Y os digo que vendrán muchos del oriente y del occidente. (Mateo 8, 11a RVR60)
Debe ser muy raro encontrar hoy algún ciudadano español que no se haya enterado de la manifestación independentista catalana del pasado 11 de los corrientes, la Diada, en la Ciudad Condal. Los distintos medios de comunicación nos han prodigado imágenes y comentarios de toda clase, a favor, en contra, o de aquellos del tipo “no sabe, no contesta”. Sin entrar en valoraciones sobre si ha sido un acontecimiento acertado o desacertado desde el punto de vista político, lo cierto es que para quienes son o se sienten catalanes, o simplemente ven con simpatía al pueblo catalán y su cultura, ha significado un gran evento, incluyendo también a muchos creyentes originarios o residentes de allí.
La lástima es que en ciertos círculos cristianos ya se han escuchado opiniones altamente desfavorables, no tanto hacia el hecho de que el pueblo catalán desee su independencia, sino en relación con los creyentes de Cataluña que se muestran partidarios de la total autodeterminación de su tierra natal y han participado también en esa manifestación del día 11. Sentencias como “no somos de este mundo” o “nuestra ciudadanía está en los cielos” parecen haberse convertido en estos días últimos en el santo y seña de ciertos sectores que condenan radicalmente la toma de postura de algunos creyentes catalanes a favor de una ¿posible o imposible? independencia de su región. Ello nos ha obligado a reflexionar sobre este asunto, dado que, efectivamente, en tanto que cristianos somos ciudadanos de una patria celestial que el Señor Jesús ha provisto para nosotros, pero al mismo tiempo nacemos, crecemos y vivimos en un planeta Tierra en el que existen estados políticos nacionales y supranacionales, así como pueblos autónomos y otros que no lo son. Y ninguno de nosotros escoge el lugar donde va a venir a este mundo, así como tampoco el color de su piel, sus rasgos genéticos, o la lengua y la cultura que van a modelar y marcar su personalidad desde la cuna.
El mensaje de Cristo es un mensaje de libertad y de redención, es decir, de dignificación de la persona humana, con todo lo que ello conlleva. Un evangelio que no sea capaz de respetar los rasgos distintivos de un pueblo determinado, su lengua o su cultura —salvedad hecha (¿es necesario decirlo?) de aquellas costumbres o prácticas diametralmente opuestas a los principios cristianos fundamentales—, es una falsa buena nueva, o peor aún, una distorsión tan monstruosa de las buenas noticias de Jesús, que al final las transforma en malas.
El Mesías vino a unir a los diferentes pueblos que componen la humanidad, de oriente y occidente, como dice el versículo que encabeza nuestra reflexión, con un propósito salvador que les permita participar de la gran mesa escatológica donde estarán con Abraham, Isaac y Jacob. El objetivo de Cristo no es dividir, no es desunir, no es desgajar, sino hermanar. Pero eso no se consigue uniformizando ni alienando, no se logra aplastando identidades ni destruyendo conciencias, lenguas o culturas. Más bien al contrario, más bien integrándolas y acogiéndolas como dignas de todo respeto y de toda simpatía.
Quienes estos días se han atrevido a condenar a los que de entre sus propios hermanos —se supone que los creyentes somos hermanos. ¡Quiero creer que de verdad lo somos!— han manifestado libremente en Barcelona su deseo de independencia para su región, han cometido un craso error. Acaso sin saberlo se han convertido en voceros de un sistema político previo que otros no dudarían en tildar de imperialista. Si no se puede aceptar que nuestros hermanos catalanes deseen ser ciudadanos de un estado libre y soberano por aquello de que “no somos del mundo”, ¿es de recibo apoyar una ideología centralista? ¿No es tal vez igual de incompatible un nacionalismo español, francés, británico, portugués, alemán, ruso, turco, chino, etc., con eso de que “nuestra ciudadanía está en los cielos”? Y si hilamos un poco más fino, y más grotesco, ¿no tendrían que condenar los creyentes españoles a sus hermanos de las repúblicas latinoamericanas por su independencia durante el siglo XIX? ¿No deberían repudiar los creyentes británicos a sus hermanos de Estados Unidos, Australia o el Canadá por los mismos motivos? ¿Y no podrían lanzar contra todos nosotros pesados anatemas los creyentes de Italia por el hecho de que los territorios de gran parte de las naciones europeas occidentales formaban parte del antiguo Imperio romano?
En verdad, las palabras de la Biblia están muy claras: ni somos de este mundo en tanto que cristianos, ni nuestra verdadera patria es la que nos ha tocado en suerte aquí, sobre esta tierra. Pero también es cierto que Dios nuestro Señor ha querido que los creyentes estemos en todas partes, seamos luz en todos los países y regiones, grandes o pequeños, independientes o sometidos, y que nazcamos y vivamos como buenos ciudadanos allí donde él nos pone por su misericordia y por su gracia. Ni todos los cristianos somos de la misma raza, ni hablamos la misma lengua, ni compartimos exactamente la misma cultura, lo que implica que nuestros sentimientos nacionales no tienen por qué ser idénticos. De hecho no lo son.
Es imposible saber hoy por hoy si Cataluña será algún día una entidad completamente autónoma o no. Y quien dice Cataluña dice el País Vasco, Escocia, el Quebec o cualquier otra región de este mundo que tenga una identidad cultural propia frente al estado de que forme parte. Una simple ojeada a un mapa de la Europa de hace cincuenta años nos muestra que lo que hoy parece imposible o impensable mañana es realidad. Lo que sí sabemos, y lo sabemos con total seguridad, es que los creyentes que viven en esas regiones con culturas y lenguas propias que anhelan su independencia, son nuestros hermanos en Cristo, y que piensen como piensen desde el punto de vista político, no dejan por ello de ser ciudadanos del Reino de Dios y de merecer todo nuestro respeto y nuestro cariño, como nosotros el suyo.
Finalmente, y no lo olvidemos, estamos todos llamados a participar en el banquete del Mesías, ya sea que procedamos de oriente u occidente, del norte o del sur. Cristo no hace distinciones nacionales entre los seres humanos, ni lanza anatemas contra nadie por ser de un lugar preciso. Nosotros tampoco.