las narraciones sobre el cuerpo es una práctica de la voluntad de justicia hacia nuestra comunidad. Comunidad, en la tradición evangélica de la comensalía, es comunidad corporal y, al mismo tiempo, semejante y distinta.10 Recordar es un acto carnal de la mayor importancia.
b) Razón corporal11: Los cristianismo que aparecen en el Nuevo Testamento son, con diferencias y disputas, una o varias expresiones de razón corporal12 y dentro de esa tradición debe entenderse el interés teológico de producir una razón corporal. La razón corporal afirma que el cuerpo humano constituye, sin contradicción, un ámbito en el cual y sobre el cual se interceptan todas las relaciones humanas, y también un lugar de intercambio entre las distintas dimensiones y conflictos humanos. Por eso es parcialmente adecuado el comentario de Michel Bernard:
Hablar sobre el cuerpo obliga a aclarar, más o menos, uno u otro de sus dos rostros. Por un lado, el rostro de su poder demiúrgico, a la vez prometeico y dinámico, y su ávido deseo de placer, y, por otro, el rostro trágico y penoso de su temporalidad, de su fragilidad, de su debilitamiento y deterioro. Toda reflexión sobre el cuerpo es, por tanto, se quiera o no, ética y metafísica. Proclama un valor, indica una conducta a seguir y determina la realidad de nuestra condición humana.13
Acierta Bernard en destacar el carácter polifacético de nuestra vivencia como corporeidad. Pero torna su comentario innecesariamente equívoco cuando establece una doble polaridad para el cuerpo: extasiado o derrotado. Una razón corporal debe estar plenamente al tanto de los actuales límites de la corporeidad – muerte, enfermedad – pero debe preguntar cómo acontecen esos límites en cuerpos particulares. Y, también, cuáles son los modos dominantes o no de narrar esos límites. Se trata de preguntas ético políticas que apuntan la centralidad o carácter fundacional del cuerpo en el pensar y, al mismo tiempo, se pregunta por las políticas del cuerpo – desde luego por la historia de las políticas del cuerpo – y cómo éstas modelan y sancionan cuerpos específicos. La razón corporal es un esfuerzo de contextualización: narra las preguntas del propio cuerpo pero las ubica en el ámbito de los conflictos que implica la multiplicidad de narraciones, políticas y teologías del cuerpo. Hay un esfuerzo por trazar una cartografía y una geografía del cuerpo. Pero no para hacerse saber oficial sobre el cuerpo, como la medicina. Por el contrario, la razón corporal en un contra-saber porque no pretende fundar sino indagar una y otra vez sobre los motivos y razones de nuestras actuales relaciones con y desde el cuerpo. No se trata, únicamente, de pensar el cuerpo sino de preguntarnos por qué pensamos el cuerpo y cómo lo hacemos. ¿A través de que recorridos hemos llegado a objetivar el cuerpo? ¿Será posible des-objetivarlo y darnos otra materialidad?
i. Dolor I: Finitud, contingencia y gloria de Dios
Las Confesiones no son únicamente un texto autobiográfico.14 Son también una hagiografía. Pero, una hagiografía auto imaginada. Agustín se ha producido a él mismo como santo. Las Confesiones, como dice Julia Kristeva sobre el amor15, rondan las fronteras del narcisismo y la idealización. Es un texto que proyecta a Agustín y lo (se) glorifica, o bien lo (se) destruye, cuando se piensa desde lo que pudo ser, o más precisamente, desde el deber ser. Al mirarse desde ese Otro (Dios) Agustín se despoja de lo propio y ha establecido, como mencionaré más adelante, una frontera que lo inhabilita para revisar su propia existencia sin tener que enfrentarla a una idealización que lo destruye. Por eso el dolor es siempre su propia carne.
Algo que debe destacarse es que, a pesar de que como intenta mostrar Virginia Burrus16, la hagiografía cristiana puede ser leída como un posicionamiento erótico y no simplemente anti-erótico, es siempre necesario ponderar el tipo de erotismo que Agustín condensa y expresa en sus Confesiones. Incluso si se admite, con Peter Brown, la ambivalencia y diferencia particular de Agustín con respecto a su valoración a la sexualidad y la vida matrimonial en particular17 es necesario releer los motivos temáticos o teológicos que configurarán la cautela y des-carnalización del amor y el placer en Agustín.
En Las Confesiones Agustín se siente breve, finito e insignificante frente a su Dios. Vincula mortalidad con pecado, pero hace que el llamado de Dios ocurra en la vida personal. Dios llama y lo hace para que nos despidamos de nosotros mismos. En el principio de Las Confesiones está el Dios que llama. Pero la posibilidad del principio es la búsqueda de Dios. Llamada y búsqueda se interceptan. Pero la llamada es inconmensurable y la búsqueda innecesaria: Dios está incluso en el infierno. Es decir, Dios no posee ninguna alteridad, más aún, Dios no tiene tiempo ni espacio. Quid est ergo Deus meus? Dios es, para Agustín, todo menos finitud y contingencia.18 El ser humano debe hablar de Dios, pero, insiste Agustín, realmente no habla de él sino de una ausencia o escisión personal: la angostura o precariedad de su alma.19 Hablar de Dios se convierte en una forma de introspección, condensación y expresión del dolor de la carne. Se trata de la suspensión – ¿destrucción? – de toda pretensión teológica. No por la ausencia de Theos ni de Logos sino por la distancia entre ambos. No se trata de una crítica de la pretensión catafática de la teología sino del establecimiento de unos límites: la carne es el límite de toda teología. Agustín no es teólogo, no habla de Dios, habla del vacío y dolor que siente por no poder hablar de Dios – al que intuye – con propiedad. Agustín quiere ser el prolegómeno de toda teología: no es posible la teología, sino el reconocimiento de la finitud. La carne, debe decirse desde ahora, no es para Agustín lo mismo que el cuerpo. La carne es lo previo, no exterior y, al mismo tiempo, constitutivo y activo. La carne sale al cuerpo y lo modela. El dualismo agustiniano no niega el cuerpo pero lo somete a un castigo del cual no puede escapar: la carne o voluntad de placer.
