En diez años ha descendido el número de españoles y españolas que se declaran católicos y católicas en un 12%: del 84,7% al 72,7%. En cifras, casi cinco millones de españoles han dejado de ser seguidores del catolicismo. Desciende también espectacularmente la práctica religiosa del 21% hace una década al 13%. En torno a ¼ parte de la población española se declara no creyente o atea, casi el doble que diez años atrás. Son datos de la última encuesta del CIS que me sugieren las siguientes reflexiones.
El 72,7% de católicos y el 13% de practicantes ponen de manifiesto que lo que pervive en España es un cristianismo cultural que no presta su adhesión a la doctrina dogmática, ni sigue las orientaciones de la moral católica ni cumple con los mandamientos de la Iglesia, como el precepto dominical, el bautizo de los hijos, el matrimonio canónico y la práctica de la confesión. Es un catolicismo que ha incorporado los símbolos religiosos al folclore y a la cultura popular, al ámbito familiar e incluso a los espacios públicos (v. c. semana santa, navidad, fiestas patronales, fiestas nacionales) y que considera las celebraciones sacramentales (bautizos, primeras comuniones, bodas, funerales, ordenaciones sacerdotales…) como actos sociales y no como experiencias de fe.
El avance de la increencia que afecta casi a una cuarta parte de población demuestra el rotundo fracaso del catolicismo como proyecto religioso de sentido en el cuádruple plano de las creencias, de la práctica religiosa, de las orientaciones morales y de la opción por los pobres. La Iglesia institución y la jerarquía como su principal gestora han perdido credibilidad a pasos agigantados en la sociedad española, que es una de las más secularizadas, si no la más, de toda Europa en todos los campos. Los españoles y las españolas ya no se rigen por los principios doctrinales y morales de ninguna religión, sino por una ética laica.
¿Qué factores pueden haber influido para que se haya producido esa galopante pérdida de credibilidad apenas treinta y cinco años después del final de la dictadura? Sin ánimo de ser exhaustivo, sugiero los que me parecen más importantes. El primero es, sin duda, el alejamiento cada vez mayor de los dirigentes eclesiásticos de las preocupaciones, inquietudes y problemas de la gente. Ubicados como están en su mayoría en la premodernidad y encerrados en su torre de marfil, no son capaces de incorporar a su agenda pastoral las situaciones cambiantes de nuestro mundo, sino que se mueven en un paradigma que ya no existe y dan respuestas del pasado a preguntas del presente. Instalada como está la jerarquía en el dogmatismo, prefiere hacer oídos sordos a los nuevos desafíos de nuestro tiempo.
Otro factor que hace perder credibilidad a la Iglesia católica en la sociedad y también entre los propios creyentes de la propia religión es el anacronismo e inmovilismo de sus planteamientos en cuestiones morales: represión de la sexualidad, prohibición de los métodos anticonceptivos y de las relaciones prematrimoniales, concepción patriarcal y homofóbica del matrimonio y de la familia, etc.
En tercer lugar, los obispos y sus corifeos, los movimientos neoconfesionales, condenan los avances científicos que mejoran las condiciones de vida y ayudan a superar no pocas enfermedades hasta ahora incurables. En materia científica, estamos asistiendo a una nueva edición de los anatemas de siglos pasados contra Galileo y Darwin, en esta caso contra las revoluciones bioéticas y biogenéticas, como la investigación con células madre-embrionarias con fines terapéuticos, la fecundación in vitro y otras.
La pérdida de credibilidad se debe, en cuarto lugar, a la alianza de la jerarquía eclesiástica y de las organizaciones católicas conservadoras con la derecha política y cultural. El cerco ideológico se estrecha cada vez más en torno a posiciones integristas y reaccionarias, más propias de la teología política tradicionalista decimonónica que de la teología política europea y de la teología latinoamericana de la liberación. Cada vez es menor el margen del pluralismo en materia política y sindical, como demuestran las pastorales episcopales y las prédicas de los sacerdotes durante las campañas electorales. Tengo la impresión, empero, de que las posiciones eclesiásticas anti-progresistas, anti-socialistas, etc. caen en saco roto y son como predicar en el desierto, ya que un elevado porcentaje de católicos y católicas milita en organizaciones sindicales, partidos políticos y coaliciones que los obispos consideran incompatibles con el cristianismo y votan en dirección contraria a las proclamas episcopales. De lo contrario no se explica el respaldo electoral de partidos y coaliciones de izquierda.
El rechazo de las consignas morales de la jerarquía eclesiástica -romana y española- se aprecia de manera especial en las mujeres, católicas o no, que como sujetos políticos, éticos y religiosos, y mayores de edad en el sentido kantiano, reclaman el ejercicio de los derechos sexuales y reproductivos y toman sus decisiones en conciencia, conforme a la ética laica y, en el caso de las mujeres cristianas, desde criterios evangélicos, pero no bajo el dictamen o la presión del papa y de los obispos.
Una última razón que explica la creciente pérdida de credibilidad de la Iglesia católica entre la ciudadanía es que, cerrada como está sobre sí misma, se muestra más celosa en la defensa de los derechos de Dios y de la Iglesia que de los derechos humanos. Se crea así un peligroso enfrentamiento entre unos y otros derechos, como si no fueran compatibles y hubiera que elegir, cuando en realidad los derechos de Dios se traducen en la defensa de los derechos de los excluidos. Lo que se esconde bajo la apariencia de defender los derechos divinos y eclesiásticos no es otra cosa que la obscena y descarada búsqueda de privilegios ajenos al mensaje evangélico.
El espectacular incremento de la increencia, sobre todo en las modalidades de ateísmo y agnosticismo, nada tiene, a mi juicio, de revancha contra la Iglesia y menos aún de anticlericalismo. No son sentimientos “antis” los que predominan en los que se declaran no creyentes o ateos, al menos en las personas que conozco y trato. No es una actitud beligerante contra las creencias religiosas. Es el resultado de una reflexión serena, de un planteamiento serio del sentido de la vida, de una opción existencial meditada, de una racionalidad crítica y de un humanismo consecuente, que han de merecer el respeto y el reconocimiento de los creyentes.
¿Me han sorprendido los datos del CIS? Todo lo contrario. Constituyen la mejor prueba de la lejanía de la cúpula de la Iglesia en relación con la base eclesial y con la sociedad. Lo que me sorprende es la actitud numantina de mantenella y no enmendalla de los dirigentes católicos, aun a sabiendas de que la Iglesia se va despoblando poco a poco y de que ellos se van quedando más solos. Pero nunca es tarde para cambiar el rumbo. Lo deseo sinceramente.
Juan José Tamayo es teólogo y autor de La teología de la liberación en el nuevo escenario político y religioso (Tirant Lo Blanc, Valencia, 2010, 2ª ed.)
EL CORREO, 2 de agosto de 2010