A lo largo de la historia encontramos grupos cuyos posicionamientos ideológicos les han inducido a considerar la incompatibilidad entre los planteamientos racionales o científicos y las opciones creyentes.
Desde las filas del ateísmo militante, el problema de la teodicea se convierte en el argumento para negar a Dios recurriendo al dilema de Epicuro: si Dios puede acabar con el mal del mundo, pero no puede hacerlo, no es omnipotente. Si no quiere hacerlo, no es un Dios de amor, sino todo lo contrario. Y, desde la negación de Dios, la crítica al hecho religioso, en sus manifestaciones más fundamentalistas, como exponente de que la fe o las creencias religiosas corresponden a una etapa primitiva de la historia de la humanidad que debería haber sido superada.
Pero el planteamiento también se da en sentido inverso. Proliferan comunidades con una hermenéutica literal de la Biblia que la convierten en lo que no es ni pretende. Son grupos que transforman los textos teológicos y las expresiones de fe del pueblo de Israel y después de la Iglesia en tratados de astrofísica, biología, psicología, historia…, refutando las aportaciones incuestionables e indiscutibles de la ciencia actual por no ajustarse a una pretendida verdad revelada.
Es evidente que en ambos posicionamientos la razón filosófica o científica y la fe en Dios (junto a su praxis religiosa) se perciben como excluyentes e incompatibles, retroalimentándose, a través de las censuras recíprocas, ambas posiciones. La crítica a los planteamientos teológicos fundamentalmente de grupos tendentes a interpretaciones literales de la Palabra de Dios provoca una mayor radicalización de sus postulados, como mecanismo de defensa frente a lo que se entiende como un ataque a su cosmovisión creyente. Los posicionamientos, sin rigurosidad científica, de estos mismos colectivos contribuyen a su crítica y al desprestigio de la fe, abriéndose una brecha de tal magnitud que dificulta las posibilidades de diálogo honesto y sincero.
Pero razón y fe no pueden entrar en contradicción porque sus ámbitos son diferentes. Las ciencias se mueven en el campo empírico (investigación, empleo de datos objetivos, experimentación, formulación y verificación de hipótesis…) en un intento de explicar la realidad. Nuestra actual concepción del universo, de la vida en general y del ser humano se fundamenta en los descubrimientos de la cosmología (teoría del Big Bang), la biología evolutiva (Ch. Darwin) y las disciplinas antropológicas (paleontología, antropología cultural, estudio del genoma…).
La fe cristiana no es ciega. Los cristianos deseamos comprender aquello que creemos. Y ahí la ciencia viene en nuestra ayuda. Gracias a ella sabemos que el universo tuvo un inicio hace aproximadamente 13.700 millones de años. Que las células más antiguas de las que se tiene constancia datan de unos 3.500 millones de años. Que el proceso de humanización ha sido lento hasta coronarse, hace 200.000 años aproximadamente, en el Homo sapiens con el emerger de la conciencia. Que la creación es, pues, evolutiva.
Hablar de conciencia, aunque fuera primigenia o primitiva, comporta que la voluntad salvífica de Dios (1 Ti 2,4) ya les alcanzó a través del reducto de su propio discernimiento de las cosas. Sus procesos iniciales de raciocinio les condujeron a intuiciones acerca de realidades superiores a ellos mismos, ejemplarizadas en las fuerzas de la naturaleza o a considerar la continuidad de la vida tras la muerte, como evidencian los registros fósiles de rituales de enterramiento.
Nuevas disciplinas como la medicina, la psicología, la sociología, la historia… nos permiten conocernos mejor a nivel somático, psicológico (mundo de los deseos, tendencias inconscientes…) y relacional. El desarrollo del conocimiento en estos últimos años ha sido realmente exponencial. Ahora bien, la ciencia tiene unos límites que no puede sobrepasar. La ciencia nos describe el qué, el cómo y el cuándo de las cosas; pero no puede explicarnos el porqué y el para qué de las mismas. Ahí entra en juego la fe.
Las diferentes disciplinas científicas permiten la razonabilidad de la fe y facilitan una hermenéutica contextualizada. La interpretación bíblica requiere el apoyo de la paleontología, la historia, la sociología, la lingüística… a fin de otorgar el correcto sentido a los textos. La contribución de los distintos saberes, en el ámbito de lo religioso, evita que el acto de creer se convierta en un “suicidio intelectual”.
Si la ciencia permite la razonabilidad de la fe, ésta ilumina aquellos aspectos a los que la ciencia no alcanza. La ciencia no puede explicarnos hoy nada anterior al Big Bang, si todo tiene algún sentido o es puro azar. Si la vida o la historia apuntan a un fin superior y trascendente o se agotan en sí mismas. La ciencia no puede responder a las denominadas preguntas últimas: de dónde procedemos, cuál es nuestro lugar en el concierto cósmico, si la muerte es la última palabra, si la vida tiene algún sentido…
La fe nos permite considerar como razonable que tras la realidad cosmológica y antropológica exista un creador, que el universo, el mundo, la vida… tienen una orientación final. La fe amplía el conocimiento de la naturaleza humana más allá de las aportaciones de la psicología. La fe proporciona esperanza superadora de los optimismos antropológicos que la realidad se encarga de desmentir.
Plantear el raciocinio y la fe como opuestos es no tener en consideración la totalidad antropológica. Negar el papel del conocimiento filosófico, científico… o la dimensión de la espiritualidad y la fe es un reduccionismo con graves consecuencias, dada la limitación de horizontes vitales y existenciales que provoca. Ciencia y fe deben ser percibidas en una posición de necesaria complementariedad. Ya San Agustín de Hipona expresaba en sus sermones: Creo para entender y entiendo para creer.
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