Las Confesiones son un espejo. Pero un espejo inequívoco: los pecados visibles y ocultos ofrecen una imagen idéntica de toda la humanidad. Por eso el recuerdo de lo muerto o pasado es siempre el recuerdo del pecado.20 De ahí la pregunta que Agustín le hace a su pasado es “¿Quién me recordará el pecado de mi infancia, ya que nadie está delante de ti limpio de pecado, ni aun el niño cuya vida es de un solo día sobre la tierra?”21 La infancia es la mayor contingencia, la contingencia radical a la que no se puede acceder por la memoria. La ausencia torna imposible la representación y la ausencia de representación lleva a la desesperación. La irrepresentabilidad implica, en el plano ontológico en el que se ubica Agustín, una perdida del ser. Pero para Agustín la perdida del ser es radical y no corresponde a ninguna causa contingente, aunque se radicaliza en los apetitos (epithymía). De ahí proviene la idea, expuesta en la Enarratio in Psalmis 11822, sobre el carácter concupiscente del deseo. Inclusive cuando recuerda la arbitrariedad del castigo físico que recibía en la escuela, llega a asumir un tono de queja23, invierte su enojo sobre su propia cuerpo y hace del castigo físico, inexplicable y brutal, una forma de exacción de todo deseo o goce.
Con todo pecaba, Señor mío, ordenador y creador de todas las cosas de la naturaleza, mas sólo ordenador del pecado; pecaba yo, Señor Dios mío, obrando contra las órdenes de mis padres y de aquellos mis maestros… porque no era yo desobediente por ocuparme en cosas mejores, sino por amor del juego.24
Aparte de la fundación racional de la violencia y de la obediencia a la autoridad el capítulo 10 del Libro I incluye una indagación en los sentidos. Esta indagación se sintetiza en la crítica del juego. El juego involucra, en Agustín, todos los sentidos y supone una apropiación completa de su cuerpo y voluntad por parte de quien lo práctica. El juego fractura la autoridad y superpone el instante a la planificación y el espectáculo a la ceremonia. El juego no funda nada, es el espacio de la desfundamentación en orden a satisfacer lo no necesariamente conocido. Agustín admira el juego. Lo anhela, y sin embargo, prefiere entregar sus ojos, sus oídos y sus deseos al tutelaje de la autoridad. Al juego resulta necesario anteponer la vida eterna.25 Esta vida eterna posee, en Agustín, preámbulos y quiebres que llevan con recurrencia a una constante reexaminación de la carne. Incluso para explicar su poco interés en el estudio de las “letras griegas” hace la siguiente afirmación: ¿Mas de dónde podía venir – su desinterés en el griego – aun esto sino del pecado y de la vanidad de la vida, por ser carne y viento que camina y no vuelve?26 Pero, no se trata aquí del griego sino de la elección. Es decir, de la posibilidad y necesidad de la voluntad particular. Pero la propia voluntad muta muy pronto en aberración y es genitalizada para clausurarse. Porque es la genitalidad la que hace todo el mundo humano aberrante. “No te ama y fornicaba lejos de ti, y, fornicando, oía de todas partes: “!Bien! ¡Bien!”; porque la amistad de este mundo es adulterio contra ti”.27 La práctica de la genitalización de la propia voluntad, conduce, como en el caso de la crítica del juego, a una extracción de las reservas de la propia memoria. Pronto todo es espejo inequívoco. Y la vida efectiva se diluye en la memoria hagiográfica que sólo puede ver pecado ahí donde había disputas, escisiones y quiebres. La univocidad de la narración confirma su carácter ejecutorio o penal.
No resulta sorprendente, entonces, que el inicio del capítulo 17 del Libro I esta narración penal lleve a Agustín a estimar sus gustos e inclinaciones simplemente delirios. No obstante, lo que quiere destacar es que esos delirios son una rebelión directa contra Dios, quien ha concedido el ingenio necesario para que sean posibles, incluso, los delirios. Agustín vincula delirios con las glorias fáciles y falsas que se ofrecen los seres humanos entre ellos. Esta vinculación lo lleva al deseo de la desemejanza.28 La desemejanza incorpora una inflexión en la autoconciencia de lo cristiano. Si para Jesús y Pablo la semejanza, a pesar sus limitaciones sociales y culturales para comprenderla, se constituye en la forma de asentar su experiencia de Dios, para Agustín, en cambio, la verdad de lo divino y de lo santo es la desemejanza. No entendida como alteridad sino como abismo que destruye toda co-habitación de Dios y el santo con los otros. Más todavía, en Jesús la semejanza opera de una forma inversa. Él intenta asemejarse y asemejar pero ofrece como criterio a los “radicalmente distintos” – asunto que tanto molesta a Nietzsche (1844-1900) – y esto tiene una racionalidad teológica. Al ser Dios quien desciende y no el deseo de amar y ser reconocido el que produce el amor, la semejanza se universaliza. Lo que Agustín desea es cancelar o dejar en suspenso el ágape descendente de Dios y volver a erotizar29 – retornar al movimiento ascendente – donde es el sujeto carente quien se esfuerza – mientras anhela – en buscar el reconocimiento de su Dios.30 Del Verbo hecho carne – que tan determinante le parece a Michel Henry (1922-2002)31 – Agustín pasa a una verbalización punitiva de la carnalidad.
