Posted On 22/12/2017 By In Biblia, portada With 3902 Views

¿Cómo que adúltera, señores? No fue pecado sino linchamiento | Gabriel Jaraba

Se acusa a menudo a quienes pasan por ser fundamentalistas de hacer una lectura literal de los textos bíblicos. Pues a mí me parece que ese literalismo todavía se queda corto. Esto no es una salida de tono por mi parte o una provocación: se interpreta literalmente lo que a uno le conviene, y lo que no, a otra cosa, mariposa. Esa es la triste realidad de la condición humana, algo que yo suelo decir, cuando bromeo entre amigos: el peor pecado de todos es el deseo de tener razón, porque de él cuelgan todos los demás.

No soy ni de lejos un experto en interpretación bíblica y nunca se me ha pasado por la cabeza serlo porque uno es consciente de sus limitaciones; no tengo la menor preparación en este sentido, ni siquiera por aproximación. Lo que sé de hermenéutica y semiótica apenas me alcanza para comentar los cómics clásicos, Batman, Superman, Mandrake y cosas así. Soy un simple cristiano que lee las Escrituras a menudo buscando inspiración, esclarecimiento, espacio y motivo para la meditación. Pero sí soy un lector atento y un periodista profesional, de modo que estoy entrenado en la práctica de la lectura crítica. Y leyendo atenta y críticamente uno de los pasajes del Evangelio que se suele citar más a menudo para fundamentar en él la virtud de la tolerancia, el de la mujer adúltera, me detengo en el texto, vuelvo al inicio y no doy crédito a mis ojos: ¿cómo que adúltera? Nada hay en ese relato de lo que se pueda inferir que su protagonista había cometido adulterio.

Leamos atentamente Juan 7:53:

“Y por la mañana volvió al templo, y todo el pueblo vino a él; y sentado él, les enseñaba.

Entonces los escribas y los fariseos le trajeron una mujer sorprendida en adulterio; y poniéndola en medio,

le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio.

Y en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?”.

Este capítulo con sus versículos viene titulado, en mi biblia Thompson, como “La mujer adúltera”. Pero, ¿cómo que adúltera? Ahí no se muestra, se demuestra o se prueba adulterio alguno. Lo que se relata en este pasaje evangélico es que un grupo de hombres, algunos de ellos provistos de posiciones de liderazgo, se han hecho con una mujer, la han arrastrado consigo y contra su voluntad, la han acusado de un delito grave de acuerdo con sus códigos y la han llevado ante una autoridad. Pero nótese que lo que han puesto a juicio ha sido el reo y la acusación, pero ninguna prueba, evidencia o testimonio fiable sobre los cuales pueda sustentarse proceso alguno. El texto dice “sorprendida en el acto mismo de adulterio”: ¿sorprendida por quién, cuándo, en qué circunstancias, ante qué testigos? ¿Cuál es la fiabilidad de los supuestos testigos, dónde está el contraste de los testimonios, cuáles son las pruebas sobre las que la mera acusación personal pueda asentarse? El autor del texto se limita a referir la imputación sin más, mientras que el lector atento contemporáneo echa en falta una situación que ofrezca ciertas garantías al acusado. La justicia de la Palestina de hace dos mil años no puede ser comparable a nuestro concepto actual de justicia imparcial pero ciertamente el caso se compadece poco con puntos de vista establecidos con cierta solidez por lo menos desde Hammurabi y con una tradición sapiencial muy antigua que muestra un sentido de lo justo basado en el sentido común perfectamente capaz de diferenciar entre la acusación fundamentada y la mera maledicencia. Ciertamente los Evangelios no son reseñas precisas de acontecimientos, pero ante la generalización que nos ocupa, una de dos: o la cultura de la época y momento daba por hecho que una mujer era adúltera por el mero hecho de haber sido acusada de serlo o el redactor del texto era lo suficientemente cuco para poner en evidencia el trasfondo de la situación a quien sepa leer entre líneas (cosa que por cierto sucede repetidas veces a lo largo de los relatos evangélicos).

Hablamos, pues, de una mujer adúltera, pero en ningún momento tenemos noticia de que sea tal cosa y ni siquiera se nos refiere elemento alguno que permita por lo menos suponerlo. La llamamos adúltera atendiendo simplemente a la proclamación de un hatajo de mastuerzos que toma a una mujer indefensa como objeto de su censura y se alza con su víctima en actitud de linchamiento. Leo y releo y no doy crédito a mis ojos: durante toda la historia de la recepción y circulación de los textos evangélicos se ha venido dando por buena y creíble la versión acusadora de un grupo de linchadores. Vengan exégetas, hermeneutas, pastores y todo tipo de expertos a lo largo de dos mil años: la versión que se ha impuesto ha prevalecido sin que se haya tenido el detalle de mostrar el fondo de la cuestión, que es que ese capítulo de la Biblia no nos habla del pecado y su perdón sino del crimen del linchamiento arbitrario y violento.

