Posted On 15/04/2015 By In Cine, Opinión With 3296 Views

Cómo ver películas bíblicas sin sufrir un infarto

Pese a las apariencias, el título de esta reflexión no pretende hacer bromas chuscas ni chistes malos. Aunque presenta, evidentemente, un tono un tanto exagerado y no exento de guasa, responde a una realidad que venimos comprobando desde hace largos años, y que suele hacerse muy especialmente visible en períodos señalados del calendario, como es esta Semana Santa en que nos hallamos mientras redactamos estas líneas.

Qué duda cabe de que, para la industria del cine, la Biblia ha sido siempre un filón del cual, hábilmente explotado, se podían extraer pingües ganancias. Ya en sus primeras décadas de existencia, allá por los comienzos del siglo pasado, el cine mudo europeo presentó algunas escenas de la Pasión de Cristo que impresionaron al público del momento, y la llegada del sonoro contribuyó a una mayor difusión de la temática religiosa y escrituraria en la gran pantalla. Pero fue, sobre todo, a partir de los años 50, es decir, después de la Segunda Guerra Mundial, y debido, entre otros motivos de peso, a la peligrosa competencia de la televisión, cuando Hollywood, para entonces la Meca indiscutible del cine mundial, se lanzó de lleno a aquellas grandes y costosas superproducciones de tema histórico y bíblico que, por un lado, embelesaron a las masas de la época con su derroche de medios y de efectos especiales hasta entonces nunca vistos (era el cine, a la sazón, el espectáculo más popular y más extendido), pero, por el otro, comenzaron a generar entre los grupos cristianos cierta desazón. Desde aquellos días, y salvo algunos títulos altamente alabados y hasta recomendados calurosamente en medios religiosos, las producciones cinematográficas de tema bíblico han sido causa de cierta tensión mal disimulada (o no disimulada en absoluto), cuando no objeto de furibundos ataques, hasta en seminarios e institutos bíblicos. Aún nos viene a la mente el recuerdo de ciertas clases, allá por nuestros años de joven seminarista, consagradas a descuartizar, literalmente hablando, películas de temática bíblica bien conocidas por todos, con la intención de demostrar sus crasos errores en relación con los relatos de las Escrituras y, sobre todo, sus peligrosas ideologías anticristianas subyacentes, que iban, según se decía, mucho más allá de lo puramente comercial.

Aunque desde entonces hasta hoy ha llovido mucho, lo cierto es que hemos venido observando con atención cómo, en los ámbitos creyentes, cada anuncio de una nueva película o una serie basada en la Biblia suele gestar cierta expectativa mórbida de “descubrir errores” en la trama o “desenmascarar falacias anticristianas” en el guionista, el productor, el director, y casi hasta en los que confeccionan las ropas, ajustan las cámaras o barren los platós, puestos a decir. Hemos sido testigos presenciales, y muy a nuestro pesar, de la auténtica tensión con que familias enteras reaccionaban ante este tipo de producciones cinematográficas, antiguas o modernas, clásicas o de nuevo cuño, de manera que nos hemos preguntado más de una vez si no les hubiera resultado más provechoso visionar cintas del lejano Oeste (las típicas “películas de vaqueros”, como se las llamaba antes), románticas o incluso de ciencia ficción. Cualquier cosa antes que filmes bíblicos.

Se impone, pues, una seria reflexión sobre este asunto, dado que el cine, al igual que el resto de espectáculos públicos, tiene como finalidad principal entretener, relajar al espectador, distraerle de sus actividades o preocupaciones cotidianas. También tiene otras, sin duda alguna, pero quien, de entre los ciudadanos de a pie, entra en una sala de proyecciones o descarga una película para verla en su casa, lo hace, en principio, para pasar un buen momento. No tendría lógica alguna que alguien deseara ir a un cine público para amargarse el día o intentase visionar un filme cualquiera en su televisor o en su ordenador con el propósito de provocarse un síncope.

Nos cuestionamos, de entrada, algo que ya hemos compartido en ocasiones precedentes, tanto en este medio que es Lupa Protestante como en otros, y que planteamos así: ¿Cómo leemos los creyentes la propia Biblia?, pues mucho nos tememos que resida ahí el quid precisamente de la cuestión.

Hemos venido constatando desde hace décadas la triste realidad de que un buen porcentaje de los creyentes —no todos, ¡gracias a Dios!, ni siquiera lo que podríamos llamar una aplastante mayoría—, incluso cuando abren las Escrituras para su lectura y devoción personal, lo hacen sometidos a una fuerte tensión, la mayor parte de las veces inconsciente, pero que está ahí. Hemos contemplado con tristeza y con preocupación cómo, tras lecturas en común de pasajes diversos de la Santa Biblia, realmente hermosos en su forma y profundos en su contenido, a la hora de expresar lo que éstos podían significar, muchos cristianos únicamente captan en ellos “argumentos” contra lo que piensa “el mundo”, lo que enseñan “los falsos maestros” o lo que profesan “las iglesias apóstatas”, ¡asuntos que, da la casualidad, tales pasajes en cuestión no indican o no sugieren ni de lejos! Nuestra conclusión es muy simple: quien no puede llegar a discernir el contenido básico de un pasaje o una historia bíblica por estar mentalmente predispuesto a una particular “cruzada” contra todo cuanto existe, difícilmente podrá disfrutar con tranquilidad de una película basada sobre temas de la Escritura sin que aflore esa “cruzada permanente contra el error” en que vive inmerso.