Por eso las indicaciones de Hannah Arendt sobre el problema que significa para Agustín explicar y explicarse a sí mismo el amor al prójimo son sugestivas. Con la desemejanza no se cancela la existencia del prójimo pero se subsume en el deseo de encontrarse con Dios. Pero al no ser el Dios que desciende, claramente vinculado con el prójimo, éste sale del plano del encuentro con la divinidad. Porque el origen y la posibilidad del encuentro no se hayan en la inmanencia del mundo sino en su suspensión y en la suspensión de toda pretensión de todo tipo de memoria actualizante. En todo caso, no debería amarse la carne o el delirio del otro sino aquello que en él todavía mantiene presencia de Dios. La gloria de Dios es su desemejanza del ser humano, la “gloria” del ser humano es su desemejanza de sí mismo.
ii. Dolor II: La memoria deshabilitante
Quiero recordar mis pasadas fealdades y las carnales inmundicias de mi alma, no porque las ame, sino por amarte a ti. Dios mío. Por amor de tu amor hago esto, recorriendo con la memoria, llena de amargura, aquellos mis caminos perversísimos, para que tú me seas dulce, dulzura sin engaño, dichosa y eterna dulzura, y me recojas de la dispersión en que anduve dividido en partes cuando, apartado de ti, uno, me desvanecí en muchas cosas.32
Un ejercicio de la memoria deshabilitante. Pero también, una forma de sosegar la desesperación que produce la erosión de cualquier tipo de auto-reconocimiento. Agustín procura recordar por amor. Su amor, y él sabe eso, es desamor progresivo de su propia carne. El dolor que sufrió ahora se transforma en él mismo. Tiene plena justificación la pregunta que se hace Agustín en el Libro X: ¿Qué amo cuando te amo?33 Las inmundicias del alma, paradójicamente, requieren del Dios descendente. Con Agustín pensar duele, pero sin dolor no hay dulzura de Dios. El dolor en la carne, llevado a sus últimas consecuencias es el clamor por la regulación estricta de la miseria de la carne.
!Oh, quién hubiera regulado aquella mi miseria, y convertido en uso recto las fugaces hermosuras de las criaturas inferiores, y puesto límites a sus suavidades, a fin de que las olas de aquella mi edad rompiesen en la playa conyugal, si es que no podía haber paz en ellas.34
Aunque con estilo distinto la recurrencia del tema genital es evidente. Conviene, sin embargo, mencionar algo más sobre la cuestión de la memoria antes de referirme a la relación carne – genitalidad. M. Heidegger (1889-1976) en su estudio sobre el Libro X de Las Confesiones35 considera que en Agustín “la memoria es como el estómago: los manjares consumidos, dulces y amargos, aún están allí, pero ya no pueden saborearse”36. Dice esto al referirse específicamente a la memoria de los afectos. Pero Agustín sí puede habilitar y deshabilitar sus recuerdos y puedo ponderarlos ficticiamente. Lo central para comprender la memoria en Agustín es entender el basamento corporal y teológico de la memoria. Todavía algo más. Afirmo que Agustín recuerda y pondera ficticiamente porque desde la conciencia radical de pecado no se puede, como he dicho antes, recordar nada más que el pecado.
Ahora es posible hacer referencia a la relación carne y genitalidad. Esta relación debe explicarse en el plano de la concupiscencia de la carne. Es decir, el ímpetu desordenado de las pasiones que es inherente al ser humano debido al pecado original.37 El siguiente problema es la limitación libidinosa de la carne después de la caída. Debe reconocerse, sobre todo si se mira de De Nuptiis et Concupiscentia ad Valerium libri duo38, que Agustín mantiene una idea no enteramente desfavorable del placer sexual dentro del matrimonio.39 Pero, esa idea es invertida en varios pasajes de Las Confesiones.