Sabemos perfectamente de qué van estos asuntos. Lo sabemos porque lo leemos actualmente en las noticias, fechadas en Pakistán, en India, algunos países africanos, centroamericanos y árabes, las hemos leído hace poco tiempo y desgraciadamente las volveremos a leer. Y no nos creamos estupendos porque estas cosas han pasado en esta tierra hasta hace poco, e incluso ahora mismo persisten bajo otras formas: el insoportable e imparable flujo de feminicidios.

Conocemos bien la autoridad autoarrogada del grupo de machos líderes de la comunidad, que mediante un acto de fuerza y una exposición pública de esta jaez aseguran su predominio en su comunidad mediante la imposición del castigo ejemplar y la violencia atemorizante. Cambiemos mujer por negro, en los años 20, 40, 50, en ciertos estados norteamericanos, permutemos los escribas y fariseos por encapuchados del Ku Klux Klan o incluso los desencapuchados miembros de la comunidad tan honestos que su propia acusación conlleva el juicio y la sentencia. “Woman is the nigger of the world”, cantó John Lennon con toda la razón.

Lo sabemos ahora y lo sabían hace dos mil años en Palestina. Lo sabía Jesús, y lo sabían las mujeres coetáneas suyas. Pero ni entonces ni ahora nadie se propuso realizar juicio justo alguno, con acusación, defensa y pruebas contrastadas y juez independiente. El recurso al criterio de Jesús era –eso sí— como describe el capítulo del Evangelio de Juan una añagaza para poner en evidencia a Cristo: se le reclamaba que transigiera con el pecado-delito del que se acusaba al reo o se sumara al clamor condenatorio. Tanto en una u otra opción el resultado iba a ser su descrédito frente a lo que hoy llamaríamos opinión pública, ante unos o ante otros. Pero en realidad lo que se exigía a Jesús no era que actuase como juez sino como legitimador del linchamiento. De la violencia en grupo practicada con el débil, de la acusación infamante ejercida sin prueba alguna, del sistema de opresión no ya de la mujer sino de cualquier persona que por uno u otro motivo fuera elegida como blanco por las iras de un grupo violento y justiciero. Y él era plenamente consciente de ello. Pues no se reclamaba de él un juicio sobre la acusada, porque el dictum de culpabilidad ya había sido pronunciado. Lo que se proponía a Jesús era que eligiese la pena a aplicar. Es decir, que eligiese la forma de tortura que había de adoptar el linchamiento.

Vistas así las cosas, y vistas a partir de una lectura literal del texto realizada con espíritu crítico, lo que hizo Jesús no fue –no fue solamente—resistirse a condenar a una supuesta pecadora. Lo que hizo fue negarse a participar en la dinámica de la injusticia, de la violencia punitiva, de la dominación violenta de los débiles por los opresores, de condonar un acto de (digámoslo con palabras de hoy) hooliganismo machista. Con palabras de hoy que aluden a comportamientos, estructuras de dominación violenta y sometimiento de la mujer que en algunos lugares no han variado en dos mil años y que hoy mismo siguen mostrándose ante nuestros ojos.

Sigamos leyendo:

“Y como insistieran en preguntarle, se enderezó y les dijo: el que de ustedes esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella.

E inclinándose de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra.

Pero ellos, al oír esto, acusados por su conciencia, salían uno a uno, comenzando por ancianos; y quedó solo Jesús, y la mujer que estaba en medio.

Enderezándose Jesús, y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?

Ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: ni yo te condeno; vete, y no peques más”.

La conclusión del episodio es todavía más rotunda. Lo que hace Jesús es poner en evidencia no solamente la hipocresía de los acusadores sino la total endeblez del proceso de acusación: ninguno de ellos se siente capaz de sostener en público lo que apoya protegido por el anonimato del grupo violento. “Acusados por su conciencia”, dice el evangelista, de manera sucinta e incluso sibilina pero con una claridad meridiana para quien sepa y quiera entender: se sentían acusados por su conciencia porque sabían perfectamente que la imputación era falsa. La mujer no había sido “sorprendida en el acto mismo de adulterio” como se decía al principio del episodio pues, según revela el texto de Juan en la frase anterior, había sido acusada falsamente y la conciencia de los autores de la acusación no podía sostener la realidad de los hechos. Qué magnífico giro de un escritor magistral, hábil para llevar al lector de un terreno conocido para él a otro distinto abierto por el relato de la acción de Jesús.

