Y les dijo: No os toca a vosotros saber los tiempos o las sazones, que el Padre puso en su sola potestad (Hch. 1, 7)
Interesante como pocos el libro que llamamos Hechos de los Apóstoles. Con un estilo muy propio y unas pinceladas muy acertadas, San Lucas nos presenta en él los grandes lineamentos de lo que debieron ser los primeros pasos de la Iglesia primitiva, destacando que fue una comunidad real, no etérea, y por encima de todo nada “ideal”. Frente a pasajes en los que se nos describe de forma muy impactante el poder del Espíritu Santo en acción para la conversión de judíos y gentiles y la extensión del Evangelio hasta lugares en un principio insospechados, encontramos también otros en los que no se oculta la realidad de grupos y facciones opuestos en su pensamiento y sus intereses, murmuraciones de unos contra otros, disputas, malentendidos y todo cuanto define y describe una comunidad esencial y eminentemente humana.
De ahí que hayamos de acudir a este escrito, no sólo para informarnos con mayor o menor exactitud de lo que pudo ocurrir en los comienzos de la historia cristiana, sino también en busca de una definición clara de nuestra misión como Cuerpo de Cristo en la tierra.
La hallamos muy bien expresada en el capítulo 1 y en palabras del propio Jesús resucitado: Me seréis testigos (v. 8), en claro contraste con las que leemos en el versículo anterior, que citamos en el encabezamiento, y que responde a una pregunta muy clara de aquellos primeros discípulos: Señor, restaurarás el reino a Israel en este tiempo? (v. 6)
En primer lugar, las palabras del Señor vienen a descartar cualquier tipo de derivación de pensamiento que haga hincapié en cumplimientos inmediatos de profecías escatológicas. La Iglesia no puede vivir obsesionada con esta clase de asuntos, de manera que pierda de vista su razón de ser. La alusión de Jesús a esos tiempos y sazones que dependen en exclusiva de la voluntad y la potestad divinas deslinda por completo las esferas de actividad: Dios llevará a término de forma exclusiva aquello que él ha decretado hacer, mientras que la Iglesia tiene encomendado un ámbito de trabajo que le corresponde a ella y en el que se ha de ocupar con total dedicación. De ello se deduce que ha de resultar forzosamente preocupante la “fiebre” escatológica que surge de forma intermitente en ciertos períodos de la historia del cristianismo y cristaliza en corrientes bien marcadas o grupos sectarios más o menos pintorescos cuya filosofía dominante es siempre la inminencia de alguna catástrofe de proporciones mundiales y cuya consecuencia más marcada es la alienación total de quienes caen en sus redes. Sin duda alguna que la Iglesia de Cristo está llamada a vivir en la plena conciencia de la inminencia del regreso del Hijo del Hombre, de la Parusía; en tanto que comunidad en la que se manifiesta de continuo la presencia de Dios, la Iglesia ha de caminar en la esperanza del retorno de Cristo, pero una esperanza muy ajena a especulaciones numéricas y descripciones de catástrofes, una esperanza marcada por una misión.
Esta misión, en segundo lugar, consiste en testificar acerca de Cristo, como hemos leído en el propio texto bíblico. Pero testificar no significa “forzar”, ni siquiera “convertir”. Quiere decir exclusivamente que la Iglesia, tanto en Jerusalén, como en Judea, en Samaria y hasta lo último de la tierra (v. 8), ha de proclamar con claridad ante este mundo que el Señor ha muerto y resucitado para restaurar y devolver la dignidad y la libertad perdidas a las personas humanas, lo que en el lenguaje teológico clásico llamamos redención. La extensión del Evangelio, entendido siempre en su sentido más etimológico y más puro, implica una clara conciencia de vinculación con la persona y el mensaje del Señor resucitado que se materializa en una clara vocación de instrucción y de extensión de una ideología de paz. Al leer las páginas de los numerosos libros y manuales que se han escrito sobre la historia de la Iglesia desde el siglo I hasta nuestros días, podemos calibrar hasta qué punto ha estado a la altura de lo que Dios y Cristo esperan de ella.
Y finalmente, y algo que nunca se ha de olvidar, en esta misión específica la Iglesia nunca puede estar sola. La testificación ante el mundo acerca de Cristo no se hará jamás sin esa investidura de poder que sólo puede alcanzar su plenitud con la presencia del Espíritu Santo. La Iglesia no puede dar testimonio acerca de quién es Cristo sin la asistencia del Espíritu, ni tan siquiera proclamarlo Señor, como nos recuerda San Pablo Apóstol en 1 Co. 12, 3b. Sin la guía certera y la dirección del Espíritu la Iglesia ha podido (y puede, de lo cual se ven ejemplos incluso en el día de hoy) dividirse, fraccionarse, fragmentarse, e incluso bloquearse y parapetarse en posturas teológicas y doctrinales preconcebidas que la enfrenten con sus propios hermanos. Sin la asistencia del Espíritu la Iglesia es capaz de condenar, anatematizar e incluso perseguir a sus propios miembros que considere disidentes echando mano de todos los métodos de tortura física y/o psicológica de que sea capaz. Sin la dirección del Espíritu la Iglesia puede llegar a convertirse en una organización tiránica a niveles políticos o en un mero títere de cualquier dictadura. Sin la guía segura del Espíritu de Dios la Iglesia puede llegar a transformarse en una simple empresa especializada en vender religión que al mismo tiempo gestiona negocios sucios y actividades delictivas bajo una hermosa tapadera, cuando no de color púrpura, revestida de tonos revivalistas.
En definitiva, los Hechos de los Apóstoles nos ofrecen como ningún otro escrito de la Biblia un cuadro de lo que ha de ser la Iglesia, el pueblo del Dios del Nuevo Pacto, un pueblo con una misión clara, un propósito bien señalado y una clara conciencia de ser instrumento en manos del (verdadero) Espíritu Santo.
En tanto que creyentes cristianos individuales, sólo nos resta tomar conciencia de ello con la ayuda del Señor y, siempre por su Gracia, cumplir con nuestro cometido.