En la memoria deshabilitante de Agustín hay un evento que específica la relación carne-genitalidad-ímpetu. Él caracteriza esa relación, cuando no está regulada, como voluntad por las cosas de abajo. Abajo tiene, en este episodio, dos sentidos. El primero la carne en general y el segundo los genitales masculinos – el pene – en particular. Agustín narra que su padre lo vio desnudo en el baño y pensó que ya tenía la edad para tener coito. Su padre se lo comentó a su madre, Mónica40, que amonestó al padre inmediatamente. En la juventud de Agustín la carne muta en Babilonia. El cuerpo y la genitalidad se convierten en un campo de disputa – colonización – política.41 Al convertirse la carne en Babilonia, ésta también se convierte en carne. Desaparece, como ámbito problemático, todo lo exterior al cuerpo y, en particular, a la genitalidad. En su Enarratio sobre el Salmo 136 dice que:
Creo que se han olvidado que yo les he recomendado, o más bien recordado, lo que cada persona instruida en la santa Iglesia tiene que saber, es decir, de dónde somos ciudadanos, y dónde nos encontramos en exilio, y que la causa de nuestro exilio es el pecado, y que el don del regreso es el perdón de los pecados y la justificación de la gracia de Dios: que dos ciudades, mezcladas mientras tanto en el cuerpo, pero separadas en el corazón, corren por este transcurso de los siglos hasta el final, lo habéis oído y lo sabéis: una, cuyo fin es la paz eterna, y se llama Jerusalén, la otra, cuyo gozo es la paz temporal, y se llama Babilonia.42
Es efectivamente cierto que después de la genitalidad Agustín dirige su narración deshabilitante a su centro deseante. Al hacer esto introduce un alcance específico de la idea corporal de la concupiscencia de la carne y no lo atenúa. “Ni era el gozar de aquello lo que yo apetecía en el hurto, sino el mismo hurto y pecado”.43 En el caso sexual o específicamente genital la concupiscencia de la carne implica o se refiere a la búsqueda del placer en contra de la ley. Y aquí inclusive incluye la genitalidad dentro del matrimonio. Sin entrar en disputas sobre el posible maniqueísmo de Agustín debemos preguntar sobre cuál es la ley que debe obedecerse por encima del placer. No es una ley particular o específica. Se trata de la transversalidad u omnipresencia de la culpa. Y la culpa es tal porque hay carne. Sin carne no hay culpa y sin culpa no hay ley. La ley que debe acatarse es la de la culpa. La ley de sentir que la carne es dolor. Por eso, en su énfasis genital, la castidad, incluso dentro del matrimonio, es la forma más adecuada de acceder a lo fundamental o “esencia” de lo humano. Que, desde luego, no es su cuerpo sino su “interior”. Quien no siente la carne como dolor no puede sino estar “en lo profundo del abismo”.44 Aclarada esta cuestión de la ley que nos presiona a identificar carne y dolor se entiende el aparente repliegue en la narración de Agustín en el capítulo 5 del Libro II. El repliegue aparente consiste en un reconocimiento del carácter bello de los cuerpos. Pero esa belleza desligada de la ley y la regulación del Dios que creo la belleza se transforma en perdición de la vista en mirada. Esta estética de lo erótico contiene también una advertencia de tipo preventivo en los Sermones:
Bien sé que tú desearías no tener deseo alguno que te solicitase a malos o ilícitos placeres. ¿Qué santo no deseó esto mismo? Pero éste es un deseo inútil: mientras se vive en este mundo, será una aspiración irrealizable. La carne tiene tendencias contrarias al espíritu, y el espíritu aspiraciones opuestas a la carne, y siendo éstas las dos partes combatientes, muchas veces no puedes hacer aquello que quisieras. Por eso camina guiado por la ley del espíritu, y ya que no puedes destruir en ti los deseos del hombre carnal, ponte en guardia para no secundarlos.45
La vida del cristiano se transforma en una batalla contra su propia carne. Porque Dios no es carne y debemos imitar a Dios. Cuando no se intenta imitar a Dios, aunque sea imposible lograrlo, el alma fornica contra él.46 La fornicación del alma es la desobediencia, no necesariamente de autoridades o leyes inmanentes, sino de la ley de la des-carnalización. La inutilidad del deseo de la completa des-carnalización no ofrece ninguna alternativa a la desesperación o escisión de la vida cristiana que introduce Agustín: aunque somos carne y no podemos dejar de serlo, debemos vivir como si todo fuera exactamente lo contrario. La explicitación constante de esta tensión o dolor, para Agustín, supone la estabilidad y la precaución ante el extravío de su propia adolescencia. Es la teología del devorador.
Excursus: Saturno devorando a su hijo47 o Agustín devora a agustín
Hay mucho de devorador en Agustín. El Saturno de Goya ve hacia delante con los ojos abiertos y aprieta fuertemente el cuerpo de su hijo (¿hija en la versión de Goya?). Agustín ve hacia atrás con los ojos muy abiertos y se devora a sí mismo a la espera de que la sangre entre sus manos no sea más memoria sino indicación de un lugar donde no habrá más sangre ni carne. Agustín devora a agustín. Al agustín que desea el juego y las “suavidades del cuerpo”. Lo que devora es específicamente la carne. La carne que fue y que es. Los ojos fijos del Saturno de Goya ven también hacia atrás y se encuentran con los ojos de Agustín. Los dos devoran, se devoran. El cuerpo infantil y juvenil de agustín se deshace en la mandíbula del Agustín que ahora se aprieta más fuerte para sentirse por última vez. Esa última vez es la que suspende o vuelve defectuoso este sacrificio. El devorador, por eso, debe devorarse una y otra vez, porque cuando está a punto de terminarse siente la necesidad de reencontrarse con lo que ha devorado de sí. La teología del devorador consiste en una sucesión perpetúa de sacrificios. Porque el sacrificio nunca es perfecto, siempre permanece lo no devorado. La carne permanece, vuelve una y otra vez aunque se la devore. Y los gritos de lo devorado imposibilitan el silencio necesario para la inhabilitación completa de la memoria. Lo que se devora, por último, es el cuerpo del niño porque él quiere jugar, quiere mirar, quiere conocer. Devorar al niño, todavía hoy, es una forma de hacer vivir al adulto. Las sociedades latinoamericanas son devoradoras de niños y jóvenes y lo hacen en nombre de los adultos que podríamos llegar a ser. Es decir, los devoradores que debemos ser. El miedo de Agustín a agustín está a la base de una noción de Dios que devora al devorador. Agustín se devora porque siente que Dios también lo devora. El juego perverso de los devoradores. Este juego es perverso porque quien devora no acepta que lo hace. Educa, forma, enseña, guía pero no devora. Devora el otro que no permite ser devorado. Goya pinta al devorador. Agustín nos narra al devorador (auto) convertido en santo. La forma de organización socio económica y política de sociedades fundadas en principios de discriminación y dominación, Costa Rica lo es, suelen justificarse desde la idea del devorador santificado. A los cristianismos latinoamericanos les corresponde ser develadores de los devoradores. Incluso, o quizá por eso, porque ellos mismos son también devoradores.