El gesto de Jesús haciendo trazos en la tierra es para mí enormemente elocuente; una actitud displicente de alguien que ni siquiera desea entrar a tratar lo propuesto. Otra muestra más de su sentido del humor ácido y a veces crudamente despreciativo con el que obsequia a quien se cree con el poder de acusar. No es que Jesús renuncie a condenar un supuesto pecado de adulterio, es que se niega a aceptar la injusticia ejercida con violencia sobre los débiles, es decir, él da testimonio una vez más de la denuncia central del mal sobre la que ejerce su ministerio de amor. No es sólo que Jesús no entre siquiera en disquisiciones de moral sexual, es que pone en evidencia el encadenamiento fatal de maledicencia, falsa moral, hipocresía, violencia y agresión al débil, que pretende hacer pasar todo ello por un proceso de justicia que deba ser refrendado por la ley. Jesús no toca la ley, el supuesto delito o el posible pecado –porque en su tiempo y su sociedad no había distinción entre delito y pecado, y ello fue precisamente lo que le condujo a la cruz—y en cambio desvela el pecado del deseo de tener razón a ultranza e imponerla sobre los demás amparándose hipócritamente en la ley. Jesús no condena pero tampoco perdona porque no hay nada que perdonar, sólo alguien a quien liberar. “Vete y no peques más”. Me lo hubiera podido decir a mi o a cualquier otro ser humano, pecadores como somos todos.

Si leemos e interpretamos literalmente, hagámoslo en serio. Y si leemos críticamente este capítulo de Juan, podremos extraer una conclusión. El asunto no iba de adulterio sino de linchamiento de una inocente contra quien nadie alzó prueba alguna y que fue capturada con violencia y acusada ilícitamente. Nos daremos cuenta entonces de que este texto habla no solamente de aquellas gentes en aquel tiempo y lugar sino que habla, y dice mucho, de nosotros mismos. Porque durante todos estos años hemos estado admitiendo que aquella mujer había cometido un pecado, aunque Jesús, en su magnífica caridad, se negara a condenarla. Y no hubo, ni ha habido nunca, y no hay ahora, prueba de pecado o delito alguno, solamente un lamentable intento de linchamiento de una inocente.

Pero hay más. Los que alegaron haberla sorprendido “en el acto mismo de adulterio” nada dijeron del supuesto colaborador necesario de sexo masculino. Sabemos que entonces, como sucede ahora en más lugares de los supuestos, que hay dos varas de medir para las transgresiones sexuales según se trate del sexo implicado. También durante todos estos siglos hemos estado admitiendo con toda tranquilidad que fuera solamente la mujer quien fue llevada a rendir cuentas de su acción. El colaborador necesario de sexo masculino se salió de rositas, si es que hubo tal colaborador y si es que existió realmente tal adulterio, cosa que cuanto más se reflexiona sobre el asunto menos clara queda. Hemos aceptado hasta en el corazón mismo de la palabra evangélica no sólo la hipocresía de los malvados sino la doble vara de medir de los opresores machistas violentos, sin parpadear siquiera. Y resulta que en el mismísimo momento presente la iglesia de Cristo se está jugando su porvenir en las decisiones que tome, de hecho y de derecho, en lo que concierne a la situación y rango de las mujeres en su seno. ¿Cómo podemos aspirar siquiera a construir la adecuada y necesaria teología feminista si no comenzamos por admitir que leemos la Escritura con los mismos o parecidos ojos de quienes antes lapidaban a las mujeres o ahora les echan ácido en el rostro, o simplemente las asesinan en el tercero primera de la casa de al lado? Porque ahí está esa mentalidad, incólume, expuesta con toda su crudeza a la mirada crítica que se espera. Y ahí está la necesidad de poner en pie para que todo el mundo le vea sin engaño alguno al Jesús de las mujeres cuya resurrección fue anunciada precisamente por sus discípulas, aquellas a quienes, dos mil años después, se sigue intentando ningunear. Y la cruda realidad es que, hoy aquí como hace dos mil años allí, sin mujeres no hay iglesia.

Jesucristo no condenó y llamó a no condenar, plenamente consciente del alcance de la situación que no escapaba a su profundo conocimiento de la condición humana. Él no se expresaba en los términos culturales y paradigmas antropológicos propios de nuestro tiempo pero conocía lo esencialmente perenne: oprimir al débil para aprovecharse de él y, aun peor, justificarse a sí mismo es pecado. Nosotros tampoco condenamos pero leemos y aceptamos que era una pecadora, acogida, eso sí, por la divina caridad de Jesús. Sin más razón que el falso testimonio sin pruebas impuesto con violencia por una turba linchadora. Ay de nosotros.

Gabriel Jaraba

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