Existe en muchos medios cristianos contemporáneos una absoluta y lamentable desinformación acerca de lo que es realmente la Biblia y cómo debe ser leída y disfrutada. Así, como suena. Las Sagradas Escrituras, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, además de su innegable valor teológico y testimonial de la fe de Israel y de la Iglesia primitiva, presentan un ropaje literario y estético que hace de ellas una auténtica obra de arte, verdadero patrimonio de la humanidad, y que como tal ha de ser percibido, gustado y hasta paladeado. Obviar todo su colorido, su envoltura poética y sus figuras estilísticas, particularidades propias de un mundo muy antiguo que hoy ya no existe, pero por medio de las cuales se ha vehiculado el mensaje de salvación, en aras de una apologética de combate contra enemigos demasiadas veces imaginarios, es, simple y llanamente, no saber leerlas. Peor aún, es distorsionarlas. Este tipo de lecturas generan en quienes las realizan un estado permanente de ansiedad oculta que emerge demasiadas veces bajo formas harto violentas, especialmente en un tipo de lenguaje por demás sectario y diametralmente alejado de lo que se supone ha de ser una expresión cristiana de confianza en Dios e invitación a aceptar a Cristo.

De ahí que, quienes actúan movidos por este tipo de resortes mentales, experimenten esa tensión con la que, decíamos, se visionan ciertos trabajos cinematográficos de tema bíblico en ambientes cristianos.

Los que desde hace décadas se han venido dedicando de manera profesional a la ardua tarea de producir películas, además de las cuestiones puramente crematísticas o ideológicas, buscan también, por lo general, una aproximación rigurosamente estética al espectador. Dicho de otro modo, un filme quiere ser una obra de arte y desea ser tratado como tal, percibido como tal, valorado como tal. Incluso las películas bíblicas entran dentro de esta categoría. Salvo algunos casos muy concretos y bien conocidos, las películas de temática escrituraria no pretenden evangelizar al mundo, ni tampoco hacer propaganda dogmática o tomar parte en discusiones teológicas o exegéticas del momento. Por otro lado, y esto lo saben bien los guionistas profesionales, plasmar en la pantalla historias de la Biblia supone un gran esfuerzo interpretativo, debido al hecho de que el lenguaje con que éstas han sido transmitidas parece demasiadas veces telegráfico: no pretende tanto narrar eventos con exactitud histórica como transmitir una idea muy concreta. La experiencia demuestra que, salvo muy raras excepciones, aquellas producciones que siguen al pie de la letra el texto sagrado resultan carentes de convicción para nuestra percepción occidental, demasiado forzadas, con un exceso de falta de naturalidad que malogran todo el trabajo realizado. De ahí que sea necesaria una cierta dosis de “interpretación personal” por parte de directores y productores a la hora de poner a punto una reconstrucción del mundo bíblico que resulte aceptable para los públicos de hoy y percibida como lo que busca ser: un trabajo artístico de calidad. El hecho de que algunas películas basadas en los relatos de la Biblia hayan echado mano de otras fuentes complementarias (historiadores antiguos, literatura apócrifa judía, descubrimientos arqueológicos) evidencia hasta qué punto resulta complicada la tarea de ofrecer al espectador actual algo que realmente valga la pena dentro de este campo.

Un creyente que se acerca al cine, o al televisor, o a su propio ordenador, si se tercia, para visionar una producción fundamentada en la Biblia, debe, pues, partir del hecho primordial de que lo que va a hacer es disfrutar de una obra artística, de una interpretación realizada por profesionales del entretenimiento. Ni más ni menos. Como persona racional y con capacidades críticas que es, le gustará o no, emitirá sobre ella un juicio favorable o desfavorable basado en muy distintos factores. Así debe ser. Lo que una producción cinematográfica no debiera ser, bajo ningún concepto, es un desafío a vida o muerte, un motivo de tensión permanente o de agitación nerviosa en aras de una defensa a ultranza de algo que los realizadores tal vez ni siquiera han pensado, pues no entra dentro de su horizonte más elemental de intereses.

En definitiva, si esta Semana Santa, o en cualquier otro momento del año, tenemos la oportunidad de ver algún tipo de producción cinematográfica o de serie televisiva religiosa, y especialmente bíblica, dispongámonos, simple y llanamente, a disfrutar de lo que no es sino un trabajo realizado por artistas profesionales.

Una película, no lo olvidemos, nunca es la Palabra viva del Dios Vivo. Sólo es eso, una película.

Juan María Tellería

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