iii. Dolor III: Mirada y castigo
Hay una reflexión sugestiva de Agustín en el capítulo 2 del Libro III. Se trata de de la ausencia del dolor como plenitud de la existencia. Además la plenitud de la caridad y la misericordia es el deseo de que no haya dolor o “miserables de quien compadecerse”.48 Lamentablemente no desarrolla la idea e introduce, casi inmediatamente, una noción de castigo justo. Agustín considera que los azotes que ha padecido no sólo provienen de Dios sino que son justos o, más aún, insignificantes si se valoran desde la multiplicidad de sus culpas. ¿Qué mecanismo hace que el castigo sea necesario para la glorificación de Dios y la purificación del ser humano? La respuesta a la cuestión no es inequívoca e debe incluir una revisión de genealogía de la idea del castigo en Agustín. Como alcance inicial, y no suficiente, es necesario revisar la noción de castigo que aparece en el Libro XIII de La Ciudad de Dios (412-426)49 y vincularla, aunque sea anterior, con el comentario de Agustín en Las Confesiones.
Tan pronto como se llevó a efecto la transgresión del precepto, desamparados de la gracia de Dios, se ruborizaron de la desnudez de sus cuerpos. De aquí que cubrieran sus vergüenzas con hojas de higuera, las primeras tal vez que les vinieron a mano en medio de su turbación. Estos miembros los tenían ya antes, pero no eran vergonzosos. Sintieron, pues, un nuevo movimiento en su carne desobediente como castigo debido a su desobediencia.50
Interesa comentar brevemente algunos campos temáticos: transgresión, desnudez, obediencia y desobediencia. Debe decirse desde inicio que lo que sostiene toda la reflexión de Agustín en el Libro XIII es la idea según la cual el cuerpo es únicamente el soporte material de alma. Ésta, a su vez, es el soporte de la manifestación de Dios en el ser humano. Y Dios el soporte de todo lo existente. Pero ese Dios no vivifica sino que es memoria actualizante negativa de la culpa. De ahí proviene su doctrina de los dos tipos de muerte y de la inmortalidad relativa del alma. No es posible referirme aquí a estos temas. La transgresión a la que hace referencia Agustín es de orden ontológico o de afectación de “la naturaleza humana”. No consiste, por tanto, en un acto de la voluntad individual y su resultado, precisamente por lo anterior, consiste en una muerte extensiva a todos los descendientes de Adán y Eva – la primera transgresora y su víctima, según Agustín -. A pesar de mencionar en repetidas ocasiones la idea de la transgresión del precepto no explica detenidamente cuál era específicamente ese precepto. En el capítulo 13 vincula, sin embargo, transgresión y desnudez. De esta vinculación se desprende una teología de la mirada.
El precepto quebrado y el castigo son lo mismo: la mirada. Mirar el cuerpo, lo otro de uno mismo, no es castigo sino principio. El uso del libre albedrío (libere arbitrio) que desencadena el castigo no incluye el tacto, ni el oído, ni la palabra, ni el olfato. Únicamente la mirada. En el paraíso Dios lo mira todo, pero nadie lo mira a él. La mirada de Dios cubre la desnudez de Adán y Eva. Ellos no saben lo que es la desnudez. La ven pero no la miran. La facultad de mirar estaba destinada a Dios. El anhelo de mirar, lo divino en la pasiva actividad de ver, es lo que precipita, en la narración de Agustín, el castigo. Pero, como he dicho, el castigo debe ser invertido: la lucha por mirar no es castigo. El castigo consiste en permitirle al ser humano ordenar y desordenar el campo de su visión. Dios era el ordenador, la mirada ordenadora que colocaba la creación finalizada ante la visión de Adán y Eva. Pero ellos deseaban ser creadores y por eso se apresuraron a mirar. Para Agustín, y su exceso genital, lo primero que Adán y Eva miran en su desnudez. Es decir, reubican y potencian sus cuerpos en ámbito de placer. La visión es mimética. Empata, si se quiere, todo en una serie de eventos que pueden o no ser funcionales. La mimesis es inocua. La visión exacerba el no haber y, sin paradoja, el castigo para Agustín es la exuberancia. Porque con la mirada la exuberancia deja de ser exterior al que mira y pasa, no necesaria pero posiblemente, a constituirle. El Dios que mira es el Dios que castiga. Pero, ahora ese Dios también puede ser mirado. En el conflicto de las miradas Agustín sugiere que es deseable la muerte martirial. La escena del martirio para Agustín puede sintetizarse así: el verdugo le pregunta al cristiano: ¿deseas mirar? Y el él responde: Veo a Dios en el patíbulo. Sin embargo, Agustín anticipa con su cautela una dialéctica de la mirada: la mirada también es castigo y vigilancia y no únicamente creación. Pero la renuncia a esa dialéctica no constituye alternativa sino radicalización del castigo. Conviene hacer una mención breve sobre el libre albeldrío y la mirada. Si miramos por propia voluntad – inevitablemente corrupta desde el pecado original – pecamos y si miramos por la voluntad de Dios entonces no miramos nosotros sino él a través de nosotros. Así permanecemos en el ámbito del puro ver.51 La mirada es, cabe decir aquí, pre-interpretativa es una condición de posibilidad.
El castigo es la mirada y la mirada es lo que provoca el castigo. Mirar es facultad de Dios, así que en el fondo la divinización es la primera transgresión. Lo que se mira en Agustín, casi inequívocamente, es el cuerpo como campo de placer. Aceptar el castigo como justo es la renuncia de la mirada. La negación de lo divino o de la divinidad del ser humano. La recuperación de lo divino, para Agustín, ocurre de forma plena en la muerte martirial. El castigo es justo y universal: la no aceptación de la desemejanza entre Dios y uno mismo debe ser reprimida constantemente para que no resurja. En Agustín, a partir de lo anterior, hay un reubicación del tema de la theosis (divinización – deificación humana). Uno de los registros más significativos de theosis en la teología patrística se encuentra en De Incarnatione Verbi de Atanasio52 (c.296-373), ahí afirma que Dios se hizo carne para que nosotros nos hiciéramos Dios. Aunque la idea de la divinización constituye un debate53 puede decirse que desde la postura de la desemejanza la deificación se torna imposible en la carne y llega a ser posible únicamente en la muerte de algunos elegidos. La frase “se hizo humano” muta para convertirse en “se hizo culpa” para que no pudiéramos ser Dioses.
Un último comentario. Michel Foucault (1926-1984) en Vigilar y castigar acuño el concepto tecnología política del cuerpo.54 Con ese concepto quería designar las fuerzas y saberes que tienden al sometimiento de la corporeidad. Explica, acertadamente, que esta tecnología no posee una única fundamentación o genealogía. Su lógica y operacionalización es discontinúa y aparece en los intersticios de todas las relaciones sociales. A mi parecer un elemento fundacional de la tecnología política del cuerpo es la noción y proceso de culpabilización de la carne que tiene en Agustín un punto de inflexión definitivo. La culpa de la carne es originaria porque tiene su explicación, estrictamente hablando fuera de ella, pero va hasta su fondo y lucha por no salir jamás. La culpa cerca, marca, doma, somete a suplicio, somete a trabajos, obliga a ceremonias y exige del cuerpo unos signos. La culpabilización es una práctica social y como tal no es unívoca. Puede constituirse en lugar de explicación, de justificación y de proyección. No solo quiebra sino que funda y crea civilidades, modos de estar con otros. En la hagiografía que son Las Confesiones la culpa es originaria y por eso está exenta de todo examen. Además, nada puede examinar la culpa porque precisamente ella inhabilita el deseo de la mirada. Deshabilitada la mirada, se cancela la razón y entonces sólo queda regular la forma en la que se existe como culpable. Se puede salir, gritar y reclamar absolución o negar toda acusación como falsa o se puede obedecer y esperar a que llegue por sí sola la pax romana. La rebelión como exposición de la culpa total y, por eso el castigo pleno, es un tema fundamental para América Latina.
iv. Dolor IV: El Dios invisible y la visibilidad de la carne
Ya era muerta mi adolescencia mala y nefanda y entraba en la juventud, siendo cuanto mayor en edad tanto más torpe en vanidad, hasta el punto de no poder concebir una sustancia que no fuera tal cual la que se puede percibir por los ojos.55
Agustín es el fundador de la duda. Pero la duda sobre sí y sobre lo visible y, como he mencionado, sobre lo que puede mirarse. Por eso, clamaba por cerrar sus ojos. De lo que duda más severamente y que quiere hacer desaparecer es la idea del Dios corpóreo. ¿La nada es el vacío o la llenura del espacio? Agustín se ha preparado una respuesta a esta pregunta pero en el Libro VII ofrece largos comentarios al respecto. Dios es el creador de todo, pero el todo corruptible se vuelve nada ante el vacío o la invisibilidad de Dios. La carne es creada por Dios pero no puede estar en él. La llenura radical del espacio ocurre en el coito. Por eso, en el Libro VIII Agustín narra extensamente la forma en la que Dios lo liberó del vínculo del deseo del coito.56 El pene en castidad es vacío e invisible. Es la carne contenida que se amputa subjetivamente. La visibilidad y/o invisibilidad del pene es llevada a sus últimas consecuencias en la vida monástica. Que Agustín admira, entre otras, cosas por la Vida de San Antonio escrita por Atanasio.57 La visibilidad del pene – carne incontrolable – hace que Agustín procure esconderse de sí mismo, “veíame y llenábame de horror, pero no tenía adónde huir de mí mismo”.58 La huída de uno mismo precede, incluso en el san Antonio de Atanasio, la huída al desierto. Pero, Agustín hace de la huída del pene el exilio básico. La vida buena o la felicidad son incompatibles con la carne incontrolable. La estética del santo incluye, desde san Antonio, el ocultamiento de la carne. Pero no se trata de un atuendo sino de una transformación: procurar fundirse en la invisibilidad de lo interior.
El lenguaje de Agustín es plenamente genital y culpabilizante. El coito, hetero u homosexual, llena el espacio y lo satura, en el orgasmo, de lo incontrolable de la libido. El coito es el juego plenamente desordenado. La apropiación y entrega de cuerpos y voluntades. Por eso no es únicamente el orgasmo lo que satura sino toda la carne. A la penetración le antecede la penetración de la mirada y la omnipresencia del tacto. El coito, para Agustín, no ocurre sino que nos ocurre, nos traspasa. ¿La carne nos hace monstruos? No, la carne es el monstruo.
Pero ¿de dónde nacía este monstruo? ¿Y por qué así? Manda el alma al cuerpo y le obedece al punto; mándase el alma a sí misma y se resiste. Manda el alma que se mueva la mano, y tanta es la prontitud, que apenas se distingue la acción del mandato; no obstante, el alma es alma y la mano cuerpo.59
El monstruo es la incertidumbre, la mirada que se siente acosada por la exuberancia y decide deleitarse. Si bien el orgullo (“el apetito de una exaltación exagerada”) fue “el principio del pecado”, la lujuria fue una consecuencia penal. De modo que esta lujuria es la marca infalible de nuestra condición caída y continúa siendo la maldición de la humanidad hasta la resurrección. Agustín interpreta la guerra entre los ‘miembros, tan vívidamente descrita en Romanos 7, como “la lucha entre la voluntad y la lujuria” y persiste en la vida del santo más piadoso hasta su muerte, cuando finalmente se despojará “del cuerpo del pecado y de la muerte”. Por lo tanto, la naturaleza pecaminosa o carnal no es algo que pueda ser destruido por un acto de la gracia divina, sino que es algo constituyente de nuestra humanidad misma, como miembros de una raza caída. Por eso, la buena vida es la certeza en la irrevocabilidad de la representación.
Agustín vence el tormento de la visibilidad de la carne que nos narra en el Libro VIII a partir de la obediencia a un texto. La obediencia al texto – lo visible de la invisibilidad de Dios – de Pablo en su carta a los Romanos 13,13. Se trata de un texto que sugiere, para sus destinatarios iniciales, una vida revestida de Jesucristo y que abdiquen del cuidado excesivo de la carne. Agustín inhabilita y actualiza el texto. Lo inhabilita porque socava de entrada su posible significado o recepción anterior. El texto pierde toda identidad y es asumido como palimpsesto degradado. Lo actualiza, por otra parte, al reivindicarlo como lugar – sumamente azaroso – de pensar su propio presente. Pero es una actualización incompleta o falseada ya que muy pronto el texto es cancelado y llevado en una dirección que se ha prefijado desde el inicio. La escritura cristiana comienza a convertirse en un lugar de confirmación más que de discusión. Es la lectura como pulsión de muerte hermenéutica.
II. Conclusión
Lo que hace Agustín en Las Confesiones no es simplemente reprimir o prohibir. Sino modelar, a partir de una de una hagiografía atenuada, las fronteras entre lo santo y lo profano. Agustín provee una oferta de sentido. No clausura cualquier posibilidad de sentido. Él subsume contenidos cristianos en una narración que cancela el tiempo para hacer de su presente una especie de escatología realizada. No hay simple prohibición sino exhibición de la vida buena y de las miserias de la razón y el placer. El momento teofánico es el momento del apaciguamiento completo de la mirada. Se educa la mirada, en primer lugar, y se la destruye posteriormente. Agustín está entre la represión y la modelación edificante. El erotismo de la invisibilidad de la carne.
¿Será que el pecado original, la culpa universal y la imposibilidad de mirar son constitutivos del cristianismo? ¿Podemos pensar desde y con los cristianismos inhabilitando las narraciones que hacen del cuerpo-carne el dolor? ¿Pueden los cristianismos latinoamericanos hacer un inventario de sus raíces y relatos corporales y decidir lo que pueden y deben hacer con las narraciones de los cristianismos vencedores? ¿Qué si lo finito no es otra cosa que la inmanencia plena de la infinitud? ¿O si lo finito no tiene fin sino es la única forma que tenemos para referirnos al punto donde ya no podemos dar cuenta de nuestras carencias? El horizonte de lo no-saciado, no-alcanzado y negado abre un horizonte para lo trascendente – no categorías trascendentales – que no es fundacional sino movilizador.
Agustín forma parte de tramas y productos culturales actuales. Es actualizado negativamente para procurar fundar una nueva cristiandad. Ésta habla en público con asco de lo que disfruta – como el devorador exacerbado – en privado.60 Es la luz más oscura. Y en tiempos en que estas son las luces es mejor un poco de oscuridad. Entonces, la línea discontinúa a través de la cual llega a nosotros Agustín se nos presenta como campo de disputa y hace de nuestra memoria y cuerpo un campo de batalla. Porque las nuevas narraciones de cristiandad ubican su última (anti)esperanza en la posibilidad de triunfar políticamente entre las sábanas, los parques y las caricias.
Pero Agustín también lega preguntas y lanza inquietudes que no pueden solucionarse con el simplismo del todo o nada. ¿Qué hacer con lo indecible constituyente? ¿Qué hacer con la cautela agustianiana ante el exceso y la ostentación que pretende conocerlo todo y cristalizar la socio historia? ¿Cómo enfrentar el testimonio del agotamiento de la palabra en Agustín en un continente cuyas palabras se ganan con sangre y dolor? ¿Qué hacer con la recurrencia cristiana sobre el cuerpo y la genitalidad en el tiempo de exposición/mercantilización exacerbada de lo privado/prohibido/intercambiable? La solución a las reservas, miedos y dietética sexual de Agustín no parece ser la hiper-genitizalición de las relaciones a las que asistimos. Pero tampoco parecen constituir alternativa las lecturas des-carnalizadas del amor cristiano. Sobretodo cuando esa des-carnalización tiene una raíz, ahora inevitablemente matizada pero no agotada, de desprecio por la diferencia y el goce sexual abierto y testimoniado públicamente. En realidad ha dejado de constituir alternativa humana universal cualquier tipo de práctica que desee fundamentarse en lo cristiano. Por que, entre otras cosas, lo cristiano no es, sino que, en la mejor de las situaciones, se está produciendo. Y lo que se está produciendo no se afirma en la autoridad de lo que dice ser sino en la justicia de su testimonio. Desde la idea del Dios carnal se puede afirmar que los cristianismos tienen la posibilidad de fundar un erotismo que en un mismo movimiento critique la mercantilización o genitalización de la sexualidad y afirme una cultura del placer y goce donde el eros produzca uno o varios estallidos que subviertan todos los rituales de devoración.
Lo herético comienza a parecer horizonte de oportunidad61 y, posteriormente, comienza a aparecer inexistente. Inexistente no porque no existan los cuerpos destrozados de los herejes. Sino porque hacemos justicia a su memoria si cancelamos y destruimos el campo semántico que los lleva una y otra vez al momento tormentoso de su asesinato. Lo herético o el hereje son un a priori, víctimas archivadas y recicladas para volver a castigar. Sin herejías los cristianismos animan a mirar. ¿Por qué seguir refiriéndonos a nosotros mismos o a los otros con el lenguaje de los que vencieron? Acaso nos está clausurada la posibilidad de darnos otros lenguajes para referirnos a las tensiones y conflictos que significa producir una o varias vivencias cristianas en y desde América Latina. Porque decirnos latinoamericanos es hacer referencia a un pasado convulso que tiende a convulsionar nuestro futuro. El presente parece estar ubicado en un lugar donde todavía no nos decimos a estar definitivamente. Quizá porque nuestro presente todavía no es nuestro. Sino el resultado de arrebatos, prohibiciones y usurpaciones que nos deberían producir furia. Porque la furia es el principio de la teología. La admiración parece una sustracción, una forma de hacerse a un lado de un camino que por transitado parece inconmensurable.
Agustín nos deja su dolor corporal-carnal pero lo remite al campo del castigo justo y de la imposibilidad de la mirada. Pero remitir al campo del castigo el dolor sentido en el cuerpo no es un proceso transparente. En él Agustín ha involucrado todas las narraciones cristianas fundacionales. El proceso, por lo tanto, hace necesario volver a pensar los cristianismos y todas sus raíces y despliegues. ¿No será que en el proceso de actualización negativa de los cristianismos que conoció Agustín ha quedado lesionada de forma permanente la capacidad de nuestra memoria con respecto a los otros cristianismos? Releer a Agustín nos coloca en un sector cercano a la suspensión temporal de las prácticas que se desean cristianas para producir varios procesos de discusión sobre lo que podemos hacer o no hacer dentro o fuera de eso que denominamos cristianismo. Releer a Agustín es hacer una historia del presente.
¿Porque no repensar las prácticas cristianas desde la suspensión del pecado original y sus despliegues en nuestro cuerpo y memoria y comenzar a pensar desde la theosis o divinización que ha relegado la culpa agustiniana? Asumir el riesgo de pensar desde la divinización es aceptar la responsabilidad cósmica que tenemos. No es el riesgo de la soledad, sino la posibilidad y necesidad de constituirnos comunidades humanas. ¿No tendremos acaso ya el acervo suficiente para, desde América Latina, suspender el pecado original, la cautela ante la diferencia y goce sexual y la autodeterminación responsable de nuestros cuerpos y memorias? La memoria borrada del horizonte cristiano de la theosis adelante el trabajo político de re-escribir en clave de responsabilidad-liberación, goce y carne los momentos fundantes de nuestras tradiciones cristianas. Los cristianismos no sólo pueden ofrecer conciencia de finitud a la modernidad occidental sino, desde la negatividad, el anuncio de las posibilidades de lo existente para saciar no lo saciado. No únicamente cautela y reposo sino vértigo y anhelo.
Agustín registra la pretensión y desde luego pregunta: ¿pero la pretensión de la auto-fundación no lleva acaso en su mismo punto de partida su imposibilidad? ¿No es la pretensión de conciencia de la plena conciencia la otra cara de la inconsciencia de la mala consciencia? Pero, no se trata aquí de afirmar la consciencia de la plena consciencia, sino de pensar y pensarnos desde el dolor, de tratar de mirar al rostro lo horroroso concreto y tratar de transformarlo. Que no haya más devoradores ni devorados.
Hay que volver a los errores sedimentados en nuestro pasado. Animarse y animar para que lo efímero y finito no genere dudas sino fiestas. El fundamento de lo verdadero es el cambio. Lo que “verdaderamente es” podría ser el impedimento permanente de nuestro intento por producir humanidad latinoamericanamente.